Desorden

La palabra desorden tiene diversas acepciones y matices: confusión, desbarajuste, desconcierto, descontrol, descoordinación, desgobierno, embrollo, enredo, revoltijo, trastorno, estropicio, maraña, gallinero, pandemonio, maremagno… Se desplaza desde la mera desorganización hasta el exceso y el abuso y desde la dimensión individual hasta la colectiva. Admite, claro está, gradaciones. En Puerto Rico, no cabe duda, ha ido en ascenso.

La fragua en que se cuaja el desorden contiene muchas variables. La incapacidad y la deshonestidad personal coexisten con la baja autoestima que distingue al colonizado. No es por casualidad que en los textos sobre desarrollo económico suele destacarse como condición necesaria para el mismo cierto sentido de identidad, decoro y respeto. Esto no lo pueden lograr políticos que creen ser lo que no son, tener lo que no tienen y poder lo que no pueden.

A semejantes personajes no se les puede pedir que trabajen para articular un verdadero proyecto nacional que trace la ruta del desarrollo sostenible. Sólo han servido y sólo sirven para pavonearse impúdicamente con las “ayudas” que puedan “conseguir”, ayudas que convierten en necesidad crónica y en fuente de corrupción. Ignoran la vieja máxima que define a la ayuda efectiva como aquélla que gracias a su buen uso se torna innecesaria.

En la fragua del desorden sobresale un ordenamiento económico disfuncional, eminentemente caracterizado por la debilidad de la responsabilidad social de corporaciones e individuos –a esto le llaman incentivos– junto, como en todo enclave ajeno, al desbordamiento del grueso de los beneficios hacia el exterior. La inevitable insuficiencia de tal “orden” se traduce en un mercado laboral igualmente disfuncional y en una base fiscal porosa. Como mecanismos de compensación se invocan la dependencia, la emigración y el endeudamiento que, en compañía de la economía informal, dejan de ser rápidamente vías de solución para convertirse en factores integrantes de la crisis.

Ante la crisis y las preocupaciones de deudores y acreedores la respuesta imperial ha sido la imposición de la Junta de Supervisión (Control) Fiscal. Ésta no ha tardado en mezclarse en la fragua del desgobierno y enredarse con una receta neoliberal que combina generosos contratos para sus funcionarios y asesores con políticas de austeridad para los “más vulnerables”.

En la olla podrida en que se gesta el desorden no está ausente la pequeñez. ¿Acaso no es ésta la que provoca la mezquina pugna entre rojos y azules en los talleres gubernamentales? Es imposible un buen gobierno si las victorias electorales se interpretan como mandato para transformar al servidor público en peón partidista.

En la instancia más agregada del desorden, aparte del que protagoniza el sector público, se encuentra una clase empresarial débil y dedicada a la cacería de rentas, una clase profesional conservadora y orientada hacia la emigración, una clase obrera disminuida y expuesta a políticas de precarización y una creciente masa de personas lanzadas a las filas de los clasificados como “lumpen”. ¿No es así? La agenda para el desarrollo de Puerto Rico tendrá que enfrentar esta cruda realidad. Nada puede lograrse si prevalece la negación.

Todas estas variables, y otras tantas que se quedan en el tintero, alimentan el desorden que se ve en el país. ¿Cómo explicar, si no, el caos en la Autoridad de Energía Eléctrica? Allí se ha visto de todo, desde contratos leoninos hasta la más caricaturesca incompetencia. Durante poco menos de dos años de la administración del gobernador Ricardo Rosselló han transitado por su dirección cinco directores ejecutivos. Uno de ellos estuvo en su cargo alrededor de 24 horas. A otro, el tal Higgins, nunca se le escuchó la voz, ni en inglés ni en español. El pueblo puertorriqueño ha sido tolerante y estoico testigo de una serie de pasos de comedia carentes de toda gracia. Y a esto se suman reestructuraciones de deuda con los intereses de los fondos buitres como elementos definitorios.

El desorden es ubicuo. El espectáculo en torno al Instituto de Ciencias Forenses no tiene nombre. Ni siquiera los muertos se salvan del escarnio. Faltan recursos pero también falta sensibilidad.

Se advierte lo mismo en el Departamento de Seguridad Pública y en los de Educación y Salud. No hay agencia ni corporación pública que no esté presa de la incertidumbre que suscita el síndrome del desorden. De este mal tampoco se salva el sector privado, unos víctimas de la inseguridad y otros–los más poderosos–siempre dispuestos a pescar en río revuelto para transformar urgencias públicas en pingües ganancias.

No hay que engañarse. Desafortunadamente, nada de lo descrito en tal escenario de desorden es lo peor. Lo peor es la aquiescencia, la resignación de aquél que niega la posibilidad de alterar el curso de los acontecimientos adversos. Así actúa el que afirma “todos son iguales” para justificar su apoyo a líderes que no lo merecen.

Lo peor radica en el desprecio a sí mismo, en la negación de su país, en la presunción de que toda solución vendrá de afuera. Siéntese a esperar. Morirá sentado…

Lo peor sería que no pueda captarse el desorden político, económico y moral vinculado al binomio de una colonia anacrónica y de un capitalismo agotado, generador de cada vez más desigualdad, porque se haya enceguecido con fuegos fatuos o ensordecido con cantos de sirena. Pero “no hay mal que por bien no venga”: el desbarajuste institucional es de tal magnitud que se hará muy difícil disimularlo con meros juegos retóricos.

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