Planificar nos toca a todos y todas, no solo a los desarrollistas y sus representantes

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Por David J. Carrasquillo Medrano

En noviembre de 2014, Puerto Rico aprobó por primera vez un Plan de Uso de Terrenos (PUT), un instrumento que debía convertirse en el marco rector de nuestra relación con el territorio. Fue el resultado de décadas de luchas, estudios, vistas públicas y presiones políticas; un esfuerzo por organizar el país desde una mirada integral y con sentido de justicia espacial.

Diez años después, el Plan llega a su primera revisión. Y lo hace en un momento de desconfianza institucional, con un modelo económico en ruinas y un marco político colonizado —literal y simbólicamente— por los intereses del capital y la inmediatez del mercado.

En ese contexto, volver a hablar de planificación no es un tema técnico: es una conversación sobre poder, soberanía y futuro.

El Territorio como Botín

La Junta de Planificación ha anunciado el inicio del proceso de revisión del PUT, tal como establece la ley. Pero en vez de una discusión serena sobre el rumbo del país, lo que se vislumbra es otra pugna por el control del suelo: un forcejeo entre el interés público y la voracidad de un sector que, durante años, ha confundido progreso con hormigón.

Apenas días antes del anuncio, el Secretario del Departamento de Recursos Naturales y Ambientales —una agencia que no dirige el proceso— declaró que “solo el 1 % de los terrenos en Puerto Rico están aptos para vivienda”. La frase, presentada como dato, es en realidad una pieza de propaganda: busca crear la impresión de que el país “no tiene espacio” y que, por tanto, es necesario flexibilizar las regulaciones para poder construir más.

Pero esa narrativa ignora la realidad visible desde cualquier carretera o casco urbano del país: tenemos demasiadas estructuras vacías y demasiadas comunidades abandonadas. El problema no es falta de terreno, sino la desarticulación total entre las políticas de vivienda, los planes de ordenación territorial y las condiciones materiales de la gente.

El territorio no está lleno; lo que está colonizado es el discurso. Y cada vez que el cemento habla más fuerte que las comunidades, perdemos soberanía sobre nuestro propio suelo.

De la Brújula al Trámite

Desde la llamada Reforma de Permisos de 2009, el país ha vivido un proceso silencioso de desmantelamiento institucional. Se vació la Junta de Planificación de su autoridad histórica, se desfiguraron los procesos de participación pública y se sustituyó la planificación de largo plazo por una carrera de permisos a conveniencia.

Se alteraron leyes fundamentales —la Ley Orgánica de la Junta, la Ley de Municipios Autónomos, la Ley de Procedimientos Administrativos Uniforme— y se multiplicaron los reglamentos conjuntos que, más que organizar, han servido para abrir grietas normativas a la medida del desarrollismo.

El resultado es un país donde la planificación existe en papel, pero no en práctica; donde los instrumentos técnicos sobreviven, pero la voluntad política que debía sostenerlos fue absorbida por la lógica de la rentabilidad inmediata.

Planificar dejó de ser una conversación democrática sobre el futuro colectivo, para convertirse en un trámite administrativo. Y un trámite sin alma no planifica: legitima el desorden.

Lo que el Plan SI Representa

El Plan de Uso de Terrenos no es un documento muerto. Es —o puede volver a ser— un acto de autodefinición colectiva. Sirve para armonizar lo ecológico con lo económico, orientar inversiones públicas con justicia territorial y proteger los recursos naturales que sostienen la vida en una isla cada vez más vulnerable.

Pero sobre todo, el PUT encarna una idea fundamental: que el suelo no es propiedad del mercado, sino parte del bien común. Es la herramienta que permite decir “no” a los proyectos que fragmentan, contaminan o desplazan, y que exige que el desarrollo responda a necesidades humanas y no a expectativas de retorno de inversión.

Por eso, cada intento de debilitarlo o manipularlo no es una simple diferencia técnica; es una lucha política entre dos visiones de país: una donde el territorio se planifica colectivamente, y otra donde se reparte entre quienes pueden pagar por él.

Planificar como Acto Político

Planificar es imaginar futuro, pero también resistirlo. Es ponerle freno a la narrativa de que todo debe crecer, aunque no mejore. Es reconocer que no toda expansión es progreso y que, en un país con población decreciente, seguir construyendo sin orden no es desarrollo: es insistencia en el error.

Por eso, cuando decimos que “planificar es tarea de todos”, no se trata de una consigna técnica.
Es un llamado político a reclamar el derecho a decidir sobre el territorio.
Cada vez que una comunidad defiende su playa, su montaña o su río; cada vez que un municipio exige transparencia o que un estudiante cuestiona un permiso absurdo, ahí está la verdadera planificación: la que nace desde abajo, la que no espera instrucciones, la que construye país con dignidad.

Lo que Está en Juego

La revisión del Plan de Uso de Terrenos que ahora comienza podría fortalecer el marco de política pública que el país necesita desesperadamente. Pero también podría convertirse en una excusa para profundizar la desregulación y continuar la entrega del territorio al capital privado, bajo el disfraz de “reactivar la economía”.

Dependerá de la vigilancia ciudadana, del periodismo independiente, de las universidades, de los profesionales del país y de las comunidades que nunca han renunciado a pensar en colectivo.

El Plan de Uso de Terrenos no se defiende solo con mapas: se defiende con participación, con organización y con memoria. Porque cada metro cuadrado de esta isla —cada finca, cada barrio, cada humedal— forma parte de la historia de quiénes somos y de cómo queremos vivir.

El futuro de Puerto Rico no se construye con más cemento, sino con más conciencia.
Planificar, en su sentido más profundo, es un acto de soberanía.

 

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