e.s. Ortiz-gonzález
- Los «cucubanos» de Iris M. Landrón, en El Nuevo Día, no eran buenos poemas. Más bien, eran pésimos, aún con su magnífica e intempestiva brevedad, que acaso era lo salvable en ellos. Los cucubanos de Landrón se vadeaban entre el intento fallido de un poema, y los pensamientos en las libretas que llegué ver en manos de compañeras de clase en aquellos días de escuela, y que resguardaban con celo homicida, poemitas con un muy insistente tufillo de romanticismo resultado de la calentura del cuerpo que sufre el cambio hormonal en la adolescencia.
- Allí, fuera del alcance de la vista, nombres del amor o el desamor se escribían en secreta clave. El beso primero. La mano que roza el sostén, la mano tenaz que primero acaricia, y luego aprieta la separación de los muslos debajo de la falda. Una manera de ver el mundo se revelaba y transmitía en el deseo, y su correspondencia en la irisación del cuerpo que muchos de nosotros, varones emergiendo del estado imberbe, no pocas veces imaginamos desnudo en el refriegue de la mano bajo la ducha.
- Nunca gocé del privilegio de poder leer una de estas libretas, pero estoy seguro que en la brevedad de los cucubanos de Landrón, allí en una esquina en la página de cómicas, una clave destellaba. Latía.
- Hoy recuerdo estos cucubanos con cierto cariño, quizá porque son retazos de un Puerto Rico que hace mucho ya se nos ha escapado de las manos.
Guaynabo, 23 de febrero de 2025