Acaban de darme la mala noticia. Mi primera reacción es de incredulidad. No es posible que alguien como ella pueda desvanecerse así porque sí, un buen día, sin avisar, sin darle tiempo al universo para producir un doble razonable. No, no es posible, ni tampoco justo. La fórmula mágica, aquella que supo combinar el genio, la gracia, la fuerza y la ternura en un menudo cuerpo de mujer, es irrepetible.
Entonces, se me asienta la tristeza. Y llegan los recuerdos para una imprevista celebración de su existencia. Pizpireta, burbujeante, intensa, Carmen Pilar Fernández Cerra – mejor conocida como Piri Fernández de Lewis – posa otra vez para las cámaras de la memoria. Sonrisas como la suya no vienen en pares. Los labios tensos, de un rojo vivo, revelan la dentadura resplandeciente, ofrecida al mundo en permanente regalo de alegría. La mirada – alerta, atenta, fija – intimidaría tal vez, si no fuera por las chispas de jovialidad que saltan de sus pupilas.
Y la voz. ¿Cómo describir ese concierto de inflexiones y matices que detonaba un hablar tan peculiar? La entonación puntuada de subidas y bajadas vertiginosas, las pausas efectistas, las exclamaciones inesperadas, las carcajadas espontáneas, los susurros cómplices: la totalidad de su expresión oral interpelaba y retenía la atención. Declamadora desde la niñez, actriz de vocación, era congénitamente dramática. A todos los campos de su desempeño trasladó esa pasión por el teatro. Por eso, maestra inolvidable, se movía en el salón de clases como en un escenario.
En la Universidad de Puerto Rico, cuando esos estudios aún guardaban un trasunto a exotismo, fue la primera en crear cursos sobre literatura antillana, africana y femenina. Fundó y organizó los famosos Encuentros Caribeños, que congregaban a especialistas puertorriqueños y extranjeros en torno a temas de alcance regional y perspectiva interdisciplinaria. Su inmensa biblioteca doméstica, frecuentada por legiones de estudiantes, contiene una de las colecciones más completas del país en materia de historia y cultura del Caribe.
Como una Madame de Staël tropical, Piri auspició y animó lucidísimas tertulias intelectuales. Versada en el arte de la conversación, siempre al día en materia de novedades literarias y políticas, reunía a su alrededor – en el acogedor salón del tercer piso de su residencia – a lo más granado del mundo artístico y universitario. Su poder de convocatoria era tan irresistible como su hospitalidad, pródiga en alimentos materiales y espirituales.
Si su activismo cultural resultó efervescente y su labor educativa innovadora, no hay adjetivo suficiente para calificar su entrega a las numerosas causas que estremecieron su conciencia. Baste evocar sus aportaciones capitales al Comité Sixto Alvelo contra la vieja ley del servicio militar obligatorio, al Comité Puerto Rico en la ONU, al Comité Pro Libertad de los Presos Políticos y al movimiento Ciudadanos Unidos en Apoyo al Pueblo Haitiano, entre muchísimas otras instancias de compromiso cabal y resuelto.
Con un altruísmo genuino, con una energía inagotable, no sabía hacerse escasa cuando se requerían su esfuerzo personal o su fortuna para respaldar alguna empresa noble. ¡Cuántas veces becó estudios, pagó viajes, regaló libros, financió espectáculos, donó fondos a grupos e individuos, repartió a manos llenas, sin remilgos ni reservas, los bienes que su holgada posición social le asignó!
Su dadivosidad no se atenía al plano económico. Espléndida era también en el elogio, en la admiración sincera y el entusiasmo desbordante que le inspiraba el talento ajeno. Presta al aplauso y a la frase alentadora, fue una agente provocadora de la creatividad general. Segura de sus propias capacidades, aquilataba sin mezquindad los logros de los demás. Dotada de una mente brillante como pocas, supo ejercer con elegancia la diplomacia de la solidaridad.
Piri Fernández de Lewis era una embajadora nata. Un convencimiento firme guiaba sus decisiones. Un instinto certero dictaba sus alianzas. Dispuesta a la negociación – aunque nunca a la claudicación – entablaba coloquios cordiales con el más agrio de los adversarios. No obstante, ante la crítica, el engaño o el ataque, desplegaba sin vacilación sus colores de combate. Los rayos nunca caen en los batatales, repetía con el gesto hecho fuego, caen en las palmas reales.
A la hora de la muerte, cuando los difuntos menos encomiables quedan elevados al rango de santos, el espíritu indomable de Piri se resiste a las reducciones simplistas. Con su picardía y su gravedad, con sus rigores y sus excentricidades, con sus virtudes y sus defectos, fue uno de esos cometas fugitivos que sólo rozan el aura de la tierra cada cien años. Su trayectoria luminosa es un monumento a la honestidad, el valor y la generosidad del intelectual verdadero.
Las tumbas que no se visitan se vuelven páramo intransitable. La maleza agrieta la piedra. El hollín empolva los epitafios. Con la erosión forzosa del tiempo, hasta las lápidas olvidan los nombres de sus dueños. A fin de cuentas, todo se juega en la palabra: el amor, la vida, el arte, el recuerdo. Por eso hay que seguir nombrando a Piri. Para que nunca desmerezca, ante el asedio de la indiferencia y del cinismo, su figura de amazona libertaria.
Reproducido con permiso de la autora. En El Nuevo Día, 6 de mayo de 2004.
* Piri Fernández Cerra falleció el 28 de abril de 2004
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