Nadie me había asignado tareas específicas en la protesta del Primero de Mayo, más allá de las que la experiencia de tantos años de lucha me autoimpuso. Comoquiera, cojo como estaba y con un pie muy adolorido, tenía bastante menos movilidad de la acostumbrada, que realmente nunca ha sido mucha. Tras despedirme de algunos compas periodistas, que también estaban recogiendo sus bártulos, procedí a retirarme (eso pensaba).
No se qué o quiénes provocaron el tumulto, que comenzó cerca de las cuatro de la tarde. Ahora puedo reconocer que resultó horrible la sugerencia de guarecernos en la estación del Tren Urbano de la Roosevelt, cuyo acceso fue totalmente desorganizado y por lo que no nos cobraron, pues los trabajadores del tren estaban fuera de sus posiciones y se movían sin orden de lado a lado. De pronto, al cerrar abruptamente el portón de la estación, a mis espaldas sonó un ruido estruendoso. Jamás pensamos que tirarían gases con tanta gente adentro.
Lo próximo fue la primera tanda de gases lacrimógenos que nos lanzaron policías que aparentaban tratar de rodear a un grupo de encapuchados, aunque nosotros ya estábamos dentro de la estación y ni siquiera de acuerdo con sus teorías conspirativas, no teníamos hacia dónde escapar, nadie a quién hacer daño o propiedad que destruir.
De forma desorganizada, pero con mucho cuidado comenzamos a subir las escaleras (no tenía idea que fueran tan altas), hasta el andén donde se detiene el tren, mientras nos lanzaban la segunda, tercera y cuarta andanada. Según nos fueron tirando los gases, la subida se tornó caótica. Lo único que le daba algún orden era el ancho de las propias escaleras lo que limitaba los espacios. Los gritos de l@s compas aumentaban, tanto en cantidad como en lo desgarradores de los mismos. El objetivo de todos era llegar arriba a cómo diera lugar.
Hermosas historias de solidaridad
Del mismo modo que la compañera Daniela Negrón describe que la ayudé, yo fui socorrido en varias ocasiones por compañer@s -a los que tampoco conocía-, que estaban mejor preparados con remedios caseros contra los gases.
Al ver vídeos y fotos y reconstruir con los testimonios de algun@s de esos compas, fue que pude apreciar en toda su magnitud la belleza del comportamiento solidario surgido espontáneamente.
“Al suelo”, gritaba un compa cada vez que se “sentía” una nueva tanda de gases, ya fuera por el sonido o por el color y olor que impregnaban el aire. Su teoría era que los gases flotaban más alto, pues pesaban menos.
Una muchachita que no medía cinco pies, ni pesaba cien libras, era una especie de “dirigente” de algo que funcionaba como un grupo de “servicios médicos de primera ayuda”, muy bien equipada, por cierto.
Por su parte, un chamaco con acné en el rostro, más alto y corpulento que yo, iba echándole su brebaje casero en el rostro a quien lo necesitara. Nadie lo cuestionó y ni siquiera preguntó los componentes de su líquido mágico.
También captó mi atención ver a una compañera echarle vinagre en el rostro a una señora, –posiblemente mayor que yo– que estóicamente y sin siquiera gritar, había recibido gases directamente en su rostro.
Por la razón que fuera, el abuso policíaco se concentró contra los que estábamos en el andén del lado sur. Del otro, Guillo y Frank, que son compas de mi hija Elga, me lanzaron una botella de agua fría. Todavía me están vacilando, pues se me cayó.
Pensé que la chica moriría
Los gases imposibilitaban funcionar adecuadamente y mientras más nos tiraban, obviamente aumentaban su efecto, llevando a algunos a cometer torpezas. Por ejemplo, de pronto, una chica muy menudita por cierto, salió corriendo, mientras gritaba incoherencias y sin pensarlo dos veces, saltó por el lado del único guardia de la agencia de seguridad que custodiaba el portón que une la estación de la Roosevelt con la vía del tren. La chica cayó en la vía, se levantó y siguió corriendo, supuestamente en dirección a la próxima estación.
Ahí perdí todo el control de mis emociones, pues pensaba que la chica moriría, del mismo modo que todos(as) los(as) que la imitaran. Me puse histérico con el guardia de seguridad, que con pasmosa actitud me indicó que ya habían cortado la energía eléctrica general a todas las áreas del tren, por lo que no había “peligro mayor”.
De todos modos, asumí un rol casi paternal, tratando de convencer a los demás que no la siguieran. Como que no había “peligro mayor”. Correr por las vías del tren –máxime en aquellas condiciones- tiene que ser un acto de bien alto riesgo, entre otras razones porque el área por donde lo hacían es una superficie irregular de unos tres o cuatro pisos de altura, en las cuales las vías están en un nivel, mientras los andenes están en otro y a cada lado de ellas corre un pasadizo que está en otro.
Ante mi insistencia, hubo un corrillo que decidió moverse … pero en la dirección contraria, con intenciones de llegar a la estación anterior. Afortunadamente fueron pocos los que lo hicieron.
Poco después, anunciaron que habían abierto los portones y pudimos salir de aquella “ratonera de cantazo”, donde no me extrañaría que hayan estado probando el efecto de direrentes gases, como han hecho anteriormente con los puertorriqueñ@s. Habían pasado unos 45 minutos y el consenso es que nos tiraron unas siete tandas de gases lacrimógenos.