La construcción de la luz según el artista Rogelio Báez Vega

 

 

Especial para En Rojo

Nos acompañan las paredes. Sus grietas, su superficie imperfecta, sus decenas de capas de pintura aplicada a través de los años. Nos acompañan de manera imperceptible, omnipresente como una textura del tiempo, el rastro de lo que dejaron otros.

“Como es la superficie cuando se satura esto por muchos años,” dice Rogelio Báez Vega mientras toca la pared, “como cubrimos las cosas… El “dejo”, el pintar un receptáculo, los zócalos, todas esas marcas me traían un abandono que viene con la pobreza de espíritu, de perder el orgull. Yo quiero esa saturación y esa superficie.” Subimos por la escalera a su estudio en Villa Palmera, flanqueada por obras de José Rosa, Eli Barreto, José Alicea y tiestos en cerámica de Isla del Sol.

Báez Vega nace en Santurce en 1974, “Entre la Carrión Maduro y la Belaval,” recuerda “Yo vengo de un espacio en Santurce, que del asunto de la mala planificación, cogió un pequeño barrio y lo borró de la faz de la tierra” dice Báez. En su niñez, jugaba en los predios de la que fue la casa de Emilio S. Belaval (escritor y ensayista que da nombre a la calle de la localidad), donde incluso, veían sus libros a través de las ventanas; hasta llegar un día y no encontrar nada en el lugar. Una aplanadora la había arrasado. Solo quedan sombras, recuerdos, como figuras oscuras que se desplazan por el lienzo en 1986, Santurce, Puerto Rico (2022).

Se mostraba una dualidad social: el desarrollo desenfrenado y la enajenación del individuo. “Yo me crío viendo todos estos edificios: de Klumb, de Ferrer, de Rodolfo Fernández, que es mi arquitecto favorito, pero empiezo a ver el problema de la no planificación, la ausencia de la arquitectura.” El espacio con el que no nos asimilamos, el que nos repele, nos enajena, nos hace exteriores; lo plasma con una gasolinera en Investment Opportunity, Guanica, Puerto Rico (2023). El entorno urbano, la arquitectura, se interioriza en el joven que se subía a los tejados y azoteas a mirar la ciudad.

Es en estas calles, donde la luz rebota entre el hormigón y el vidrio, que se topa con el taller de Fran Cervoni, “Me gustaba el arte y lo que veía,” nos dice, “yo veía mucha gente saliendo y entrando en el taller de Cervoni, en la parada 26. Y un día me acerque; deje mi bicicleta en el piso y subí.” El maestro lo incita a que venga los sábados a tomar clases, comenzando por dibujo a base de modelos de yeso, “dibuje un montón de orejas, ojos y narices. (Un proceso) odioso, pero después lo disfrute mucho.”

Para mediados de la década de los noventas, trabaja en el Taller de Ebanistería del Tribunal Supremo de Puerto Rico como modo de sostener a su joven familia; uno de solo dos talleres que había escapado la privatización. Es ahí que presencia la llegada de las “carpetas”, habilitando el espacio para estas en funciones de bibliotecario. Durante esos ocho años, en las noches, estudiaba un bachillerato en Artes Visuales en la Universidad del Sagrado Corazón, el cual no completa por una clase de “un señor que no la daba de noche”.

Para 1999, Elizam Escobar, preso político y artista puertorriqueño, consigue la excarcelación y ejerce docencia en la Escuela de Artes Plásticas de Puerto Rico, e invita a Báez Vega (quien era parte del Comité de Excarcelación de los Presos Políticos) a matricularse en dicha institución.

La referencia a la arquitectura y el entorno en la obra de Rogelio Báez Vega es absoluta, pero no recurre meramente a una mimesis superficial, sino que plasma la historia del abandono de un pueblo, su coloniaje, con la vegetación que consume, que corrompe los elementos que una vez lo edificaron. “La empiezo con la noticia de la Junta de Control Fiscal con los recortes a la UPR, y yo estoy en la (Biblioteca de la UPR) Lázaro, que hay unos cristales rotos en la parte de atrás y hay palomas que se están metiendo,” dice Báez Vega, “y yo quiero hablar de mi país.”

“Yo asistía a una pintora, que para mí, es la mejor pintora puertorriqueña viva: Amanda Carmona Bosch,” recuerda Rogelio Báez, “fue mi mentora.”. Es en este aprendizaje, en, “Esa búsqueda de cambiarlo todo, para crear algo único.” que emplea una técnica que le enseñó la artista: la cera fría. Una mezcla densa, espesa, de resina y cera, que carga pigmentos con alta saturación. La elabora en una pequeña cocina en la parte trasera del estudio, al fondo del pasillo, en el que cuelgan paisajes marinos, urbanos, naturales e innaturales.

En su búsqueda de instrumentos para manejar la cera fría, (inmanejable por su densidad con un pincel) se da cuenta que un objeto cotidiano es ideal, –la tarjeta de crédito- . Le facilita el detalle, el realismo, la precisión. Las mantiene en una pequeña caja plástica, una tras otra, manchadas con decenas de colores.

“Intento emular la realidad pero no a través de la mímica, sino de la textura.”, nos dice, “De cómo se pone el yeso en la pared… con una capa tú no puedes plasmar esto… sobre todo en un edificio viejo donde se han dado muchas manos.” Una búsqueda de plasmar una realidad más cercana, más tangible en la emulación del entorno, tirando de ficciones y recuerdos. Utiliza sellos elaborados en madera, paletas, tarjetas, esténciles, en un juego de evasión con la tradición del pincel,- de construcción de obra. La obra de Báez Vega es, propiamente, el arte como construcción, como elaboración metódica de un ensamblaje, el diseño y la arquitectura del lienzo.

Su taller/estudio refleja esta constante construcción, los envases de pigmentos, la cinta adhesiva, las imágenes de referencia, los esténciles que cuelgan de la pared. Pero el artista está pronto a mudarse a otro espacio cercano. “Todas las veces que he formado un estudio y la vida me lo tumba.” nos dice. Es el reflejo, el efecto en el arte, de un pueblo en condiciones precarias, inestables, donde la impermanencia es la regla. “Es una piedra que entorpece la generación de artistas. Andamos como nómadas.” El no poder quedarse en un solo espacio altera la visión y producción del individuo. Pero lo hemos aceptado, aceptamos la precariedad.

Rogelio Báez Vega toca a su perro, que se acuesta en el suelo frente a nosotros. Alrededor, algunos santos de palo antiguos nos miran desde sus rincones, y la obra de Rogelio nos cubre de color dorado. “El dorado es luz… Entender como rebota la luz en los edificios, los hace más grandes. El pigmento de oro no es color, sino que la luz rebota en el metal. Mientras más luz tiene, mas brilla.” Su uso recuerda los íconos Bizantinos, retratos y escenas que se remontan al siglo VI, en el que el oro invocaba la divinidad, la iluminación misma. Recuerda una vez en que un vecino, desconociendo que trabajaba en una obra de gran formato, con grandes cantidades de pigmento de oro, le preguntó qué era lo que tenía “en esa sala (su estudio), que parece fuego.”

Rogelio Báez Vega se encuentra en un momento crucial: presenta su primera exposición internacional individual, Construct of a No-Country, en la galería Lehmann Maupin, de Londres, Inglaterra, con apertura el 19 de noviembre. La muestra consta de un estudio continuo del patrimonio de la modernidad, la construcción de la ficción veraz, la crítica del abandono, del fracaso del proyecto modernizador y la relevancia que se le adjudica a las instituciones. El mismo Tribunal Supremo se vuelve un teatro, o un techo para el ganado.

“Hay una libertad de construir, imaginar más, ser más incisivo en la imagen que construyo, pero esa libertad la estoy buscando, como que me siento intimidado, pero también es por respeto a los artífices, los arquitectos.” Pero también es una crítica a la tropicalización, al uso del genio para los proyectos políticos.

Le pregunto qué es esa libertad, qué es lo que la afecta: “Siempre tenemos esta carga. ¿Somos los artistas los responsables de meter el dedo en la llaga? ¿Tenemos que tener ese peso? Siento esa responsabilidad.” dice el artista. “Me gustaría poder mirar el paisaje de la costa sin tener que hablar de violencia. Es bello pero es duro vivir en él. Te erosiona, te macera… ¿Por qué estoy en Vieques y tengo que pensar en todo esto? Es la conciencia que te está dando duro ahí, y no te deja contemplar la belleza.” Es la indagación, la misma luz que buscamos, la luz que incendia la construcción de su obra.

 

 

 

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