La mancha de sangre

En menos de tres semanas se cumplirá el primer aniversario del huracán María. Hace apenas unos días, luego de meses de espera y de reiteradas facturas enviadas al gobierno, se dio a la luz pública el estudio de la Universidad George Washington. En sus conclusiones se determinaba que hubo al menos, a consecuencias del huracán, cerca de tres mil muertos y muy serias ineficiencias en el manejo gubernamental del estado de emergencia.

Nada de esto sorprende. Un estudio previo de la Universidad de Harvard, en colaboración con un grupo de profesionales puertorriqueños, había propuesto una cifra incluso mayor que elevaba la mortandad directa del fenómeno a más de cuatro mil. Aparte de esto, aunque a veces resulte dudoso, todos estamos provistos de memoria y podemos recordar los días, semanas y meses posteriores al 20 de septiembre de 2017. Recordamos a un país incomunicado para el cual no se proveyeron reservas de agua, comida, medicinas ni combustible. Tenemos aún frescas en la mente las imágenes de una desolación absoluta que aumentaba con la llegada de la noche. Todos sabemos lo que era recorrer calles y avenidas sorteando escombros en una oscuridad total, camino a una gasolinera para ponerse en fila para recargar el tanque o hallar en las góndolas casi vacías de su tienda una bolsa de papas fritas o un galón de agua. Todos peregrinamos en la noche, dispuestos a esperar más de una hora en la fila de un restaurante sin aire acondicionado y un menú restringidísimo. Todos recordamos el calor indescriptible y las plagas de mosquitos. Todos recordamos las innúmeras conferencias de prensa del gobernador y sus funcionarios, que con el paso de los días y las semanas, fueron reduciéndose y concentrándose en apenas dos o tres figuras. Todos recordamos los inexplicables retrasos, la chocante toma de consciencia de que no estaba pasando nada, que por ninguna parte, a semanas ya del huracán, se había visto ni siquiera a una brigada recogiendo los cables y postes caídos y mucho menos sustituyéndolos. Todos recordamos el estupor del escándalo de Whitefish y la turbidez semi oculta de otros contratos. Todos recordamos el número exacto de días en que no tuvimos electricidad o agua o escuela o trabajo o casa.

Pero todo esto lo podemos hacer nosotros porque sobrevivimos. Existe un número indeterminado y por muchos meses manipulado y ocultado, que se eleva a miles, que ya no recuerdan nada. Para ellos el huracán fue una tormenta que no cesó. Sus memorias de ella son parciales y cortas y constituyen lo que más se parece a una trampa. Son el malestar torcido y atroz de un cuerpo que se va envenenando por falta de diálisis. Son las tres semanas pasadas en una silla de ruedas en la sala de emergencia de un hospital, junto al único enchufe disponible, mientras al generador eléctrico le quedara diésel, para que un respirador los acompañara en el patético final de sus vidas. Son los hombres y las mujeres cuyo corazón explotó la segunda vez que tuvieron que subir, con dos galones de agua y una bolsa llena de latas de salchichas y atún, los 12 pisos de su edificio. Son los que enfermaron de pulmonía o leptosirosis, los que cayeron de los techos que intentaban cubrir con lonas que anunciaban marcas de cerveza o antiguos especiales de supermercados, los que fueron atropellados cuando, contra toda cordura, caminaban como zombis, entre los carriles de la carretera.

Ya ninguno de ellos puede recordar nada. Son sus familiares y amigos los que los llevan en la memoria y, para muchos de estos, su ausencia definitiva e injustificable, constituye otra de las trampas del huracán. Pero por algo más de 11 meses hubo algunos que se negaron a albergarlos en su memoria. Algunos que se empeñaron en su inexistencia o que menospreciaron y minimizaron su número y el dolor y la desolación de sus deudos. Hubo alguien que arrojó rollos de toallas de papel y se vanaglorió de la eficiencia y generosidad de su gobierno. Hubo quienes, en los privilegios eléctricos del Centro de Manejo de Emergencias de Isla Grande, nunca parecieron tomar en cuenta lo que estaba pasando. Hubo otros que jugaron con la manera de clasificarlos, como si para tener el privilegio de ser considerado muerto hiciera falta tomar un examen o aprobar una reválida. Hubo quien, hasta hace apenas días, perversamente acusaba de morbosidad a todo un país y, en cada una de sus alocuciones, cobraba una porción sabrosa de su cuarto de millón de dólares anuales. Hubo otros que nos alertaron, desde la educación y la salud, desde el privilegio y la estupidez, que María fue lo que mejor le había pasado a Puerto Rico. Hubo quien, en el último día de una memorable reunión de dolores y pares de zapatos ante el Palacio de los Reyes, en lugar del de las Leyes, se acompañó a última hora de su familia y de un subrepticio fotógrafo publicitario.

Para todos estos, los muertos no existieron o era preferible o más aprovechable que el tumulto de sus números no se conociera. Para ellos los muertos podrían haber exhalado en Asia o en África en un tifón o un terremoto. Fueron seres distantes e ignotos, en el mejor de los casos votantes a los que ya se les había sacado el jugo y que serían fácilmente sustituibles.

A partir del 20 de septiembre de este año, muchos miles de personas recordarán el primer aniversario de la muerte de sus seres queridos, de sus amigos, vecinos y compañeros de trabajo. Uno a uno, día a día, por semanas y meses, el huracán seguirá vivo, presente, dando golpes, cuando se recuerden a cada uno de las personas que yacen bajo la incierta lápida de una estadística.

La responsabilidad del final abrupto de sus vidas queda sin cara, sin manos. La impunidad intenta disfrazarse en una confesión de falta de experiencia. La incapacidad del gobierno fue directa e indirectamente responsable de más muertos que los causó el ataque a las Torres Gemelas. ¿A quién se le ocurriría llamar a los responsables de ese horror “faltos de experiencia”, como una justificación para que se pase la página y se olvide para siempre?

Lo que ha ocurrido con las muertes de María es un retrato convulso de nuestro gobernantes y de sectores amplios del pueblo que son sus cómplices y que están dispuestos a aceptar lo que sea con tal que venga de ellos. Sin embargo, la irresponsabilidad, sobre todo una de esta magnitud, no será borrada por la inconsciencia ni por una estructurada anestesia social. Sobre los responsables de aprovechar la tragedia para su beneficio, queda para siempre la mancha de sangre. No se borrará y determinará para siempre, aunque no lo crean, su futuro. Cada mañana hay que mirarse al espejo y, algunas veces, uno ve verdaderamente quién nos mira a los ojos.

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