Fotos de Alessia Maccioni, Marcos Méndez e Iñaki Estívaliz
El libanés promedio pide dinero prestado a su familia, a sus amigos y hasta al banco, si es necesario, antes de quedarse sin salir de fiesta un fin de semana. Me lo asegura Ameed, el joven conserje de mi hotel en Beirut, al que se le iluminan los ojos cuando me ve salir del ascensor con pintas de ir de marcha.
“Por fin, señor Iñaki, va a conocer usted el verdadero Líbano, porque aquí, donde no tenemos deportistas destacados y nuestro equipo de fútbol apesta, no pasa nada –me hace un gesto con los hombros, manos y cara que quiere decir: a parte de las guerras–, pero sabemos pasarlo bien”.
Beirut no levanta cabeza desde la guerra civil de 1975-1990, a la que siguieron invasiones de Palestina, Israel y Siria, crisis sociales y económicas y magnicidios. Todas esas penurias estuvieron siempre espoleadas por los sionistas, expertos en desestabilizar la región. Desde 2022 no hay presidente en Líbano y el grupo chií financiado por Irán Hezbolá prácticamente controla el país.
Esta crónica se publica a poco de cumplirse un año de la incursión el 7 de octubre de 2023 del grupo político y militar palestino Hamas en territorio ocupado por Israel, que tuvo como respuesta la última fase del genocidio que los sionistas comenzaron en 1948 con la llamada por los nativos Nakba (la gran catástrofe).
Si nos habían convencido de que Hamas era un grupo terrorista, Israel se ha encargado de que ahora lo veamos como un frente de resistencia y liberación nacional.
Más de 40.000 personas, sobre todo niños, han sido aniquiladas, unos dos millones de palestinos han sido desplazados y la franja de Gaza, la cárcel a cielo abierto más grande del mundo, ha quedado devastada.
A pesar de estas calamidades, Beirut todavía conserva mucho de ese esplendor cosmopolita que ha atraído a viajeros por milenios.
Al día siguiente a mi llegada a Líbano, miles de libaneses chiíes despidieron en el sur del país al comandante Hussein Ibrahim Kassab, líder de Radwan, la fuerza de élite de la milicia de resistencia islámica contra Israel, Hezbolá.
Kassab fue asesinado el día anterior de un torpedazo de dron mientras viajaba en una motocicleta por una carretera de Tiro, al sur del país.
Los hombres, alrededor del féretro, con una mano en el pecho, cantaban consignas que parecían plegarias o rezos que parecían reclamos. Las mujeres, de negro, lloraban viendo desde las aceras pasar el féretro, enfundado en la bandera amarilla de la milicia islámica.
Desde los tejados se lanzaban amapolas rojas sobre el ataúd, al que acudieron a rendir respeto niños, soldados y líderes militares y religiosos.
Y mientras al otro lado de la frontera, en Gaza, los soldados sionistas seguían bombardeando inmisericordes y en el sur de Líbano no se puede estar tranquilo, en Beirut se vive como en una extraña realidad de una hermosa ciudad destartalada.
Conserva, tras haber sido el centro turístico y financiero del Medio Oriente, una sorprendente cantidad de edificios altos de apartamentos de lujo, hoteles de todas las categorías y restaurantes y cafeterías chics.
Ese mismo domingo, mucho beurutíes disfrutaban de las piscinas y los balnearios sin turistas extranjeros. Las joyerías y tiendas de ropa cara conviven con edificios abandonados salpicados de agujeros de proyectiles, con la ausencia de iluminación urbana y el inane gobierno.
Barricadas y tanquetas salpican algunos barrios estratégicos. El gobierno depende absolutamente de Qatar, Irán o Argelia para poder ofrecer servicios mínimos como la electricidad.
La Torre de Torres
Fui a visitar el campo de refugiados del Burj El Baranjneh (la Torre de Torres), que es uno de los más antiguos y poblados de la región.
Fundado en 1948 por la Cruz Roja para tratar de atender la Nakba, actualmente acoge, hacinados en un espacio de un kilómetro cuadrado, a más de 20.000 refugiados de Palestina y otros tantos de Siria.
Quedé devastado con la reacción de los niños al vernos: en lugar de pedir dinero como en cualquier otra parte pauperizada del mundo, nos daban las gracias por estar allí para escuchar sus historias y contarlas en el mundo exterior. Me sentí un embaucador, se me dispararon los niveles del síndrome del impostor, cuando en un momento dado sentí un tironcito de la camisa a mi espalda, me volví, miré hacia abajo y una niña como de cuatro años me decía con la sonrisa más hermosa del universo: “Thank you”.
Los periodistas gazatíes cubriendo el genocidio sionista se han convertido en los grandes héroes de la infancia palestina. Más de 160 han sido “martirizados”, muchos de ellos con sus familias. Algunos de los sobrevivientes, como Wael Al-Dafidouh o Motaz Azaida, son los Messi de los niños y niñas refugiados que los ven como la única arma efectiva que tienen contra la injusticia que sufren.
Por poco me muero de la deshidratación por el sudor, pero también por las lágrimas que a cada poco ocultaba con la excusa de secarme la frente. Antes de llegar al campamento, en los sucesivos controles atrincherados, atendidos con más o menos celo pero siempre con metralletas, hay que asegurarse de que la música del vehículo esté apagada y de detenerlo ante cualquier soldado que mire al conductor, que no debe llevar puestas gafas de sol y tiene que atender con humildad a los ojos del militar para continuar circulando.
En la actualidad, se calcula que hay seis millones de palestinos refugiados o exiliados por el mundo que quieren regresar a su tierra. En Burj El Baranjneh sobreviven todavía 13 ancianos que llegaron al campamento en 1948. En el Líbano, medio millón de palestinos malviven en 12 campamentos. Eran quince, pero tres de ellos no sobrevivieron a los habituales bombardeos de Israel a los campos libaneses de refugiados palestinos entre 1971 y 1982.
Entrar al campamento es como cambiar de dimensión a un laberinto de intrincados callejones oscuros, por lo estrecho y por el toldo de cables y tuberías suspendidas en el aire que arropan todo el asentamiento. “No hay otro lugar en el mundo como este campamento”, asegura Jamil Abosamra, jefe de partido y coordinador de uno de los sectores de Burj El Baranjneh.
Nacido en Tulkarem, Cisjordania, tenía 6 años cuando en 1969 el ejército Israelí irrumpió por enésima vez en su pueblo. En aquella ocasión, le tocó a su familia despedirse de sus tierras ancestrales. Explica Jamil que, si bien otros campamentos de refugiados que se fueron levantando después contaban con una mínima planificación, Burj El Baranjneh era un terreno baldío donde comenzaron a llegar unas pocas familias de pequeñas poblaciones de Palestina.
Las tiendas de lona se fueron transformando en paredes de madera con techos de zinc. Siempre con la esperanza de que sería algo temporal, las familias empezaron a construir. “Pero estamos cercados. No podemos crecer hacia los lados. Tuvimos que crecer hacia arriba”, expone Abosamra. Los hijos levantaron casas imprecisas sobre las de sus padres por cinco generaciones y hoy, en la Torre de Torres, hay construcciones irregulares de hasta 14 plantas.
El líder comunitario lamenta la pobre ayuda que siempre ha prestado la ONU a los refugiados palestinos en Líbano: “Dice que va a hacer diez cosas y hace dos. Dice que va a ayudar a 50.000 y llega solo a 5.000”.
La situación de los refugiados en Burj El Baranjneh, después de 76 años de temporalidad, sigue siendo lamentable. Muchas familias tienen que compartir el mismo baño y la privacidad es un bien escaso.
Los palestinos refugiados, en el caso de que tengan papeles, son considerados ciudadanos de tercera clase en Líbano. No pueden comprar una casa ni acceder a estudios superiores de calidad ni a trabajos profesionales por ser refugiados.
“El gobierno libanés no siempre se ha portado bien con los refugiados, a quienes han considerado terroristas en el pasado”, lamenta Abosamra insistiendo en el pasado para evitar problemas en el presente.
La sociedad libanesa no vinculada a movimientos como el de Hezbolá, ve a los palestinos como un problema que los perjudica, más que sentir solidaridad musulmana. El campamento fue tres veces destruido en la década de los ochenta (1982, 1985, 1988), durante una guerra civil envenenada por el sionismo con saldos de miles de muertos y la mitad de la población masculina encarcelada en cada ocasión.
Las familias en el campamento dependen, más que de las ayudas de las organizaciones internacionales, de las aportaciones de familiares en Europa y Estados Unidos, principalmente.
Abosamra tiene una espina en el alma que no se le va a curar nunca. De todas las penurias que ha pasado en su vida no hay nada que le haya hecho más daño que no haber podido volver a su pueblo para el entierro de su madre. “Es muy duro no poder decir adiós”, dice apenado pero convencido de que volverá. “Aunque tenga que pasar tres años, de los que me quedan, preso en Jordania (donde fue expulsado la primera vez), estoy convencido de que volveré. Todos los palestinos queremos volver, aunque la ONU quiera cambiar esta manera de pensar”, insiste muy serio mientras tomamos café y fumamos en una especie de Casa del Pueblo.
Nuestro guía palestino, Mr Harvey, al que llamamos “el Niño”, nos llevó, entre otros sitios, a la casa donde nació. Subimos con él a la azotea, donde al ver un activo palomar pensé que estaba visitando el centro de comunicaciones revolucionarias del campamento.
Era pleno agosto, hacía mucho calor. El Niño no nos quiso cobrar absolutamente nada y no permitió que pagáramos ni por las necesarias botellas de agua.
Un “fixer” como él suele cobrar como mínimo trescientos dólares por llevar a periodistas a lugares como este. Lo único que me pidió una vez, con cara de abochornado, fueron 20 dólares para comprar gigas para el teléfono de su novia y así poder seguir pegado al móvil todo el día pelando la pava.
A falta de infraestructuras en el campo de refugiados, los niños se pasan el día jugando en la calle, corriendo entre los estrechos callejones y conduciendo motocicletas sin casco años antes de lo permitido en cualquier otro lugar del mundo.
Karaoke
Llevaba un par de horas sentado en la habitación del hotel frente a la computadora conmocionado sin ser capaz de reaccionar hasta que Marcos me llamó para ir a un karaoke al norte de Beirut al que se había empeñado en llevarnos el Niño, que a sus incansables 23 años nos abría muchas puertas.
Íbamos Helena, la corresponsal de La Vanguardia en El Cairo y la periodista más preparada, humilde y solidaria que he conocido nunca; Marcos Méndez, que trabaja para varias televisiones nacionales españolas y para la gallega, curtido en más de cincuenta guerras y gruñón como un osito de peluche; Joan, que colabora con más medios que dedos tiene en las manos; el Niño y yo.
Salvo un señor que cantó en inglés el “My Way” de Sinatra, los demás cantantes aficionados lo hicieron en árabe, con calidad de barítonos profesionales y emoción mediterránea.
Después de una docena de aventuras internacionales a las que había saltado a lo loco, por primera vez había caído en el terreno acolchonado de la tribu de los corresponsales extranjeros españoles en la región.
El día anterior había conocido en una cenada de periodistas a Manu Brabo, el fotógrafo asturiano de un importante medio estadounidense.
Tatuado, con argollas en las orejas y cuerpo de gladiador (aunque parezca un canijo en las fotos que se encuentran en Google, en persona, impresiona), el fotógrafo cada vez que abría la boca contaba una anécdota sobre la que se podría filmar una película. Comenzó como colaborador de ONG en Nicaragua y empezó a hacer fotos. En la Guerra Civil de Libia en 2011 fue secuestrado por las tropas de Gadafi. En 2013 ganó un Pulitzer por su cobertura de la Guerra Civil de Siria. ISIS le decapitó a un buen amigo.
Manu, muy serio, en ocasiones con la mirada esquiva como pensando que nadie le va a entender, tiene la manía de no perderse un partido del Sporting de Gijón y para lograrlo ha llegado a atravesar los domingos fronteras de países en guerra. Estaba ofuscado como un toro encerrado, ya que ahora su periódico no le deja campar a sus anchas, todos sus movimientos son monitoreados desde Nueva York y para salir de Beirut tiene que hacerlo escoltado por un experto en seguridad.
Líbano es el único país árabe que elabora vino. La milenaria tradición ha sobrevivido a invasiones y religiones. Es fácil encontrar licorerías abiertas las 24 horas y los restaurantes sirven todo tipo de bebidas alcohólicas.
No sabía que los karaokes podían ser tan divertidos y emocionantes. Llegamos asustados porque nos habíamos pasado de salida de la autovía y, convencidos por el Niño, circulamos unos cincuenta metros en dirección contraria.
Los locales, realmente dotados para la música, repasaban sus canciones favoritas, que yo no había escuchado en mi vida, haciendo coros y bailando desde perreo árabe a la tradicional danza del vientre. A los asistentes se les saltaban las lágrimas cada vez que alguien se atrevía con una rola de Umm Kulthum (1898-1975), la cantante egipcia más querida en todo el Medio Oriente, incluyendo a los sionistas de Israel, que es conocida como “la más grande”.
La Kulthum extendía sus canciones hasta media hora y más de tres millones de personas participaron en su comitiva fúnebre, nos contaba Helena, que habla árabe y sabe bailar la ardah y el dabke.
Marcos me apoyó con vehemencia alcohólica cuando yo, chipionero, le decía a Helena contrariado que la más grande solo hay una, Rocío Jurado.
Perdimos a Helena un rato porque fue secuestrada para bailar con un grupo de mujeres locales, maravilladas de compartir su lengua, ritmos y movimientos con una occidental.
Marcos y yo hicimos el más vergonzoso de los ridículos cantando el “Me va” de Julio Iglesias.
Eran las cuatro de la madrugada cuando salimos del karaoke. Fuera nos esperaba Manolito, el Hyundai Micra blanco alquilado por Marcos que tiene la mala costumbre de recibirnos a menudo con la marca de un nuevo golpe en la carrocería. Manolito trae por la calle de la amargura a Marcos, que a pesar de las pérdidas, se apunta a un bombardeo, nunca mejor dicho. Para saber los países donde ha trabajado Marcos como corresponsal de guerra se acaba antes si se le pregunta dónde no ha estado.
Al día siguiente me levanté con la aplicación Duolingo para aprender árabe instalada en mi teléfono y una necesidad como de abstinencia por escuchar música sarracena.
Escuchando música árabe, ya sea tradicional, electrónica o heavy metal, me voy en el viaje trascendental como cuando escuché mis primeras descargas de tambor en el Caribe.
Al día siguiente, vamos a cenar al Mezyan, en la comercial y venida a menos calle Hamra, donde un DJ marida la música perfectamente con los platillos que pedimos.
Según se va extinguiendo la comida y elevando las conversaciones, la música se calienta. En el restaurante, tipo comedor de moderno hotel de lujo, seríamos unos cien comensales, como cuarenta de ellos, mujeres de la comunidad LGBT+ celebrando algo importante, o simplemente que era viernes. El DJ, como flautista de Hamelín, nos llevó a otra dimensión.
Si nunca he aprendido a bailar salsa por respeto a los ojos de los que miren, el baile del palomo lo hago en cuanto escucho música libanesa y me he bebido un par de Almaza o Beirut, las cervezas locales. Los occidentales llamamos “baile del palomo” a desplegar los brazos moviendo los dedos de las manos mientras se saca pecho, se levanta y se mueve al ritmo de la música.
Las bombas no dejaban de llover sobre Gaza, pero no podíamos hacer nada. La frontera, dónde debemos desplazarnos si se calienta la situación, parece fría.
Sin embargo, en Beirut sí que tuvimos algunos sustos ya que Israel incrementó las últimas semanas los vuelos supersónicos sobre la capital libanesa. Los cazas del Ejército sionista, violando impunemente el espacio aéreo libanés, se acercan hasta la Beirut, descienden hasta una altitud insánamente cercana a la tierra y, cuando llegan a la ciudad, rompen deliberadamente la barrera del sonido causando un aterrador estruendo de fin del mundo que hace vibrar cristales y puertas.
Estos vuelos de guerra sicológica eran usuales en la región sur del Líbano desde que el pasado octubre Israel incrementó sus agresiones contra Hezbolá, pero desde las últimas semanas se están produciendo también sobre Beirut.
Muy pocos semáforos funcionan y se supone que solo hay suministro eléctrico seis horas al día, pero tras 50 años de tragedias compartidas, la sociedad ha aprendido a no depender del Gobierno, descabezado desde 2022.
Por su puesto, los hoteles y negocios tienen sus propios generadores, pero también muchos edificios de apartamentos.
Paseando por la calle por la mañana se ven a cada pocos metros camiones cisterna de gasoil descargando. Los camiones grandes suministran a los hoteles y edificios altos. Pero hay camiones de todos los tamaños para atender los pequeños negocios subidos a las aceras, y hasta se ven algunos construidos a mano con chapas de metal soldadas.
Así que los cortes afectan más que nada a los más pobres y al Gobierno. El fin de semana anterior se quedaron sin electricidad el aeropuerto y las prisiones.
En Beirut apenas se ven policías y prácticamente no existe la delincuencia común. Sí se ven soldados apostados junto a tanquetas y barricadas urbanas en puntos estratégicos.
Los ferries a Chipre dejaron de funcionar hace tiempo y los países fronterizos son los prohibidos Siria e Israel.
A mí me maravillan los cedros que crecen entre los edificios por todo Beirut. Un cedro es el símbolo que aparece en la bandera del país. He visto trinitarias tan altas como cipreses adornando vestigios fenicios, griegos, romanos y otomanos.
Hay un McDonald’s y un KFC frente a la Universidad Americana.
Veo un pueblo de comerciantes milenarios acogedores, que no te engañan demasiado a pesar de la confusión con la doble moneda dólar-libra libanesa, y que si no tienen lo que estás buscando llaman por teléfono a un amigo y te lo traen.
Biblos
Decidimos aprovechar el sábado tranquilo para viajar a Biblos, la ciudad habitada más antigua del mundo. Tomamos carretera hacia el norte Manolito, Marcos, nuestro guía generación zeta, y yo, ignorante, pensando que tendríamos que atravesar el desierto. Pero Líbano no tiene desierto, es el país árabe con más agua, y toda la costa está conurbada como Marbella o Miami.
Con el Niño como DJ, vamos gritando, más que cantando, versiones en árabe del “Despacito”, “La copa de la Vida” o el “Bella Ciao”.
Llegamos a la playa en Biblos y aparcamos frente a una fonda que se llama Casa
Pepe. Comemos en un restaurante como los antiguos chiringuitos de Chipiona que se adentran en el mar sobre piedra ostionera.
Tras un baño, cerveza Almaza en la playa y un paseo por el centro, donde si te caes te puedes romper la frente con un adoquín fenicio, griego, romano, persa u otomano, decidimos quedarnos a pasar la noche porque la guerra está tranquila y el enclave merece mucho la pena.
Disfrutamos de la ciudad sin turistas extranjeros. Los restaurantes, las calles y los bares están a un tercio de capacidad. Solo turistas locales disfrutan de las maravillas de Biblos en tiempos de rabia genocida sionista.
Tras un par de Almazas en la terraza de Be La Paz, logramos desoír a nuestro joven guía, loco por seguir de marcha (“yo consigo lo que queráis”, insistía), y nos vamos al hotel antes de la medianoche con la intención de hacer al día siguiente un recorrido por las ruinas que pudiéramos vender como reportaje de viajes.
No dormí en toda la noche por culpa del Niño, con el que me tocó compartir habitación. Se pasó un par de horas comunicándose con la novia y sus amigos y cuando se fue a dormir dejó la música puesta y se puso a roncar como un gigante borracho.
A las siete de la mañana me fui a dar una ducha, que fue interrumpida por unos golpes en la puerta de la habitación. Como el Niño no se levantaba a abrir, corrí a hacerlo yo goteando y en toalla.
Allí estaba Marcos con cara preocupada de torero antes de la faena: nos vamos.
Israel ha atacado la frontera del Líbano esta noche y Hezbolá ha lanzado 320 pepinazos. Parece que es el mayor intercambio de artillería desde 2006.
Tatuaje
No conseguí todos los permisos necesarios para viajar al sur aquel domingo. A Marcos le insistieron en uno de sus medios que no se arriesgara. Decidí entonces aprovechar el tiempo de otra manera. Le pregunté al Niño si en su campo de refugiados había alguien que quisiera hacerme un tatuaje. Marcos se apuntó y fuimos en su Manolito.
El joven tatuador, de la edad del Niño, me preguntó dónde me había hecho cada uno de mis tatuajes. Le expliqué uno a uno y luego le confesé que desde hacía unos años me gustaba tatuarme algo simbólico de la ciudad o el país sobre el que estaba escribiendo. Me dijo, sin amargura y con una sonrisa, una de esas sonrisas cautivadoras palestinas, que a él le gustaría viajar, pero que, como su padre, su abuelo y su bisabuelo, no podía ir a ninguna parte por su estatus de refugiado.
Con medios precarios, cuatro tipos fumando alrededor y padeciendo varios cortes de luz, me tatuó la forma de una tajada de sandía, que representa los colores de la bandera, con el estampado de las kufiyas, que simboliza el mar, los olivos y la tierra Palestina.
Cuando terminó no quería cobrarme: con ese tatuaje yo viajaré donde tú vayas, me espetó. Finalmente, me aceptó 35 dólares. Me pongo a llorar cada vez que me acuerdo.
Pescando bombas en Marjayoun
Creo que he tocado todas las bases del periodismo, pero no ha sido hasta mis cincuenta años que he llegado a un frente de guerra. Ahora tengo hasta una bomba para ponerla en mi currículum el día que me dé por hacerme uno.
Para llegar a la guerra hacen falta una cantidad incalculable de permisos, que me gusta llamar “salvoconductos” porque me hace sentir más auténtico.
Lo primero que necesitas es una carta del medio para el que trabajas, que si no te conocen en el Líbano tiene que enviar tu jefe directamente en un email. Una vez comenzado el proceso, un funcionario del Ministerio de Información te llama cada veinte minutos para decirte que le ha llegado la carta, pero que está esperando que se la envíe directamente el jefe. Perdí la cuenta de las veces que le contesté que mi jefa está en Puerto Rico y que a esta hora debe estar durmiendo. No le dije que mi jefa estaba desconectada de vacaciones en Italia y que a quien estaba esperando que se levantara era la maravillosa Maribel, la que resuelve todo en Claridad.
Una vez enviados la carta del medio y copias de pasaporte (sin sello de Israel), visado y carnet de prensa, hay que ir al Ministerio de Información para que te entreguen el primero de los salvoconductos. Allí fui testigo de cómo rechazan el permiso a un equipo de la BBC. “¿Pero qué se cree esta gente, que por ser de la BBC está por encima de todo, que hay que darle todo por ser de la BBC?”, gruñó el funcionario.
Cuando se fueron los seis periodistas británicos y “fixers” libaneses frustrados por no disponer de una “Moneypenny” tan eficiente como Maribel, el funcionario me regañó por llegar tarde. Me había perdido en el laberíntico edificio de pasillos oscuros donde no funcionaban tampoco los elevadores.
Tras un rato verificando mis papeles en su oficina, salió con cara de extrañado y me preguntó si Puerto Rico es una isla, un estado o ¿qué? Le conteste que, “sadly (tristemente)”, Puerto Rico es una colonia de los Estados Unidos. El funcionario se dio la vuelta, corrió a estampar los sellos oportunos en mi salvoconducto y me entregó el documento con una gran sonrisa. A mí se me calló una lágrima. Los que me conocen saben que soy un periodista muy llorón.
Después de pagar cincuenta dólares y un intercambio de llamadas y mensajes obtuve el salvoconducto del Ejército libanés. Cada paso que voy dando tengo que ir informando por Whatsapp al enlace de Hezbolá y siempre hay que llamar a algún otro sitio para reconfirmar.
Por fin puedo viajar al sur, a la frontera con Israel.
Bajamos Manolito, Marcos, la niña de La Vanguardia y yo.
Una vez en el sur, hay que pasar por una base del Ejército, en Sidón, donde se tiene que pedir otro salvoconducto de Inteligencia. Fue el único mal rato que experimenté en mis dos semanas en el Líbano. El agente de Inteligencia que debía darme otro código para llegar a la frontera tenía un mal día. Intenté presentarme como siempre, con mucha humildad, en el idioma de Shakespeare.
En una oficina tipo Midnight Express, el barbudo libanés de Inteligencia empezó a gritarme en un perfecto inglés: “Yo no hablo inglés, yo no hablo francés, en este país se habla árabe, ¿por qué vienes aquí si no sabes hablar árabe?”. Tierra, trágame, pensé.
“You are absolutely right, sir, I´m ashamed (tiene usted toda la razón, señor, me avergüenzo)”, le contesté mirándole a los ojos mientras le extendía mis papeles.
Tras un largo interrogatorio con una intérprete a través del teléfono, tuve que salir de la base para hacer una fotocopia y conseguir un número de teléfono de contacto libanés. Helena y Marcos me esperaban aprovechando el tiempo para poner con cinta adhesiva la palabra PRESS sobre el capó del coche. Tras otras vicisitudes que no merece la pena contar, siempre con Helena ayudando en árabe, tomamos rumbo a la frontera del Líbano con Israel.
Marcos anunció que entrábamos en área de bombardeos. Le pregunté si lo de identificar a Manolito como prensa no sería contraproducente, con lo que le gusta a los sionistas, a un tiro de piedra allí, matar a periodistas. Se encogió de hombros.
Pasamos dos horas en un retén porque a mí todavía no me habían dado el ok, a pesar de tener todos los salvoconductos. La niña de La Vanguardia, que tiene veintitantos años y sabe mucho más que yo de todo y a cada poco nos llamaba boomers a Marcos y a mí, se pasó las dos horas peleándose por teléfono en árabe y en inglés con funcionarios de medio Líbano para que me dejaran pasar.
En un momento de aburrimiento, le pregunté a Marcos, señalando furtivamente con la cabeza a la tanqueta a un lado del retén, el cañón al otro y las metralletas de los soldados si sabía identificar las armas.
Me contestó con un galimatías que mezclaba AK-47 rusos con subfusiles azerbaiyanos dando a entender que no tenía ni idea.
Vaya mierda de corresponsal de guerra estás tú hecho, le dije con una mirada silente que creo que entendió porque primero puso su cara de pitufo gruñón y luego nos reímos juntos.
Entonces intervino Helena abandonando un segundo sus gestiones para que me dejaran pasar: yo hice un curso de blablablá con un experto que nos enseñó mimi mimi mimi mimi.
La niña de La Vanguardia, que ya ha cubierto hasta la guerra en Ucrania, consiguió que me dejaran pasar.
Llegamos a Marjayoun, a la casa de la “fixer” Nuhad y su esposo, Lotfallah Daher, un señor que lleva cuarenta años documentando los ataques de Israel en la frontera del Líbano desde la azotea de su casa.
La azotea está cubierta de paneles solares para no quedarse sin conexión, hay una caseta con todo lo necesario para seguir las noticias y transmitir, y por las tardes reciben a sus amigos para pasar el rato tomando café y viendo bombas caer.
Como si fuera lo más normal del mundo y entre risas, Nuhad y Lotfallah cuentan cómo el domingo anterior, mientras nosotros dormíamos en Biblos, ocurrió el intercambio de fuego más intenso desde 2006.
“En dos horas cayeron más bombas que en meses. A veces, tres explosiones cada segundo. Empezó a las cinco, poco antes del amanecer. Nuestros nietos, que viven abajo, con los ojos cerrados por el sueño preguntaban por qué había tanta luz”, explica Nuhad.
Marjayoun es un pueblo a un kilómetro de la frontera en el que vivían unas ocho mil personas. Ahora quedan unas mil. Desde la azotea se puede ver otro pueblo, reconstruido en varias ocasiones y que en la actualidad ha sido evacuado por completo.
En Marjayoun hay una base española de Naciones Unidas, por eso hay un Bar Pablo y Lotfallah se pone una gorra con la rojigualda para hablar con nosotros.
“Los españoles nos protegen. No hacen nada, pero nos protegen”, se ríe Lotfallah, que de cualquier drama hace un chiste. Explica que en la guerra de 2006 murieron cinco soldados españoles en una explosión. Nos señala el punto exacto. Los militares españoles, desde entonces, no pueden salir de la base si no es en un convoy, que no para en el pueblo, por lo que esa comunidad ha perdido muchos ingresos.
Desde la azotea de Nuhad y Lotfallah se puede ver parte de los diez kilómetros de muro israelí en la zona. La frontera de Líbano con Israel se extiende por 145 kilómetros de muro o alambre electrificado.
El territorio donde viven Nuhad y Lotfallah estuvo invadido 10 años por Palestina, luego 25 años por Israel y ahora por Irán, dice el fotoperiodista nativo refiriéndose al control de Hezbolá. “No hay gobierno libanés aquí”, dice Lotfallah, quien cree que se producirá pronto un acuerdo entre Israel y Hezbolá. “Este es el principio del fin”, espera.
El fotógrafo de bombas no está contento con el control de “los amarillos”. Asegura que “desde que llegó Hezbolá se acabó la economía y nuestra felicidad” y que cada vez que pasa algo malo y no se sabe quién fue, “fue Hezbolá”. Asegura que, desde el 7 de octubre del año pasado, Hezbolá “controla todo en el Líbano, incluso el gobierno”.
Lotfallah presume de saber identificar cualquier sonido para diferenciarlo de las bombas.
“Te puedo asegurar si lo que hemos escuchado es un camión dando un golpetazo o si ha sido el petardazo de un Jeep rojo o azul”, bromeaba.
Tenía mis ojos enfocados en mi libreta mientras escribía lo que Lotfallah me decía cuando sonó un estruendo. Terminé de escribir la frase y, cuando levanté la mirada, ya estaban Helena, Marcos, Nuhad y Lotfallah de pie al borde de la azotea, apuntando con sus teléfonos y cámaras hacia el muro fronterizo como si sostuvieran cañas de pescar a las que habían picado.
Pescamos una bomba que cayó a pocos kilómetros de distancia, muy cerca del muro israelí. No pudimos captar el momento del impacto, pero sí la aterradora columna de humo.
Marcos, ese hombre que conoce el horror de primera mano y al que todavía se le parte el corazón cuando ve a alguien sufriendo, me miró como presumiendo: a ver quién te lleva a ti a estos sitios.
La despedida
Yo me sentía de puta madre a pesar de estar siendo testigo de la mayor de las infamias. Se podría decir que los periodistas vivimos de las desgracias ajenas. Pero si no estamos nosotros, ¿quién las va a contar?
Cuando relatas a los colegas que has conseguido viajar al sur y que nos cayó una bomba cerca, te dicen: “Qué guay”. Mi última noche en Beirut era también la de la niña de La Vanguardia, que regresaba a El Cairo la mañana siguiente. Hacíamos bromas sobre lo chévere que sería que bombardearan el aeropuerto, sin víctimas, claro, para que no pudiéramos salir y nos tuviéramos que quedar más tiempo en el Líbano.
Algo parecido le pasó a Joan, el joven catalán de 31 años que lleva cinco en el país y que solo se pierde una fiesta si tiene que hacer un directo a la misma hora.
Joan llegó a Líbano por tres meses para hacer unas prácticas. Cuando acabó, se dio dos semanas para buscarse la vida como periodista. Entonces “saltó la revolución, que me ayudó a meter un pie en el mercado periodístico. Y de ahí, todo fue estallando: la revolución, la represión, la fallida económica, el covid, la explosión del puerto, la guerra con Israel… Fue llegar yo y temblar el mundo”.
Joan es un tipo acogedor que disfruta con tanta intensidad de su vida como, empático y solidario, de la de sus compañeros, ya sean fijos o paracaidistas.
Por mi parte, yo estaba pletórico, había conseguido escribir, cayendo en paracaídas, sin conocer el país, cinco crónicas decentes en dos semanas.
No es fácil describir la vida diaria de la gente del Líbano. El pasado lejano y reciente del país ha cincelado el aspecto urbano de Beirut, donde sorprende la mezcla de grandes hoteles y edificios de apartamentos de súper lujo con inmuebles abandonados, y monumentos y hasta palmeras acribillados por impactos de proyectiles de alto calibre. De la época del mandato francés en la región (1918-1948) quedan edificios de estilo colonial y modernistas; las placas de las calles, que dicen Rua; los billetes de las libras libanesas, que están en árabe y francés; y que en torno a un 20 por ciento de la población habla francés habitualmente.
A las guerras han sobrevivido una treintena de casinos, como el monegasco Casino du Liban, que se inauguró en 1959, se cerró en 1989 y se volvió a abrir tras una reconstrucción en 1996. Cenando en una de sus terrazas da la sensación de que en cualquier momento va aparecer James Bond.
Algunas calles son un hervidero de gente a lo suyo, con tiendas donde trabaja una persona y sus amigos fuman hooka en la acera; con mujeres que conducen todo tipo de vehículos, fuman, y algunas hasta miran a los ojos, mantienen la mirada y sonríen.
Los libaneses y libanesas han aprendido a evadirse de las penurias con jarabe de frivolidad.
Y, como dice la canción «Escuela de calor», de Radio Futura, y a pesar de ser Líbano un país en guerra o crisis permanente desde 1975, “en las piscinas privadas, las chicas desnudan sus cuerpos al sol”. ie