CLARIDAD
Es perfectamente lógico que los delincuentes se protejan entre sí. El problema viene cuando para ejecutar la protección prostituyen las instituciones públicas, particularmente aquellas llamadas a procesar criminales. Entonces el daño institucional puede volverse permanente o, al menos, muy duradero.
Eso es lo que ha estado ocurriendo en Estados Unidos desde que el magnate megalómano Donald Trump asumió la presidencia tras un triunfo electoral. Mientras estaba en campaña debió enfrentar varios procesos judiciales, todos basados en prueba muy contundente. En uno de ellos un jurado lo encontró culpable de múltiples casos relacionados con agresiones sexuales. En otros, aunque la prueba parecía sólida, no llegó a ser procesado porque a pesar de ese pedigrí una mayoría de estadounidenses lo colocó en el principal cargo ejecutivo del país. De inmediato el Departamento de Justicia, institución responsable del procesamiento criminal y ahora dirigido por su seleccionado, archivó las acusaciones pendientes y convirtió en letra muerta la sentencia dictada.
Todo esto era esperado tras el resultado de la elección de noviembre pasado. Lo que ha sorprendido a algunos es que el Departamento que ahora controlan sus acólitos haya dirigido el manto protector a otras figuras que estaban siendo procesados por cargos relacionados con actos de corrupción echando por la borda siglos de política pública. La mínima autonomía que históricamente se le reconocía al DJ, voló en pedazos y, tras renuncias voluntarias o forzadas, todo el Departamento se convirtió en un brazo ejecutor sometido a la oficina oval. Los antiguos abogados del presidente se convirtieron de la noche a la mañana en diseñadores y ejecutores de una nueva política pública dirigida a proteger a funcionarios corruptos que, en muchos casos, fueron también clientes de esos mismos abogados.
El primer caso, o tal vez el más sonado porque probablemente antes hubo otros, fue el de Eric Adams, alcalde de Nueva York, quien enfrentaba numerosas acusaciones por venta de influencias. Estas fueron retiradas y, llevando la desfachatez a niveles extremos, se dijo públicamente que el retiro se debió a que el alcalde estaba activamente colaborando con Trump en sus redadas contra inmigrantes. El mensaje es directo: si colaboras con Trump, estás protegido hagas lo que hagas.
Hasta hace poco mirábamos esa podredumbre con asombro, pero un poco desde lejos, como siempre miramos los que estamos en el “patio trasero” que el imperio le asigna al Caribe. En los últimos días, sin embargo, la nueva política trumpista llegó a nuestras costas junto con el sargazo que también nos ensucia. La exgobernadora Wanda Vázquez, quien enfrentaba cargos por lo que tal vez sea el peor acto de corrupción de un gobernante, se irá tranquilamente para su casa a cambio de lo que la propia juez del caso definió como una “palmadita en la mano”.
Los cargos más graves que antes enfrentaban nuestros gobernantes eran producto del consabido “kick back” relacionado con contratos públicos. Wanda Vázquez fue un poco más allá y a cambio de dinero literalmente vendió una agencia reguladora de su gobierno, la Oficina del Comisionado de Instituciones Financieras, colocando en ella a una persona allegada al banquero que estaba siendo vigilado. Nunca en la historia de Puerto Rico habíamos presenciado algo tan burdo.
Como sabemos, la pasada semana se anunció que Vázquez tan solo se declarará culpable de un cargo menos grave relacionado con el financiamiento de campañas electorales. Este resultado bochornoso no es porque la exgobernadora tenga vara alta con Trump ni nada que se parezca. Quien sin duda la tiene es el banquero venezolano que antes compró su gobierno. Fue este quien pagó millones de dólares para que un abogado intermediario del “nuevo” DJ los recibiera y los repartiera.
La pasada semana la juez que estaba entendiendo el caso de Vázquez, Sylvia Carreño, emitió una orden que resume muy bien el acto de burla a la justicia escenificado. Resulta que la exgobernadora solicitó que la vista donde levantará la mano por el cargo menos grave se celebre por videoconferencia para no tener que enfrentarse a la prensa en la pasarela de la calle Chardón. Los nuevos compinches de Washington se allanaron al pedido, pero la juez, ejerciendo su discreción, la denegó. De paso, hizo alusión al hecho de que fue un gran jurado el que emitió los cargos tras revisar la voluminosa prueba disponible y que esta era tanta que ha llevado años su intercambio y evaluación antes del juicio. Así puso sobre el tapete la estratagema urdida en Washington para proteger un banquero y, de paso, a nuestra corrupta exgobernadora. Es, sin duda, una orden ejemplar de una magistrada que, desprovista de discreción ante los actos del nuevo DJ, solo puede hablar para el récord.