En torno a la “transparencia”

La moda, como todos saben, es cambiante. Cada momento tiene sus particulares sellos distintivos. Esto incluye lugares, personajes, ropa, arte, palabras, consignas… Hace ya algún tiempo gran parte de la discusión pública gira en torno a dos reclamos: “transparencia” y uso de “métricas”. Tal planteamiento se ha puesto de moda aquí y fuera de aquí.

Las dos palabras, “transparencia” y “métricas”, parecen resumir el viejo dicho y sabio consejo de que “cuentas claras conservan amistades”. Expresado de otra manera, aconsejan no recurrir al vicio de las conspiraciones en cuartos oscuros a la misma vez que postulan la necesidad de contar con números confiables e indicadores estadísticos claros. En principio, luce como un excelente consejo. Desafortunadamente, caben tergiversaciones y, por lo tanto, vale estar prevenidos.

Byung-Chul Han, filósofo coreano radicado en Alemania, advierte que la transparencia, como dispositivo neoliberal, es generadora de información “enumerable” pero no “narrable”. Para aclarar tal distinción basta imaginar a un turista que “enumera” minuciosamente los museos que visitó en un viaje por varios países europeos, pero que es incapaz de “narrar” sus experiencias ante las obras de arte que vio, si es que efectivamente fue capaz de verlas. Se trata de una transparencia en la que, como en el proceso mercantil, el pensamiento degenera en cálculo, dejando al margen la teoría, la hermenéutica, la política…

En la sociedad neoliberal priva el individualismo. Quien “fracasa” se hace a sí mismo responsable. Como consecuencia, su transparencia suele servir  –cuando sirve– para acusar individuos pero no para impugnar sistemas. La crisis cuajada en la desregulación financiera en Estados Unidos resulta ilustrativa.

La desregulación del sector financiero de Estados Unidos se inició en la administración del presidente Reagan durante la década de 1980. Esto abrió el cauce para una serie de irregularidades que, junto al desarrollo de una burbuja financiera en el mercado inmobiliario, dio al traste con las llamadas asociaciones de ahorro y préstamos. Algunos banqueros, en Puerto Rico y en Estados Unidos, terminaron en la cárcel. Sin embargo, el proceso desregulador continuó en las administraciones de los presidentes Bush padre y Clinton.

La administración del presidente Clinton llevó la desregulación hasta el máximo. Se derogó la ley Glass-Steagall de 1933 –pieza central del institucionalismo del Nuevo Trato– y con ello rompió con las fronteras entre bancos comerciales, bancos de inversión y aseguradoras. Luego, hubo de todo: especulación, fraude bursátil y una red de corrupción e irregularidad que arrastró a bancos, aseguradoras, bufetes de abogados y agencias calificadoras, entre otros. Culminó con la tan sonada crisis de 2007-2008. No ha faltado uno que otro especulador sentenciado a cárcel, aunque muy pocos.

En la administración del presidente Obama reaparecieron algunos de los personajes responsables de la desregulación en los años de Clinton. No obstante, ante el descalabro provocado por la crisis, el 21 de julio de 2010 se aprobó la ley Dodd-Frank con el objetivo de establecer cierto ordenamiento regulatorio en el sector financiero. Pero no goza de mucho apoyo. Ya, en los inicios de la “era” del presidente Trump, se está hablando de enmendarla y hasta de su posible derogación. La persistencia de las viejas prácticas augura nuevas crisis.

Algo parecido puede postularse respecto a la deuda pública de Puerto Rico. ¿Es necesaria su auditoría de suerte que se alcance la transparencia necesaria para despejar el camino hacia una reestructuración adecuada y justa? Claro que sí. ¿Podría ser de carácter forense de manera que se exijan las responsabilidades de rigor? Ciertamente. Pero esto no bastaría.

Quedarse en la contabilidad o en la relación de irregularidades o delitos se asemeja a la transparencia neoliberal o información “enumerable” a que hace referencia Byung-Chul Han. La auditoría debe acompañarse de una profunda introspección política que le permita al pueblo puertorriqueño enfrentarse a la disfuncionalidad institucional que le cobija. Claro está, lo segundo es mucho más difícil y toma más tiempo que lo primero.

Durante muchas décadas el establecimiento de una sucesión de enclaves industriales atraídos por favores fiscales y por la facilidad con que remiten sus excedentes al exterior se ha confundido con desarrollo sano, el endeudamiento se ha redefinido como factor compensatorio, el desempleo crónico se ha aceptado como condición natural, la dependencia se ha postulado como meta, la emigración se ha planteado como necesaria válvula de escape y la subordinación política se ha concebido como privilegio. En tal enredo de confusiones el desarrollo es, simple y llanamente, imposible.

Cada una de tales confusiones suscita numerosas interrogantes. Enfrentarse a ellas, lograr la transparencia necesaria para dilucidarlas y superarlas, no será fácil. Pero es la agenda de trabajo necesaria para que el País venza la crisis de incertidumbre en que está sumido.

El problema de la deuda pública, la discusión en torno a todos los ángulos que definen la misma, puede ser uno de los puntos de arranque de dicha agenda. Desafortunadamente, que pueda serlo no garantiza que lo será… Abundan las “distracciones”. Entre la transparencia y la opacidad no es tanta la distancia.

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