La sal de antes no era igual. Ingredientes colonizados, cuerpos inflamados

Especial para En Rojo

 [Esta es la cuarta columna de la serie “Entre ollas y fronteras”, preparada para En Rojo por el autor.]

Del ajo fresco al cubito, del sofrito natural al empacado seco. Una mirada al empobrecimiento nutricional.

Puerto Rico no solo ha cambiado su manera de comer. También ha cambiado lo que entiende por “sazón”. Y eso, aunque parece asunto de gusto, tiene implicaciones profundas en la salud pública, la cultura y la soberanía alimentaria.

En algún momento entre el fogón y el microondas, dejamos de sofreír ajo y comenzamos a disolver cubitos. Cambiamos la hoja de recao por polvos con sabor a “comida criolla”. La sal dejó de venir del mar o del sazonador casero y empezó a llegar ultraprocesada, combinada con glutamato, maltodextrina y colorantes.

Y con ese cambio, nuestros cuerpos también se inflaron.

La cocina puertorriqueña no era enemiga de la salud

Es falso que la comida criolla tradicional fuera intrínsecamente dañina. Al contrario: era rica en legumbres, viandas, aceites vegetales, hierbas frescas, ajo, cebolla, ají dulce y cúrcuma. Todos ellos ingredientes antiinflamatorios y ricos en micronutrientes.

El sofrito no era solo base de sabor; era medicina de olla. Y el guiso, una alquimia lenta de nutrición vegetal y animal, balanceada y saciante. No había necesidad de azúcar ni de aditivos: la sazón venía del tiempo y de la tierra.

La industria nos vendió atajos… y nos cobró en salud

Con la llegada del mercado agroindustrial, los ingredientes frescos comenzaron a ser reemplazados por mezclas procesadas: condimentos en polvo, cubitos concentrados, sobrecitos de color anaranjado que prometen sabor instantáneo.

El resultado: aumento excesivo de sodio (más de 2,500 mg por comida en muchos hogares), pérdida de fibra y antioxidantes naturales, consumo masivo de glutamato monosódico y químicos sin valor nutritivo e inflamación crónica, hipertensión, retención de líquidos y disfunción endotelial.

Lo peor es que estos atajos pasaron a considerarse “normales” o incluso “más sabrosos”. Y con eso, se desfiguró la cocina criolla.

La sal colonizada

La sal usada por nuestros abuelos era poca, rústica y a veces hecha en casa o comprada en grano. Hoy, sin darnos cuenta, consumimos sal escondida en salsas, panes, sopas, carnes frías y cubitos de sabor, muchas veces en niveles tres veces mayores a lo recomendado.

Y lo más grave: la culpa no cae donde debe. Se acusa al arroz con habichuelas, al bacalao o al sancocho —cuando lo verdaderamente dañino está en lo que le echamos por encima, no en la receta original.

Regresar al sabor real es posible (y urgente)

Recuperar la salud colectiva no implica renunciar a la sazón. Implica volver al sabor real, al que nace de ingredientes vivos, no de sobres. Implica reenseñar a sofreír. A hacer sofrito casero. A usar la sal con criterio. A valorar el sabor que no grita, pero nutre.

Descolonizar el paladar también es liberarnos del aditivo que nos inflama y nos uniforma. Porque la identidad también se cocina con lo que elegimos como sabor.

“No hay independencia sin tierra, ni salud sin olla. Y ante el bombardeo de polvos sin alma que nos venden como mejor sabor, hay quienes responden no con protesta… sino con caldero. El sazón me viene negro, con palma y bembé. Lo canto sin permiso, como Palés.

Esta décima afroboricua es para ellos.  Para los que aún saben guisar como forma de resistencia…”

(Décima afroborinqueña: Guiso prieto no se rinde)

Sal que no canta en la lengua,
sazón muerto en sobre blanco,
yo prefiero el ñame franco
y el sofrito con su mengua.
Se me enfría la bembengua
si me quitan la manteca,
y el recao no se falsea
con polvitos de paquete.
¡Yo le hablo a mi calderete!
Guiso prieto no se rinde.

Lo guisa el que lo comprende,
lo remueve el que lo ama,
no hay sabor si no hay la llama
que la olla misma enciende.
No es moderno el que se vende,
es moderno el que preserva.
La memoria no se entierra
con cubito importador.
¡El sabor de mi color
no se empaca ni se enerva!

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