El alemán de «El Limón»

 

Especial para En Rojo

Doña Sobeida nos recibe en su parqueo. Un letrero pintado en letras irregulares anuncia que cuesta 500 pesos, un precio que en la capital no se atreverían a cobrar. Estamos en El Limón, paraje de la provincia de Samaná. Su parqueo es un lote de tierra aplanada, al lado de la carretera. Después nos enteramos de que esta entrada a El Limón, muy visible desde la carretera no era la mas cercana, ni la mas conveniente para el acceso a la famosa cascada. Doña Sobeida tiene la cara franca y amable, y un trato de reina acostumbrada a negociar con el imperio turco. Nos informa que al regreso podremos comprarle cacao, café y ron local. La aldea es pequeña pero no tanto como aparentaba desde la carretera, con esas lindas casitas pintadas de colores brillantes, muchas que todavía tienen ornamentadas rejillas de madera en la entrada. La zona es de verde de esperanza, montañosa y de árboles grandes, bajo cuya sombra se dan el mejor café y el cacao del mundo. Hay arbustos de esos en cada patio,y flores por todas partes. Vamos caminando y un hermoso burro con la crin trenzada nos observa tranquilamente.

Nos pasan hombres a caballo, yendo de ida y de regreso a la ruta de la cascada. Un hombre maduro intercambia saludos desde su caballo con una muchacha sentada frente a su casa compartiendo comida de un recipiente plástico con sus hijos pequeños. Te ves muy bien, que te aproveche… Tenga Ud. un buen día…Muchas gracias…Nos vemos pronto… Salúdeme a la prima.

¿Cuándo tiempo para llegar a la cascada? Les preguntamos a unas jóvenes sentadas a una mesita al borde del camino. Nos saludan y nos explican que son de una cooperativa de mujeres, auspiciadas por microcrédito y por no sé qué ONG. Nos cuentan que están tratando de desarrollar para venta productos del paraje, y nos invitan a probar sus mermeladas. Quedamos en que a la vuelta del paseo nos pararíamos, y le preguntamos que cuál era el mejor camino. Las mujeres llaman a un joven montado, y le pasan la pregunta. “Mejor vayan en caballo, yo se los consigo”. Lo miramos inciertos: hace veinticinco años que no monto a caballo, mi mamá cincuenta, y mi marido, solo Dios y la Virgen de la Altagracia sabrán. “¿Cuánto tiempo toma andando?”, preguntamos. “Depende. Media hora. O cuarenta minutos. Depende, por supuesto, de la persona.” Un paseo de cuarenta minutos, intercalando descansos estratégicos parecía quedar mas dentro de nuestras maduras posibilidades que subir trotando a la loma. Nos dio indicaciones y tomamos un camino de bajada al río, después de pagar la entrada al guardia del parque nacional en un quiosquito del gobierno. El camino al río era de piedra y de lodo, jugosamente amalgamado con excremento por las lluvias y los cascos de las mulas y los caballos. Mamá, que nunca dice malas palabras, comentó quietamente: “Nunca había visto tanta mierda junta”. Yo me volteé a mirarla; sonaba como si estuviera hablando del gobierno. Un laborioso descenso nos llevó al río, una maravilla de agua cristalina, resplandeciendo azulosa bajo la sombra de los enormes árboles. En el río, una niña le lavaba amorosamente el pelo a su hermanita pequeña. El cuadro era tierno, profundo, y bendecido con la fragancia pura del verde de la montaña, olor a ozono y a bondad, tan diferente del aire de la ciudad, o del camino apestoso que acabábamos de bajar. Habíamos tardado veinte minutos en llegar al cruce del río, y este era el primero de tres que había que pasar. Aún suponiendo que mamá lograra cruzar a la otra orilla, el siguiente camino tenía una subida mas empinada que acabábamos de bajar. Así captamos que los treinta o cuarenta minutos anunciados eran a caballo, no a pie, y decidimos que hoy no era el día de ver la cascada.

Volvimos por un murito al margen de la ruta, donde el barro estaba mas ligero. A la salida del parque, justo antes de llegar a la casa del burrito, nos detuvo un turista alemán con cara de desesperado para pedirnos cambio para un billete de mil pesos. No teníamos suficiente, nos encogimos de hombros, lo sentimos, dijimos y seguimos de largo.

Lejos ya del alemán, hicimos la parada prometida donde las damas de la cooperativa de mujeres. Los productos incluían una novedosa mermelada de café, que resultó ser una pasta cremosa y azucarada, un poco como el dulce de leche argentino, pero con fragancia y sabor a café del bueno. Mi marido la prueba y abre los ojos, y pide comprar dos potes. Le informaron que no están a la venta, pero que uno puede aportar una donación. Calculamos el precio de dos tarros de nutella en pesos, y un chin mas, y pusimos el dinero con la certidumbre de que, si este manjar se diera a conocer, las damas de la cooperativa no tendrían tiempo de estar sentadas en el portal de sus casitas, tan ocupadas estarían con su producción industrial. “Muchas gracias”, aceptó sobriamente la que hablaba por todas. “Es un placer tratar con personas decentes, no como algunos turistas groseros que a veces pasan por aquí, que no saben como comportarse con la gente».

Mamá estaba cansada, y le ofrecieron una silla para que esperara en lo que mi marido subía a donde doña Sobeida a buscar el carro. El alemán aquél del billete de mil se nos acercó a la mesita. Nuestra anfitriona cambió de actitud instantáneamente, de amable bienvenida a un ánimo glacial, y con la mano le hizo gesto de despacharlo. “No se qué se creen algunos. No compran nada, te piden un favor y se atreven a insultarte. Habrán tenido trato con algún ladrón, pero no hay que hablarle así a cualquiera.” El alemán le había pedido cambio para mil pesos, ella había tomado el billete para ir a buscar cambio dentro de la casa, y el hombre le voceó que no se saliera de su vista con su dinero. La mujer, ofendida, le había devuelto el billete, y se negó a tratar más con él. Como seguía mirándonos de lejos le dijo en voz alta, con un tono como el filo de una navaja, que había una banca local a tres quilómetros, por la carretera para Terrenas, y que en ese establecimiento le podrían cambiar su trapo de billete.

Mi marido volvió después de un largo rato. Doña Sobeida lo había entretenido, tratando de venderle todos sus productos, y contándole de la vida en el paraje de “El Limón”. Le explicó que a los guías que ofrecían el paso hasta la cascada, los dueños de los caballos no le daban nada de la tarifa cobrada, y que dependían por completo de las propinas. De regreso, subiendo y bajando en ese camino de lomas esmeralda, vimos de nuevo al alemán, caminando por el lado de la carretera, sudando bajo el sol tropical. Al día siguiente nos lo volvimos a encontrar, esta vez en un restaurante en la playa donde le habrán cobrado los mismos mil pesos por dos o tres tragos. Mi marido se quedó pensando. “La gente es rara. Ese tipo no entendió cómo había insultado a esa mujer. Vio mil, un número grande, y entre el miedo y la codicia no se le ocurrió calcular que el billete  que le había pasado no representaba ni doce euros. ¿Cómo sabe uno si confiar o desconfiar? Algunos se acercan al otro con aprensión y sin respeto, cuando se gana mas al hacerlo con alegría y curiosidad.” Con los cinco sentidos despiertos, y el alma dispuesta, sentimos la tranquilidad del burro, escuchamos el diálogo con el airoso vecino a caballo, aspiramos la dulce humedad del río, contemplamos el ritual del lavado de cabeza, y se nos endulza lentamente el paladar con el sabor de la mermelada de café.

 

 

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