El sueño en inglés de una playa del sur: Reseña de Octopus’s Garden

Escena de la obra. Foto: David Gasser

Por Juan R. Recondo/Especial para En Rojo

Mother: Poor José, your ancestors were a merman without a mermaid,

a sad and distant sleepwalker and a cannibal. […] Water the dead

and hope they bloom.

Arístides Vargas, Octopus’s Garden (Traducción de Aurora Lauzardo)

 

Elenco y amigas y amigos. Foto: David Gasser

Noté un dato que me pareció muy curioso. He abierto dos de mis reseñas de teatro para Claridad con la palabra “caminar” en mi intento de reconstruir varias experiencias teatrales en la ciudad de Nueva York. Diferente al cine, que es más claramente una máquina que proyecta sueños etéreos, el teatro es una realidad palpable que se abre ante nosotros. El lenguaje del teatro existe en tres dimensiones y reconstruye una actualidad encarnada en los cuerpos reales que actúan para el espectador. El teatro nunca es artificio, como muchos argumentan, sino otra dimensión que desafía nuestro entorno. Ante cualquier expresión teatral, usted es testigo de una explosión de presencia similar a los actos de protesta que clamaban por la renuncia del gobernador y que tendrán consecuencias reales en la política de la isla. Estos eventos crean pequeñas fisuras en nuestra dimensión. Es inevitable que mi “caminar” por la ciudad para llegar al teatro se entremezcle con esa realidad reconstruida en el espacio escénico. Ese es nuestro contrato con los artistas teatrales. Aceptaremos las leyes de su nuevo mundo y esperamos atestiguar cómo estas diversas realidades marcan nuestros ambientes.

La traducción al inglés de Jardín de pulpos, Octopus’s Garden, escrita por el dramaturgo argentino Arístides Vargas y traducida por Aurora Lauzardo, fue escenificada en el Target Margin Theater de Brooklyn por Teatro Caborca. El domingo, 14 de julio, caminé por las calles tranquilas de Sunset Park entre restaurantes y bodegas mexicanas para llegar al pequeño espacio que me transportaría a la orilla del mar. Javier González, el director del montaje, no nos ofrece una pacífica excursión playera, sino una redefinición del mar como un espacio donde el tiempo rehúsa la distinción entre pasado, presente y futuro. El mar es el Aleph donde los tiempos coexisten y donde todos los cuerpos encarnan un sinnúmero de personajes y criaturas marinas. De esta manera, presenciamos las vidas de José, su familia (padres, tíos y demás) y Antonia, entre otros. Estos personajes transitan por la historia de un país no identificado y enfrentan diversas realidades que incluyen el incesto, la frustración con la burocracia, la pobreza, la tortura y el asesinato apoyado por el estado, entre muchos otros. La obra propone que la historia es una colección de memorias que nunca cesan en su amenaza de impactar el presente y el futuro ya que los muertos (el pasado) insisten en permanecer junto a nosotros. En la obra, el espectador contempla la orilla de la playa y el constante regreso de las olas.

El texto de Vargas nos permite vivir la realidad de una familia y la nación que este grupo representa. No obstante, la traducción de Lauzardo trasciende una frontera lingüística y propone que la realidad latinoamericana va más allá del territorio que identificamos como América Latina. En inglés, la obra de Vargas es la orilla de esa gran playa que se extiende desde el cono sur hasta el Brooklyn que transité para llegar al teatro. La traducción magnífica de esta obra sobre la nación desafía el mito que una realidad latinoamericana se encierra en la jaula lingüística del español. Desafortunadamente, en el montaje hubo momentos en los cuales no se oían claramente los parlamentos. En otros, los actores declamaban las líneas a coro y era muy difícil entender lo que decían. Como espectador, me interesaba escuchar las texturas y colores de los diferentes acentos en inglés de los actores que le añadirían a la diversidad sonora del texto en traducción. Pero no siempre pudo ser así.

Sin embargo, Javier González tiene un dominio magnífico del lenguaje visual. Durante toda la obra me encontré más interesado en cómo González manifestaba sus ideas con poderosos golpes teatrales. En un momento, el personaje de José le dice a Antonia que están presenciando un amanecer. De inmediato, la parte de atrás del teatro se abrió como la puerta automática de un garaje y la luz del día iluminó gradualmente el espacio, creando así un momento mágico para el espectador. La combinación del diseño escénico a manos de Jian Jung y la iluminación de Jeanette Oi-Suk Yew transformaron efectivamente el interior de una estructura urbana nuyorkina en la orilla de esa playa del recuerdo. Las actores, que incluyeron a Brooke Bell, Laura Butler Rivera, Yan Christian Collazo, Tania Molina, Pedro Leopoldo Sánchez Tormes y David Skeist, también participaron activamente en esta transformación. Los vestuarios sencillos a manos de Cristina Fitch cubrían a cada actor en una cotidianeidad que estos desafiaban magistralmente con su lenguaje corporal. Los pulpos y sirenas que marchaban ante nosotros no estarían fuera de lugar esperando el tren en la estación más cercana. En una escena, una de las actrices, Yaraní del Valle Piñero (en este momento en el rol de la madre de José) fue arrastrada alrededor de todo el escenario y, acostada, dio un monólogo poderoso. Bajo la dirección de González, el cuerpo de la actriz estuvo en una constante metamorfosis entre el personaje humano que cuenta su historia y el anfibio que deja su marca en la arena de la playa de aquel teatro de Brooklyn.

Entre el 12 y el 21 de julio, Teatro Caborca representó un mar que nos narró la historia de una familia que se repite en diversas costas a través de nuestra América.

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