Especial para CLARIDAD
A los cinco años debutó en la televisión norteamericana. Desde entonces su vida ha tenido giros interesantes aunque subyace un hilo conductor. Su lucha contra la injusticia y a favor de su comunidad puertorriqueña siempre determinó sus acciones, en lo profesional y en lo político.
Dylcia Pagán nunca pasa desapercibida. Comunicadora por excelencia, con personalidad cautivante y extraordinario sentido del humor, tiene la capacidad, la inteligencia y la información para seguir aunque la norma es que dirija cualquier conversación. A aquellos tiernos cinco años no sólo se iba forjando la futura productora de televisión, también emergía la incipiente organizadora que habitaba en ella.
“Llamaba por teléfono a toda mi familia, dispersa por todo el estado de Nueva York, y le exigía que el domingo a las diez y media de la mañana, en punto, dejaran a un lado lo que estaban haciendo y se sentaran a verme bailar y cantar. Y así lo hacían. Yo era un éxito”, dice con la más sonora carcajada. Este programa, Childrens’ Hour, se trasmitía por la cadena NBC y Dylcia se mantuvo en él desde los cinco hasta los doce años de edad.
Su paso por el mundo de las comunicaciones, aunque breve, fue tan intenso que dejó huellas permanentes en los espacios de televisión que logró abrir para que la comunidad puertorriqueña tuviese su propia voz.
Un 15 de octubre de 1946 nació Dylcia en el Hospital Lincoln, en el Bronx, “pero me crié en El Barrio”, asentamiento puertorriqueño en Nueva York que se convirtió en un pedazo de Puerto Rico. De padre yaucano, que militó en el Partido Nacionalista, y madre de Guánica, integrada a la lucha de los trabajadores en Nueva York, nació puertorriqueña. Su padre murió cuando ella tenía 15 años de edad. Al cumplir los 20, falleció su madre.
“Cuando me criaba había en El Barrio un sentimiento nacionalista bien fuerte. Se celebraban los Reyes y los bautismos y nos vestían como si estuviésemos en Puerto Rico”, dice esta extrovertida mujer que da cátedra de cómo levantarse de los golpes que propina la vida y disfrutar cada minuto sin abstraerse de la realidad, “porque cuando se me aprieta el pecho, lloro”.
Hija única, con un solo hermano de padre, tuvo acceso a una educación privilegiada. Estudió desde escuela elemental “en el Colegio Católico Santa Cecilia, en El Barrio, y me gradué de la Cathedral High School”, de la Arquidiócesis de Nueva York.
Durante varios años alternó su trabajo comunal con los estudios universitarios en Brooklyn College, donde se integró totalmente a la lucha de los estudiantes negros y puertorriqueños. Aquí se destacó en la organización Unión Estudiantil Boricua que, entre otros aciertos, logró fundar el Departamento de Estudios Puertorriqueños de ese colegio.
Dylcia recuerda, con admirable precisión de fechas y hechos, haber participado “en cuanta demostración había en Nueva York” organizada por el Movimiento Pro Independencia (MPI); los Young Lords -organización de jóvenes nacidos en Estados Unidos de padres puertorriqueños- y en actividades de la comunidad.
Este compromiso y su incursión en el mundo de la producción televisiva la llevó a organizar el Puerto Rican Media and Education Council, para exigir programas de televisión que reflejaran la realidad de la comunidad puertorriqueña. El resultado fue Realidades, a través del Public Broadcasting System (PBS), Canal 13, primer programa de televisión que reflejaba la vida de los puertorriqueños en Nueva York. Al año, ese programa pasó a ser nacional, proyectándose de costa a costa en EE UU.
En su vida profesional fue pionera, abriendo camino donde no lo había. Así, produce para Manhattan Cable el programa bilingüe La Voz de la Comunidad, cuya promoción graba en su propio Barrio puertorriqueño. De Nueva York se traslada a Boston donde produce el programa Infinity Factor, dirigido a estudiantes negros, puertorriqueños y mexicanos, asesorada por matemáticos del prestigioso Massachussetts Institute of Technology (MIT).
Regresa a Nueva York con una oferta como editora del diario El Tiempo, primer periódico diario bilingüe. Aquí su columna “Bochinche”, que se convierte en la más comentada de la prensa en español, la mantiene en contacto con la música y los artistas puertorriqueños. Luego se desempeña como maestra y junto al director musical (entonces en sus comienzos), Willie Colón, revolucionan la escuela. Durante ese verano Dylcia aprende del maestro que ofrecía clases de swahili, el cheche cole, música del folklore africano. Le insiste a Willie que le cante un cheche cole y logra así que naciera el famoso y sabroso ritmo que Willie creó utilizando ese mismo nombre: cheche cole.
En 1973 participaba en la organización de la gran marcha a Wáshington a favor de la liberación de los presos nacionalistas. “Como tenía mi columna Bochinche”, insinúa con picardía, “logré que 19 orquestas tocaran gratis en el Manhattan Center para recaudar fondos para la transportación. La actividad fue tan exitosa que se llevaron 63 guaguas desde Nueva York para la demostración en Wáshington”.
En el 1977 Dylcia se encuentra como productora en el Canal 2 de Nueva York (cadena CBS). Pero grandes acontecimientos la obligan a cancelar sus proyectos. Acaba de confirmar que está embarazada cuando, inesperadamente, en julio de 1978, arrestan a su esposo, William Morales, quien queda gravemente herido.
“Fueron nueve meses entre citas al Gran Jurado, visitas al hospital, persecución feroz y las obligadas lecturas de libros sobre el proceso de parto”, rememora sin el más mínimo resentimiento porque, a pesar de las complicaciones, “la solidaridad de los amigos y de los compañeros se intensificó. No quiero dejar fuera a la organización Mayo 19, compuesta por norteamericanas blancas que me brindaron todo su apoyo”.
Rememorando esos años, Dylcia cambia el semblante. En tono de voz bajo, raro en ella, narra cómo en los momentos de paz le hablaba al bebé que llevaba en sus entrañas. “Como si hubiese sido grande le decía y le repetía, ‘tienes que ser fuerte… tienes que ser fuerte porque tienes que sobrevivir’. Estoy segura que me escuchó”.
Guillermo Morales, hijo, nació el 16 de marzo del 1979. Un mes después las autoridades permitieron que lo llevara al hospital para que su padre lo viera… “pero no le permitieron que lo tocara, lo pudo ver a través de un cristal únicamente”.
Dylcia se ríe de las cosas que le ocurren, como el día que la dieron de alta del New York Hospital tras haber parido. “Cuando voy hacia la calle veo un contingente de periodistas; pienso ‘me van a interrogar’ y camino en dirección opuesta y de pronto descubro que la prensa estaba allí cubriendo la salida del hospital de la hija del ex-presidente Nixon, Tricia, que también acababa de tener un bebé. No paré de reírme y decía, ‘a mí nada más me pasa esto’”.
El 4 de abril de 1980, “a las 2:20 de la tarde en punto”, Dylcia es arrestada en Evanston, Illinois. “Los federales, estatales y municipales se pelearon los arrestados”, dice consciente de lo que significaban políticamente esos arrestos. “Ya se habían tomado las medidas para proteger a los niños. Había unos acuerdos. Por varios años no supe dónde se encontraba Guillermo. Tenía 13 meses en ese momento”.
El piso 24 del Tribunal se convirtió en su prisión, pero las terribles condiciones los obligaron a una huelga de hambre para exigir su traslado al Metropolitan Correction Center (MCC) de Chicago. Cuatro días tomó lograrlo. En este grupo se encontraban Lucy Rodríguez, Carmen Valentín, Luis Rosa, Alicia Rodríguez, Adolfo Matos, Carlos Alberto Torres, Elizam Escobar, Dylcia y el único del grupo que se convirtió, más tarde, en testigo de los fiscales, Alfredo Méndez.
“Durante el juicio nos mantenían encadenados totalmente”. Dylcia sonríe mientras lo cuenta porque su más grato recuerdo fue “ver siempre allí a la comunidad, sentir su apoyo, nunca nos dejaron solos. Al declararnos prisioneros de guerra, solamente hicimos dos intervenciones, al comienzo y al final del juicio. Aprovechamos el tiempo en denunciar la situación colonial de Puerto Rico, a favor de la independencia”.
Sentenciada a ocho años por delitos estatales y a 55 años por delitos federales, durante el primer año y medio de estar cumpliendo la enviaron a ocho prisiones localizadas en distintos estados. “Tal vez estaban haciendo estudios sobre conducta humana, o nos querían destruir psicológicamente o tal vez buscaban que nos convirtiéramos en sus informantes… pero nada les funcionó”, aunque las ofertas no cesaban.
Cuando lo consideró apropiado, Dylcia pidió ver a su hijo. “Fue el momento más maravilloso de mi vida, no hizo nada más que entrar a la prisión y sabía que era mi hijo. Tenía 10 años y a los 15 se mudó a California para visitarme semanalmente”. La solidaridad por parte de otros compañeros no tuvo límites y en este caso una compañera de Nueva York, Ana María, dejó todo atrás y se mudó a California para atender a Guillermo. “Mi hijo es lo que siempre soñé. Todavía queda un vacío bien grande que espero podamos llenar ahora. Lo que ha vivido no ha sido fácil para él”, casi murmura sin que medien preguntas, que serían imprudentes.
Dylcia llevó a prisión la fortaleza que la caracteriza. Algunos guardias penales no podían entender esa fuerza y en ocasiones intentaron desarmarla psicológicamente. Utilizaba entonces el lenguaje más correcto, la dicción más perfecta y con la cabeza en alto, ripostaba: “Recuerde que estoy aquí porque soy una prisionera política puertorriqueña, no tengo problemas en hacer las tareas que usted me asigne porque eso no afectará mi dignidad”. Quedaba así desarmado el imbécil de turno, incapaz de entender el poder de las convicciones y los compromisos políticos.
Contrario a estas experiencias negativas, Dylcia nunca olvidará aquella supervisora negra que “al principio se negó a dar permiso para que el grupo (Carmen Valentín, Dylcia y las hermanas Rodríguez, que compartían la misma prisión) se reuniera con Lolita Lebrón. Solamente permitiría a dos y serían seleccionadas por sorteo. Nos habíamos resignado”. Sin embargo, el día de la visita la supervisora les dice: “‘Prepárense, todas se van a reunir con Lolita, no puedo privarlas de compartir con una heroína puertorriqueña’. Y nos reunimos con Lolita… ¡por cuatro horas!”
“Lo más terrible de la prisión era no poder estar con mi hijo y estar controlada por gente que uno sabía que tenía menos dignidad que uno”. Ante esa realidad, el espíritu creativo de Dylcia creció durante esas dos décadas para desarrollar proyectos educativos de gran impacto para una población penal con 70 por ciento de mujeres hispanas. Organizaba grupos de teatro, conmemoraba cuanto día le era permitido, como el “día de los niños” que celebraba disfrutándose los hijos de otras reclusas y con Antonio, el hijo de Carmen Valentín, porque el suyo estaba lejos. Las olimpiadas especiales para niños con retardación fue otra de sus actividades favoritas.
Los administradores no salían de su asombro cada vez que Dylcia les presentaba una propuesta. Esta vez logró organizar una exposición de arte en la que incluyó 19 categorías, seleccionó un jurado de la comunidad circundante y montó todas las obras creadas por las reclusas. “Estas actividades eran muy importantes por muchas razones: te permitían relacionarte con otras personas, eran momentos de recreación y entretenimiento y además las reclusas recaudaban dinero, que es muy necesario en la cárcel. Mucha gente pensará que si estás en prisión no necesitas dinero y no es así. Allí todo se vende, si tomas un curso de cerámica tienes que pagar por los materiales; para poder comer, tienes que comprar comida porque la que te dan no sirve y para mantener contacto con el exterior por medio del teléfono tienes que pagar por las llamadas, no te permiten llamar con cargos”, explica.
Dylcia nunca pensó que moriría en la cárcel. Siempre se mantuvo en contacto con Puerto Rico y con compañeros de otros estados que le informaban sobre las campañas a favor de su excarcelación. Asegura que a principios del 1999 presintió que se acercaba la hora de su salida. “Noté que el apoyo trascendía, que había más unidad entre los diferentes sectores del pueblo. Esto me llevó a preguntarme -¿cuándo el Presidente irá a firmar, cuándo se va a dar esto? Inmediatamente recapacité. Me tuve que desprender de esos pensamientos porque de lo contrario la ansiedad me hubiese matado. Sencillamente continué inventando y organizando actividades, las pocas que ahora permiten”.
Un buen día, al llegar a la comisaría encontró “que las mujeres estaban revueltas”. Seguidamente le dieron la noticia: el Presidente había firmado la excarcelación. “Corrí, aunque estaba prohibido correr en prisión, hasta donde se encontraban mis demás compañeras. De pronto nos llaman por los altoparlantes. Cuando caminamos hacia la oficina, las confinadas, que se habían congregado a ambos lados del pasillo, gritaban ‘libertad, libertad’. Fue sumamente emocionante”.
El 7 de septiembre, a la 1:30 de la tarde, el mismo día que el ex-presidente Jimmy Carter le conmutó la sentencia a los patriotas nacionalistas, el presidente Clinton firmó la excarcelación de once de los 16 prisioneros políticos.
“Si existía alguna duda de si éramos o no prisioneros políticos, ese día el Departamento de Justicia lo confirmó. ¿Desde cuándo ese Departamento permite a unos presos, que se encuentran en prisiones a lo largo del país, discutir entre sí la aceptación o el rechazo de una clemencia ejecutiva? Estuvimos negociando por varios días y el Departamento de Justicia sabía que era una negociación política y proveyó los medios para que se hiciera”, explica Dylcia.
“El momento más emocionante fue al escuchar voces que hacía 20 años no escuchábamos. Esa primera conversación provocó llanto, mucho llanto… pero luego se hizo un análisis político muy cuidadoso. Los compañeros que se quedaron fueron los que nos convencieron de que lo más correcto era aceptar las condiciones. El respeto que le teníamos se creció ante el análisis político que hicieron, la valentía de sus palabras y el apoyo que nos ofrecieron”. La petición del congresista Luis Gutiérrez para que aceptaran las condiciones fue determinante en el análisis que siguió a la oferta del Presidente.
Escoger a Puerto Rico como el lugar donde pasaría los años de su probatoria, que suman nueve, no fue difícil para Dylcia. “Siempre quise venir a vivir aquí y llegó el momento oportuno. Las muestras de cariño no tienen límites… en apenas dos meses me adapté a vivir aquí. Sólo me falta organizarme a nivel personal, tener mi casa, el lugar donde mi hijo Guillermo pueda llegar cuando quiera, y comenzar a trabajar en producción de televisión, que es lo que me gusta y sé hacer”.
Las muestras de cariño no cesan. Diariamente, alguien se le acerca para manifestarle respeto y admiración. No empece, siempre existe una instancia en que, por alguna razón inexplicable, esa manifestación de amor se te graba. Dylcia comparte su momento: “Me encontraba desayunando en un restaurante pequeño en Dorado junto a María y Luis Alberto. Decido comprar pan y cuando camino hasta la panadería me encuentro con esta jovencita como de 18 años que se detiene, me mira fijamente y balbucea temblorosa… usted es… usted …es -sí, yo soy- La joven suelta el pan y me abraza, y abrazadas lloramos juntas un rato. No nos dijimos nada. Me parecía tener a mi hija en mis brazos, fue un momento de gran emoción; lo que hubo fue un intercambio de corazones, jamás olvidaré a esa jovencita”.
Un taco en la garganta me obliga a reprimirme para no repetir la escena. Dylcia aprovecha la pausa para una petición muy especial:
“Le pido a mi gente que no se olviden de los compañeros y las compañeras que quedan en prisión. Hay dos compañeras norteamericanas blancas encarceladas por razones políticas que no quiero olvidar porque son parte de nuestra lucha: Linda Evans y Marilyn Buck. Se debe recoger dinero y enviárselo porque la vida allí es costosa. Me alegra sobremanera la forma en que hemos celebrado nuestra llegada, pero tenemos que unir fuerzas e intensificar la lucha. Hay mucho trabajo que hacer. Sí, espero poder ver la independencia; si no yo, mi hijo la verá. Pero me siento feliz porque, como dijo Juan Antonio Corretjer, al luchar por la independencia de Puerto Rico ya somos libres”.
Publicada en CLARIDAD del 2-8 de noviembre de 1999