La “joya de la corona”

Las palabras viajan con los vientos y penetran en las mentes de la humanidad. En ellas se mezclan con las memorias y las impresiones, formando una arcilla que permite interpretar el mundo. Cualquier expresión es obra de muchos y viene de lejos: de la noche de los tiempos, de otro país o de un significado que ya poco o nada tiene que ver con el uso contemporáneo de la expresión.

En boca de comentaristas de radio, en la prensa escrita, en las conferencias públicas de los políticos, en conversaciones de cualquier esquina, de un tiempo a esta parte se usa una expresión rancia y, hasta cierto punto exótica, que bajo el sol puertorriqueño ha venido transformándose, cambiando de tono, alterando su significado. Una y otra vez se escucha que esto o lo otro, tal dependencia del Estado, tal institución u organismo o, incluso, una u otra persona son la “joya de la corona”.

Puedo equivocarme, pero entiendo que la expresión se origina en los debates políticos de Inglaterra, en la época de su Imperio. Por ello, ésta alude a un sistema político (la monarquía) y al distintivo simbólico de la autoridad de ésta (la corona del rey o la reina). Las coronas reales son objetos suntuarios, símbolos del exceso de poder y riqueza centrados en un individuo, y por ello han sido realizadas con piedras y metales preciosos. La “joya” sería, por tanto, una de las piedras valiosísimas que adornan la corona del monarca: la más grande o la más preciada. Por esto mismo, la que resulta más deseada, la que puede producir más beneficios.

En el contexto británico de época, esta expresión debe haber sido pronunciada por primera vez por un parlamentario, que en un exceso retórico, se refería a algo tan carente de poesía como una colonia. Como tantos políticos, éste, al hablar, combinaba el eufemismo con la grandilocuencia: una imagen en apariencia engrandecedora, ocultaba el sudor y la sangre de los habitantes de un territorio apropiado por la fuerza. Aludir a la joya de la corona significaba, en realidad, identificar lo que bajo ningún concepto se estaba dispuesto a dejar en manos de otro, debido al caudal de beneficios que se estaban y se podría continuar extrayendo de ella. Históricamente, la joya de la corona era la India: la enorme colonia asiática que entonces rebasaba las fronteras del país actual, e incluía a Pakistán y Bangladesh, con su variedad alucinante de pueblos, lenguas, climas y riquezas. La expresión, entonces, se refería a unos recursos apropiados, que de ninguna manera se estaba dispuesto a entregar a otro o a devolver a sus dueños originales.

Desde hace unos años, politólogos y políticos aluden sin descanso a nuestra “joya de la corona” y casi invariablemente la expresión se asocia con la Autoridad de Energía Eléctrica. El proceso, sin embargo, es confuso, porque más que una “joya” se están refiriendo a una ex joya. La AEE resultaría, en palabras de estos fenómenos del tiro de la vaqueta, en algo que misteriosamente, a pesar de su condición de ex, continuaría siendo objeto del deseo. Una AEE con deudas estrambóticas, con un sistema que es un harapo de parches, diezmada por la cantidad de profesionales que se han lanzado por las “ventanas” de retiro, regentada en los ambientes enrarecidos de los cuartos cerrados y las negociaciones secretas, continuaría milagrosamente poseyendo los potenciales de lucro de antaño, los de ese tiempo mítico anterior a su saqueo bipartidista.

No existe tal “joya de la corona”. La AEE no es ya la Autoridad de Energía Eléctrica, sino la Autorización de Espejismos Exagerados, para politólogos necesitados de llenar minutos hasta la llegada salvadora de los comerciales, o para políticos empecinados en concebir el servicio público como un juego de póker en el que se tiene un as escondido en la manga.

Como la India en tiempos del Imperio Británico, la AEE es una joya robada. Ésta ya no está en la mina donde fue creada por lentas acciones milenarias y, en nuestro caso, no se encuentra ensartada en la corona de un monarca, sino que se ha transustanciado en mansiones y piscinas, en casas de playa y portafolios de acciones y valores que ahora pertenecen, en exclusividad, a ingenieros, empresarios, abogados, cabilderos y políticos.

La joya puertorriqueña es, por tanto, una ex joya o, si se quiere, una joya hurtada. Sin embargo, el deslumbre de su espejismo, sirve para ocultar la verdadera joya del Estado puertorriqueño. Cabe decir que la actual joya de la corona boricua no es ni un rubí ni una esmeralda, no clasifica siquiera como piedra preciosa, y tiene una triste vinculación con la joyería de fantasía. Esta ausencia de categoría, esta condición de baratija, no la han despojado de un charm rudo y primitivo.

La verdadera joya de la corona puertorriqueña es la Comisión Estatal de Elecciones. No en balde, no hace tanto, su brevísimo director justificó el pago público de servicios de automóvil, combustible y chófer debido al estatus máximo de su cargo. No en balde, en un chispeante intercambio de mensajes electrónicos el breve director se convirtió rápidamente en un ex juez y ha tiznado, con alborozados mensajes de pocas palabras, a medio círculo íntimo del gobernador.

No importa a qué cifra inaudita de millares de millones de dólares ascienda la deuda de la AEE, ex joya de la corona, o del gobierno o de los planes de retiro, pero a la CEE no se le puede reducir un centavo de su presupuesto. Al gobierno se le ha impuesto una Junta que equivale a elevar al cubo la colonia. A los protagonistas del bipartidismo totalitario los han reducido a jugar sus partidos de pelota dura en los confines de una mesa de dominó y no hay cancha para tanta gente. Pero mientras controlen la CEE habrá trabajo y esperanza, un lugar para dar rienda suelta a los turbios manejos de siempre, una pequeña república del partido que permitirá soñar con la victoria en las próximas elecciones y con la casa que se mandará a construir en un suburbio de Maryland o la Florida cuando, como los ingleses en un día de 1947 quieran llevarse, escondidas entre la ropa sucia o disimuladas en las tiernas maletas de sus hijos, los pedacitos de la joya de la corona.

El autor es escritor.

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