El espejo de Daytona Beach

1.

Tal vez lo mejor que le puede pasar a una ciudad es dejar de importarle al capital desarrollista. Fuera de la famosa pista y sus alrededores, Daytona parece haber corrido con esa suerte. Una ciudad por lo demás detenida en el tiempo, cuyas casas y avenidas aún conservan estéticas del lujo de mediados del siglo pasado y cuya famosa playa ahora ocupa un rol secundario en la historia que hoy protagoniza el Daytona Speedway, hogar de las 500 de Daytona, máxima competencia del circuito estadounidense.

2.

Las obras de construcción de la pista comenzaron apenas un año después de que el presidente Eisenhower firmara el Federal-Aid Highway Act de 1956, que dio paso a la consolidación de la red de autopistas que hoy atraviesa los Estados Unidos. La ley desplazó a miles y no estuvo libre de controversias. A la vez, el entramado de vías disparó la popularidad del automóvil y los roadtrips como medio para el vacacionismo, parte del imaginario de progreso promulgado por la mercadotecnia como identidad de clase.

Para fines de los sesenta, Estados Unidos era un país sobre ruedas. Ford, Chrysler y General Motors representaban un 85% de las ventas de autos en el país. La nación era el principal fabricante de autos del mundo y muy pronto nombres como Corvette, Mustang y Camaro se convertirían en más que modelos de carros: hitos de las estéticas y aspiraciones de los estadounidenses.

3.

Entre los años setenta y ochenta, las agencias de mercadeo al servicio de los intereses de la zona intentaron promocionar la franja de mar de Daytona Beach como la “Fun Coast”. Sin embargo, la ciudad no logró retener el interés de suficientes vacacionistas como para invitar futuros desarrollos. La zona de la playa es, por ello, una cápsula de tiempo de lo que fue en algún momento un creciente resort town.

Vestigios de aquellos tiempos aún adornan la ciudad. Moteles con arcos de neón y cuatro autos esparcidos en un estacionamiento diseñado para cientos de carros. Figuras tiki, antorchas de bambú, y un moai de ojos rojos. Destellos de diseños space age en los pórticos de hoteles. Curvas y líneas que conforman la grafía arquitectónica de aquel tiempo en que el futuro prometía cohetes que algún día llevarían familias a vacacionar a Marte.

Tiendas de souvenirs cuelgan tras sus vidrios vistosas toallas con lagartos con gafas y chicas en bikini. En los cristales de las tiendas, caligrafías en rosa y verde neón anuncian descuentos. “Real live turtles and hermit crabs” complementan la oferta. Más abajo, en el mini golf, caricaturas de una jungla, compuesta de elementos tanto de África, Polinesia, y América del Sur, decoran los cursos. En su entrada, pequeños caimanes se asolean bajo lámparas rojas, amontonados unos sobre otros. Al parecer, las marcas más recientes en la oferta comercial de la ciudad aterrizan en los visuales típicos del principio de los noventa. En todas partes, el susurro de la brisa marina es lo único que se escucha. En el corazón de Daytona, un viernes a las nueve de la noche, el condado de Volusia duerme.

4.

Vamos por comida. De regreso, un solitario peatón cruza el largo del Broadway, uno de los cuatro puentes sobre el río Halifax que alcanzamos a ver desde la casa, conectando el embarcadero donde se asienta la playa y la casa que hemos alquilado. Los carriles del tramo de North Atlantic Avenue están vacíos. Las calles, al parecer, están solo para nosotros.

Paramos en el Seven. Compramos Icees. Mientras hablamos afuera, sin plan de nada más, cuento los intervalos del tránsito con el cronómetro de mi teléfono. Quince, seis, nueve minutos separan el paso entre un carro y el siguiente. “Se siente como película de zombies, ¿verdad?”, me dice Jova, como si supiera lo que hago. “Bien cabrón”, le contesto. “Tal vez sea solo hoy”, dice Gaby, ahogado entre bocados de cheesecake. Su hipótesis será puesta a prueba en los próximos días. Acabados los refrigerios, comenzamos a caminar en dirección de la playa.

Luego de unos minutos de edificios consecutivos, logramos dar con un acceso. Un lote costero con avisos de propiedad privada nos sirve de paso. Estas lomas de arena y pastos hablan de una costa anterior a nuestras urgencias. De cómo el mar, con su fuerza, amontona las dunas. De cómo los pastos intervienen.

Pasados los edificios, las olas apenas suenan. El largo de la arena las desgasta sin embate. No chocan, solo ruedan hasta agotarse, sin más resistencia que el raspe de la arena. La compacta superficie de la playa yace a oscuras. Los lotes sin desarrollos entre los edificios crean una intermitencia casi rítmica de espacios donde la costa sobrevive.

Pienso, mientras caminamos, que el estado natural de playas como Isla Verde o Condado nos es desconocido a los nacidos a partir de los ochenta. Cuando llegamos a conciencia, ya estaba ocupado el litoral por todo tipo de construcciones. Sus paredes, los rompeolas, ya enfrentaban al deseo humano de ocupar el litoral con las fuerzas del océano. Imagino lo que fueron ciudades como San Juan o Miami antes de que el desarrollo reclamara cada metro cuadrado de costa para anclar sobre ellas espigas de apartamentos.

5.

Sábado en la noche y las luces en la playa son escasas. En ambas direcciones de la costa, el cielo se ilumina a la distancia con los brillos de New Smyrna y Ormond Beach. Pero Daytona, al menos hoy, es un paraje silente y oscuro. Pocos balcones muestran ocupación entre secuencias de múltiples edificios cerrados. Materiales de construcción yacen cubiertos por vegetación, dando la impresión de que en algún momento hubo intención de reconstruir.

 

6.

La alguna vez llamada “Spring Break Capital” y su “World’s Most Famous Beach” retratan la Florida de los ochenta, que primero visité allá cuando el Reino Mágico y Epcot aún eran los únicos parques del Walt Disney World Resort. Mucho ha cambiado el estado, más en los últimos años, cuando la demanda por residencias ha cambiado rápidamente la composición no solo de Orlando, sino de toda la Florida central.

En cada visita, las autopistas parecen estar en eterna expansión. Townhouses y lagos aparecen en el espacio de meses en lo que antes ocupaba un pinar. El influjo de nuevos residentes, la expansión de parques temáticos y la reubicación de corporaciones ha acelerado y alterado la composición de los pueblos. Ya no es extraño ver gran cantidad de boris en pueblos donde antes había muy pocos, como Deland y Poinciana.

En medio de esa aceleración, la sede de Nascar, casi como una ironía, se siente estática. Una parada de paso hacia otro lugar. La ciudad se interrumpe entre eventos: el Daytona 500, Biketoberfest, Welcome to Rockville, solo algunos de los eventos que, por el largo de un fin de semana, la ocupan. La pista y la disponibilidad de hoteles y apartamentos hacen del lugar un sitio ideal para eventos masivos, acomodando fácilmente el influjo de visitantes.

7.

Al lado de la casa que alquilamos, una chica joven va con su tabla de surf bajo el brazo, llevada por el jalón de su perro. Se detiene y nos saluda. La verdad, nos sorprende. Su piel bronceada resalta el azul claro de sus ojos. Me percato de que es la primera vez que converso con alguien en Florida que no sea parte de mi familia o amigo de mis amigos.

Me cuenta que los dueños de la casa que alquilamos se fueron a vivir con sus hijos a California. Dice que es un área tranquila, salvo si hay eventos, que le extrañó vernos llegar porque, por lo general, las personas prefieren quedarse más cerca del Speedway. Le pregunto de los edificios vacíos. Me cuenta que el gobierno de la ciudad, hace unos años, había tomado control de varias propiedades abandonadas, pero que luego no pasó nada.

Is there something fun to do around here?”, dice Gaby, interrumpiéndonos con la inclinación de coqueteo que hace siempre que se dirige a una chica. “Not really”, contesta ella sonriendo, “there’s a couple of bars closer to the speedway, but that’s across the river.” Jova prende un cigarrillo y le convida uno a ella mientras se despide: “See you around”, pero no la volveremos a ver por el resto de nuestra estancia.

8.

Domingo camino hasta la playa a despedirme del espacio. La marea está baja y pone la orilla aún más lejos que antes. Mis pies reconocen que esta arena no es del tipo que cubre las playas en Puerto Rico. Es una arena fina, uniforme y compacta. Grisácea, pegadiza y apenas coralina. La ausencia de palmeras y el registro del agua sobre la zona crean un gran espejo. En la distancia, los edificios parecen flotar sobre el mar.

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