La última carga de la caballería cosaca

 

Por Juan Forn

Difícil que en el año 1957 llegaran ejemplares de Il Corriere de Trieste al café de cada pueblo perdido en las montañas de la región. Pero cuando Il Corriere anunció el 13 de agosto de 1957 que tres funcionarios alemanes se habían apersonado en el camposanto de Villa Santina, con un permiso para exhumar un cadáver de una tumba sin nombre y trasladarlo a otro cementerio en Garda, donde yacían los soldados y oficiales muertos en Italia peleando por el Reich, los parroquianos de cada café de pueblo de las montañas de Carnia sabían perfectamente de quién se trataba (o, mejor dicho, de quién no se trataba).

No necesitaron leer que el cadáver llevaba doce años enterrado y que entre los restos había, además de huesos, un par de espuelas cosacas, un sable con la hoja rota y un reloj de bolsillo. No necesitaron leer que en la tapa de ese reloj estaba grabado el nombre del general Piotr Krasnov, para saber que ese cadáver no era el del gran atamán de los cosacos del Don que, durante unos pocos meses de 1945, se había establecido con sus hombres en aquella región perdida de la frontera entre Italia, Austria y Eslovenia, para crear allí, con permiso de las SS, un territorio autónomo que llevaría el nombre de Kosakia.

Generación tras generación, los parroquianos de esos inmemoriales cafés de pueblo repiten a los más jóvenes la historia. Cuando los nazis encararon la invasión de Rusia, reclutaron al general Krasnov para que sumara un regimiento de cosacos a las fuerzas del Reich. Krasnov, que había tomado el camino del exilio luego de la derrota del Ejército Blanco contra los bolcheviques y llevaba veinte años de exilio escribiendo con moderado éxito novelitas tártaras de caballería, partió en el acto a convencer a obreros de la Renault en Billancourt, porteros de hotel en Berlín, choferes de Zurich y acróbatas de a caballo de circos transhumantes, de que sólo ellos, los viejos cosacos del Zar, podían derrotar a los ejércitos de Stalin. Llegó a juntar cincuenta mil hombres, que aceptaron a Hitler como comandante supremo de las fuerzas cosacas y partieron al frente oriental a cambio de la promesa del Reich de que se les otorgaría un territorio en Ucrania, para crear allí su patria.

Los cosacos habían defendido históricamente de los tártaros los territorios del Zar, aunque tenían mucho más que ver con los tártaros que con el Zar (de hecho, se jactaban de ser los únicos en Rusia que lo desobedecían cuando querían). Algunos llegaron a pelear junto a Lenin en el ’17, creyendo que sin zares volverían los buenos tiempos de la autonomía anárquica, pero cuando comprendieron que los bolcheviques no los veían como otra cosa que perros de guerra, se pasaron sin prurito al Ejército Blanco, y cuando los blancos fueron derrotados ofrecieron crear un “Estado cosaco-soviético” donde no mandaran los comunistas. Desde entonces vegetaban en el exilio esperando cualquier oportunidad que les permitiera volver a Rusia, volver a guerrear. Recibieron con los brazos abiertos el llamado a filas del atamán Krasnov.

Los regimientos cosacos sufrieron una derrota tras otra junto al ejército nazi. La retirada los fue empujando desde Bielorrusia hasta el noreste de Italia, pero no les importó porque la promesa del Reich se mantenía, sólo que el territorio ofrecido fue cambiando a medida que los nazis perdían dominios. Y, a fines de 1944, lo único que les quedaba para ofrecer a los cosacos eran las montañas de Carnia. Allí convergieron, en la nieve, los regimientos de Krasnov, 17 grupos lingüísticos diferentes, llegados a caballo o en camello o en carromatos indescriptibles, rebasando de mujeres y niños tan salvajes como sus dueños. Había tantos generales como soldados (se decía que en aquella tropa era más fácil ponerse galones que ensillar un caballo robado). Sólo el atamán Krasnov se privaba de su montura, por sufrir de gota; se movía en un pequeño Fiat con chofer, custodiado por una guardia de 24 cosacos armados hasta los dientes.

En ese Fiat emprendió la retirada cuando las fuerzas aliadas y los partisanos de la Brigada Garibaldi ocuparon Trieste. Los cosacos retrocedieron hasta la frontera austríaca con el propósito de hacerse fuertes allí y recuperar su territorio (se decía que habían dejado enterrado un tesoro en las montañas: el fruto de sus saqueos por Europa). Pero al entrar en Austria se toparon con la desbandada nazi y supieron que su aventura había terminado. Krasnov negoció con los ingleses que se rendirían con una sola condición: no ser entregados a los soviéticos. Los ingleses incumplieron su promesa. Tenían a los cosacos en un campo de detención rodeado en tres de sus lados por alambre de púas y en el lado restante por las aguas heladas del río Drau. Una madrugada, cumpliendo los pactos secretos de Yalta entre Churchill y Stalin, los ingleses entraron en el campo con camiones, para cargar a los prisioneros y entregarlos al Ejército Rojo. Los cosacos no lo permitieron. Ataron a sus monturas bolsas llenas de piedras y, con sus mujeres y bebés en brazos, se fueron arrojando en masa a las turbulentas aguas del Drau. Unos pocos hacían frente a los británicos, mientras el resto se inmolaba de esa manera. Los ingleses sólo lograron entregar a los soviéticos una décima parte de aquellos cincuenta mil (que terminaron ejecutados o en Siberia); el resto dejó su vida aquella madrugada en las aguas del Drau.

Ese trágico suicidio colectivo redefinió para siempre lo que pensaban los campesinos de Carnia acerca de los cosacos de Krasnov. Cada noche, cuando hablan de ellos en el café, no rememoran las penurias que pasaron por su culpa ni el pánico que los embargó al enterarse de que los nazis les habían dado derecho a saqueo y que eso venían de hacer por aldeas de media Europa. Sólo recuerdan aquel gigantesco campamento en la nieve donde convivían caballos, camellos y humanos que hablaban diecisiete lenguas diferentes. Y son capaces de describir como si la hubieran visto con sus propios ojos aquella última carga desesperada, suicida, a las aguas negras del Drau.

Claudio Magris recorrió esos pueblos de montaña, pasó largas horas en aquellos cafés escuchando a sus parroquianos y escribió una novela emocionante con esa historia, que tituló Conjeturas sobre un sable. Pero no logró convencer a aquellos parroquianos de que Krasnov no se suicidó junto a sus hombres, sino que fue entregado por los ingleses a Moscú, donde fue juzgado por alta traición y ahorcado en 1947.

Los campesinos de Carnia descreen de todo lo que llega de las grandes ciudades. Eso incluye a Magris, a aquellos alemanes que creían haber hallado la tumba de Krasnov y a los oportunistas que aparecen cada tanto, buscando el tesoro perdido de los cosacos. En Carnia, Krasnov y sus huestes y el tesoro enterrado y nunca hallado pertenecen al mismo orden: así como pasaron por este mundo lo abandonaron después, con el mismo estruendo y furor, dejando detrás lo único que eran capaces de dejar, lo único que supieron tener en vida, lo único en lo que eran capaces de creer, su leyenda, su sorda y ciega y espeluznante leyenda.

Tomado de Página 12 con permiso del autor.

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