El umbral de Sofía

 

 

“Hallarse en un agujero, en el fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que sólo la escritura te salvará. No tener ningún argumento para el libro, ninguna idea de libro es encontrarse, delante de un libro. Una inmensidad vacía. Un libro posible. Delante de nada”.

Marguerite Duras, Escribir

 

Aún no encuentro la metáfora espacial perfecta para hablar del más reciente libro de Sofía Irene Cardona Colom, Todo pasa, publicado por Editora Educación Emergente. Ella construye su escritura recurriendo a la alegoría espacial desde la primera oración del libro: “A veces un libro es esto: un lugar, una esquina a la que va a parar el polvo, una lengua de arena adornada de sargazo, una gaveta, una página, una fantasmagoría que llega de madrugada.” (11), nos dice. Así, Cardona se suma a la gran tradición de escritoras y escritores que hacen del oficio de escribir un espacio, una habitación, un lugar de encuentro entre quien escribe y quien lee.

Es Virginia Woolf quien, quizás mejor que nadie, ha trabajado la metáfora espacial en su clásico A Room of One’s Own (1929), poderoso ensayo que recorre el tránsito del alter ego de la escritora por los espacios de la cultura inglesa-los predios de la universidad, la biblioteca, el salón de comer, el canon- para regalarnos la conclusión de que la habitación propia, con su silencio y su tiempo dedicado al oficio, es imprescindible para que una mujer escriba.

Sofía, por su parte, desde un lugar y tiempo remotos a Woolf, ha hecho suya la metáfora del espacio para proponer su escritura toda. Así lo leo desde los títulos de algunos de sus libros; su poemario La habitación oscura (2006), su colección de columnas Desde la quinta nube (2016) y Fuera del quicio (2007).

He visitado ese espacio de escritura. Me han invitado a pasar, me han servido café y vino en la mesa, me han conminado a la conversa en la sala de esa casa de escritura. Muchos de los textos que hoy nos presenta Sofía surgieron del estupendo taller de escritura que ha sido para nosotras la columna del semanario Claridad.  Una casa grande es ese taller, con puertas de pixeles por las que entramos y salimos, con ventanas a través de las que oteamos la escritura de las otras, con rincones y esquinas filosas que nos obligan a la reflexión y confrontación de pensares, decires y formas de articular lo que vemos, sentimos y sufrimos.

Pero una cosa es leer una columna cada mes y otra, muy diferente, es leer esos textos reescritos, perfeccionados, aunados y dispuestos para que su significado se densifique. A esa tendencia a la intensidad, al regodeo en la palabra, a esa espesura del lenguaje a la que llama el libro Todo pasa quisiera nombrarla poesía. Y pienso en Gabriel Celaya, en sus palabras cargadas de futuro, y vuelvo a Sofía quien atraviesa su cotidianidad con la escritura. La poeta sobrepasa a la columnista, digo yo, en su interés de significar su día a día, en su propósito de superar la dispersión, la tristeza, la muerte, el dolor, la nostalgia y el olvido en la escritura.

Aquí, su amiga pesimista se conmueve ante el talante del Yo de estos textos que se levanta todas las mañanas con café en mano, y en compañía de su gata Bengala, a luchar una y otra y otra y otra vez con las palabras. La página o, mejor dicho, la pantalla de su computadora se le vuelve un campo de batalla a esa escritora y sus alter egos. Y no siempre ese lugar es un locus amoenus pues la pantalla es también espejo que agranda, deforma o precisa aquello que no solemos o queremos ver.

A veces los lectores son injustos, creen en la escritura automática, apuestan por la aparición de las musas, confían en los trances de palabras. Pero cualquiera que haya intentado escribir sabe de la dificultad de la empresa. ¿Acaso no es así como Thomas Mann definió al escritor?: aquel para quien escribir es siempre más difícil. O como describió jocosamente Oscar Wilde su escena de escritura (con la que me identifico totalmente): “He escrito todo el día. Por la mañana puse una palabra y por la tarde la quité.”

Es obstinada esta amiga escritora. Abjura de la vagancia como creyente de la religión del lenguaje, insiste en burlar la angustia de escribir. Parecería banal, nimio, inconsecuente, pero el acto físico de levantarse y aperturar el espacio de la escritura todos los días es una zaga de voluntad, disciplina y esperanza. Escribir es un acto de fe, créanme, es muy fácil convencerse de la futilidad de la faena; ¿Para qué escribir? Así comienza el lamento borincano de los escribientes, y continúa: si no merece la pena, es un voto de pobreza, total, no digo nada nuevo, ya lo han dicho tantos, no hay suficientes editoriales, y no pensemos en la distribución, y el colmo es que nadie lee en este país. Podría estar horas rezando la letanía de los incrédulos. Sofía, por el contrario, desafía al cuerpo y al desorden habitual de las cosas que trágicamente ya hemos naturalizado: el ruido, la universidad, el país y sus trampas. Le gana a la desidia, “al diablo errante de la melancolía”, como la llama, porque escribir es su tabla de salvación, su página-salvavidas.

Enternece la valiente honestidad de esa sujeta de escritura, nunca mejor dicho -sujetada a la escritura- en su proeza diaria. Todo pasa es una reflexión extendida sobre la escritura y el arte de escribir. El libro trata del pasar por la casa de la escritura, de donde sale airosa.

Dividido en cinco partes (Escribo, Cuerpos, Resacas, La brega: crónicas pandémicas y Todo pasa) y con bellísimos prólogo y epílogo, el libro nos asoma a la tristeza, dolor y alegría de la cotidianidad de la poeta y narradora. Así leemos sobre su lucha con la acedia y la procrastinación, sobre sus rituales de escritura, sus viajes, la caducidad del cuerpo, la enfermedad, la muerte y el duelo por ‘su muerto’. Repasamos con Sofía una verdad simple y rotunda: “el cuerpo no es un asunto secundario cuando se habla de felicidad,” como bien ha señalado Bifo. Como leer es una hermosa y paciente forma de escuchar, la acompañamos por los corredores del hospital cuando cuida a “su muerto” o se siente extraña en su propio cuerpo.

En otras columnas, explora el peso de aquellas pequeñas cosas que nos provocan resacas emocionales. Esos objetos inoportunos, esos almacenes de memorias como son los papelitos de notas, la ropa y los ganchos, que nos sumergen en la falta de los queridos. La narradora afanosa los combate “sacando la muerte de su casa”, “para salir más livianita por ahí”. O, por el contrario, también acontece el tiempo de las bellas experiencias medidas en attosegundos. Porque sabe que lo grande se encuentra en lo pequeño, Sofía escribe odas a la solidaria gata, a la silla, a los juegos de luces del atardecer que le regala la terraza de su apartamento. También la columnista escribe sobre la nueva cotidianidad que nos impuso la pandemia del Coronavirus con sus implicaciones en la educación y las nuevas e imposibles formas de vincularnos sin el cuerpo.

Comentario aparte merece la inclusión de esas fotos familiares que desgarran por su calidad de evanescencia. Aportan una callada, pero elocuente historia familiar en las imágenes en blanco y negro de los rincones favoritos de esta casa de escritura: Carlos, Irene, Esteban y la propia Sofía. Todo ha pasado, todo se ha ido: los cuerpos que aparecen en las fotos ya no están, se los ha llevado la muerte o los ha transformado el tiempo. Al final, cuando el cuerpo traicione, venza o lleve a descansar, lo único que quedará de nuestra existencia serán las memorias en los otros. Sofía se asegura de recordar a lo extinguible en el aquí, en este lugar del todavía.

No me malinterpreten, esta reunión de sentires no tiene tono lacrimoso. Aquí el dolor se nombra con valor; la muerte y la enfermedad se soban como destino humano, trágico, pero humano e ineludible. Quien escribe lo hace como quien ha tocado fondo algunos días y se sacude del dolor como de un aguacero. Cuesta sacudirse, pero qué viva está la página-salvavidas.

Mientras atravesaba los corredores de este edificio que es el libro, pensaba en lo poblado de imágenes arquitectónicas que está el ámbito de la escritura, con sus zapatas, columnas, estructuras, bloques, puentes, zaguanes y cuartos propios. Por un momento creí que la palabra pasillo, al que alude el título Todo pasa, sería la justa metáfora para hablar de estos textos (y de hecho, habría que pensar en el título de otro libro de Sofía junto a Mari Mari, No pasa nada). Sin embargo, se me antoja pensar que umbral es la imagen exacta para un libro que se piensa en el tráfico, en el pasar, en el entre de tantas fronteras: adentro/afuera, pantalla de computadora/realidad, pasado/futuro, enfermedad/salud, vida/muerte. También pensaba en el sentido que tiene el vocablo umbral como punto de inicio de algo, como eje de tránsito a otro estado.

El umbral se da en el tiempo del aquí, del aún. Sobre él filosofó la española María Zambrano: “Hay un instante de tránsito que es el todavía…la duración, resonancia de este tiempo fluido que parece remansarse antes de estancarse. Porque es el tiempo, las diferentes maneras como es sentido y vivido, lo que marca las diferentes situaciones de la vida humana…”

No hay que tenerle miedo a la escritura, nos dice Sofía. Y si a veces se muestra temerosa de la tristeza y el olvido en su sigiloso movimiento felino por la escritura, sabe, que este espacio “nuevo y desconocido” que es la página, será el umbral para el gozo, allá al que se empeña en llegar.

Entonces voy corriendo a su poemario, La habitación oscura, y leo:

A un tiro de la sombra, crece la luz.
Divaga entretenida al umbral de las salidas.
Allá asoma su frente, su perfil,
La nuca adormecida en donde roza
Anunciando sus líneas, sus imágenes,
La habitación de un pájaro de fuego.

 

 

 

 

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