EDITORIAL: Una historia de racismo mortal

 

 

El racismo mortal es parte de la historia de Estados Unidos, desde los tiempos de las trece colonias, cuando la esclavitud- un sistema económico basado en la compra, apropiación e intercambio de personas como si fuesen mercancías- fue la base que permitió el desarrollo acelerado de la nación en ciernes. Desde África llegaban los barcos a Chesapeake Bay, el enorme estuario que bordea los estados de Maryland y Virginia, el cual  fue el principal puerto de entrada de esclavos al pujante territorio americano.

Una vez librada la guerra de independencia, y cortados los lazos de sujeción al reino británico, la esclavitud siguió vigente en gran parte de la nueva república de Estados Unidos de América. Por eso se dice que la célebre frase atribuida a Thomas Jefferson en la Declaración de Independencia- el documento fundacional de la república- afirmando que “todos los hombres han sido creados iguales”, no se refirió nunca a los esclavos negros. Jefferson, uno de los más celebrados entre los “padres fundadores” y tercer presidente de Estados Unidos, fue un connotado esclavista cuyo historial de explotación, abuso,  decepción e hipocresía aún confunde y sorprende a historiadores y legos.

Pronto en el desarrollo de la nueva nación el régimen esclavista se convirtió en un enconado foco de división entre los incipientes estados. Pasarían 90 años y la nación confrontaría el saldo traumático de una Guerra Civil (1861-1865), para que finalmente se prohibiera el oprobioso régimen. Sobre ese telón de fondo se inscribe el asesinato del afronorteamericano George Floyd por un policía blanco en Minneapolis, Minnesota la semana pasada, y las protestas masivas que desde entonces han sacudido a ciudades importantes de Estados Unidos. Miles de ciudadanos, particularmente jóvenes, se han conmocionado por la realización de que el odio racial sigue siendo una lacra profunda en el corazón de su país, incluyendo la que consideran como una de sus ciudades más “liberales”.

George Floyd es la más reciente víctima de esta larga y mortal historia de racismo, que tiene uno de sus núcleos más recalcitrantes entre las fuerzas policíacas en Estados Unidos, mayoritariamente integradas por hombres blancos. Antes que él, Michael Brown en Ferguson, Missouri (2014); Eric Garner en la ciudad de Nueva York (2014); Tamir Rice, un niño de sólo 12 años, en Cleveland, Ohio (2014) y Freddie Gray, en Baltimore, Maryland (2015), fueron los más recientes y notorios casos de afronorteamericanos asesinados por agentes de las llamadas fuerzas de ley y orden. En todos estos casos se desbordó también la indignación popular,  con sucesos similares a los que se viven hoy tras el asesinato de George Floyd.

El racismo sistémico es uno de los peores crímenes sociales en la historia de Estados Unidos, que vive y persiste hoy como antes. Es lo que mantuvo, hasta la década de los años 60 del siglo 20, el humillante y cruel sistema de segregación racial en el sur de Estados Unidos. Fue el combustible que avivó la creación de una gama de organizaciones criminales, propulsoras de la supremacía blanca, y ejemplificadas por el notorio Ku Klux Klan, que bajo un manto de impunidad y, en ocasiones, de amparo oficial, perpetraron crímenes tan viles como linchamientos, asesinatos, violaciones de mujeres e incendios de iglesias, escuelas, residencias y comunidades de afronorteamericanos. En el Civil Rights Memorial Center en Montgomery, Alabama se registra la memoria de los mártires del movimiento de derechos civiles, más de 40 hombres, mujeres, niños y niñas asesinados por el Ku Klux Klan entre 1954 y 1968 en sucesos relacionados con la lucha por derechos tan obvios como votar por sus gobernantes, reunirse libremente en asamblea o ir a la escuela y la universidad. Ese racismo sistémico e irracional seguramente anidó también en los asesinos de Malcolm X y Martin Luther King, los dos pilares más grandes y fuertes de esa heroica lucha por los derechos civiles y humanos de su gente.

El racismo sistémico permea aún a todos los niveles de la sociedad estadounidense, manifestándose también en la enorme brecha de desigualdad económica y social que existe en dicho país; en los discrímenes y políticas de exclusión no solo hacia los negros sino también hacia los  inmigrantes de otras razas y culturas, los  indígenas nativos de Estados Unidos, las mujeres y los grupos LGBTTQI. También se manifiesta en los altos índices de pobreza y en la escasez de oportunidades y alternativas de estudio, empleo y movilidad social entre estos sectores. No es casualidad entonces que en estos grupos victimizados por el racismo sistémico esté la mayoría de las personas arrestadas y encarceladas, de los desertores y fracasados escolares, de los menos saludables y peor nutridos, de las personas sin techo, y en este particular momento, de los enfermos y fallecidos a causa del COVID 19.

En medio de la vorágine de acontecimientos que aturden y estremecen, el asesinato horrible y absurdo de George Floyd trae a primer plano la naturaleza mortal del racismo sistémico y las consecuencias nefastas de dejarlo crecer.

 

 

 

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