El periodista Iñaki Estívaliz pasó dos semanas durante el siberiano diciembre de Dakota del Norte en 2016. Durante meses, los sioux y otras naciones solidarias, luchaban contra el desarrollo de un gasoducto contra el Cuerpo De ingenieros del ejército y una empresa privada. No solo se trataba de que violentaban un espacio que merecía respeto porque era el lugar de los ancestros, sino que vulneraba las leyes federales de protección histórica. Estívaliz, informando para Claridad, era el único periodista acreditado reportando en español.
Cuatro años después está de vuelta. Lo acompaña su hijo Elías. Es una crónica hermosa que Claridad también comparte.
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Por Iñaki Estívaliz López/Especial para en Rojo
Capítulo 1. EL PLAN (y los recontraplanes)
Bismarck, Dakota del Norte, a 23 de agosto del año de la COVID-19
Un tribunal federal paralizó el pasado 25 de marzo el funcionamiento del gasoducto Dakota Access, que en su etapa de pruebas en 2017 sufrió varios escapes contaminantes, por falta de estudios ambientales fiables. En un nuevo episodio de la controversia que ha acompañado a la mastodóntica tubería desde su concepción, de nuevo el presidente Donald Trump se volvió a poner del lado de los desarrollistas, esta vez ordenando la revisión de la Ley de Política Ambiental Nacional (NEPA, por sus siglas en inglés), que es el marco legal que comunidades desfavorecidas de todo EEUU, incluyendo aStanding Rocky Areciboen Puerto Rico, han enarbolado para detener proyectos con potencial contaminante.
El gasoducto atraviesa cuatro estados desde Dakota del Norte, donde cruza el Río Missouri muy cerca de la reserva Sioux de Standing Rock, poniendo en grave peligro el principal recurso acuífero de los nativos americanos que ya de por sí malviven en la región.
Si en diciembre de 2016 las protestas contra el gasoducto que atraviesa el Río Missouri llegaron a congregar hasta 10,000 personas viviendo en el campamento Oceti Sacowin y medios de todo el mundo se hicieron eco de los enfrentamientos entre las autoridades militarizadas y los pacíficos protectores del agua, muy poco ha trascendido a la opinión pública sobre lo que ha sucedido después.
Hoy regreso a la tierra de los Lakota, esta vez con mi hijo, Elías, para ver qué está pasando por aquí. Como dicen en Puerto Rico: para que no me cuenten. Cuando pasé dos semanas durante el siberiano diciembre de Dakota del Norte en 2016, informando para Claridad, yo era el único periodista acreditado reportando en español. Debido en parte al coronavirus, supongo, pero sobretodo por la previsible ausencia de imágenes impactantes para grabar en vídeo, me imagino que ahora vamos a encontrar pocos periodistas en nuestro camino. Pero en esta ocasión vengo también con otras intenciones que, aunque sean muy íntimas, pretendo compartir por aquí (“prurr”).
Una de las principales luchadoras contra el gasoducto, LaDonna Toro Bravo Allard, propietaria de las tierras al límite norte de la reserva Standing Rock, al sur del Río Cannonball, donde se instaló el campamento de protesta Sacred Stone, había aceptado contarnos su historia. Generosamente, LaDonna se ofreció a alimentarnos durante nuestra estancia y una yurta para quedarnos en sus tierras sagradas. Me emociono al pensar poder regalarle a mi hijo la experiencia de vivir unos días en una yurta compartiendo con leyendas vivas de la heroica y perseverante comunidad originaria de los Lakota.
Pero nada va a ser como estaba previsto. Esta semana, LaDonna, que está combatiendo también contra el cáncer y la quimioterapia, sufrió una caída y se rompió dos costillas. Tío Roberto, el jefe que me recibió en su yurta en 2016 y al que esperaba encontrar para escribir la segunda parte de una crónica que me quedó pendiente aquel diciembre, está en Maine.
Teniendo en cuenta que nos dolería más contagiar que ser contagiados, extremamos las precauciones. Antes de viajar nos hemos cuidado tanto como hemos sido capaces y nos hemos hecho pruebas para detectar el virus que han salido negativas. Durante el viaje no hemos tocado ninguna superficie sin después desinfectarnos las manos y no hemos dejado de usar la mascarilla. Hemos alquilado una RAV4 por los ocho días que vamos a permanecer en la región de las Dakotas para garantizar nuestros desplazamientos minimizando el contacto con otras personas. Rentamos, para los ocho días de nuestra estancia, una casa en Bismarck para nosotros solos, para dormir, cocinar y conectarnos a internet minimizando el contacto. Hemos realizado una compra de comida, cajas de agua embotellada y caprichos de gasolinera para que cuando paremos a repostar, sola y exclusivamente tengamos que echar gasolina.
Pero resulta que va a ser mucho más fácil que nos contagiemos nosotros con los blancos de Bismarck, que ser nosotros un brote de diseminación del virus en Standing Rock. Los blancos en Bismarck no usan mascarilla y te quieren dar la mano al saludar. Ni el tipo que nos alquiló la RAV4 en el aeropuerto, ni la dependienta que nos atendió en una gasolinera, nadie en el supermercado, ni en un Wendys repleto de gente al que nos asomamos a ver si matábamos el hambre después del viaje, llevaban mascarilla.
Esta vez, en esta cobertura, no me voy a presionar profesionalmente (“prende”). No voy a pretender realizar una cobertura periodística tradicional. En esta ocasión, se trata de una cobertura muy personal, quiero escribir sobre mí («pasa»).
Mi intención es contar las luchas de los pueblos originarios e insistir en que el Gobierno federal de EEUU es una entidad genocida a través del caso concreto de su trato a los Sioux de Dakota, los Lakota. Pero lo quiero escribir por medio de mi experiencia personal. Quiero escribir sobre mí, sobre mi padre, sobre el sentido de la existencia, sobre cosas que me han pasado en mi vida con relación a Standing Rock y sobre lo que siento cuando estoy con mi hijo, que en esta aventura va a ser mi fotógrafo y mi cocinero, mi intérprete y mi esparrin, mi copiloto y mi DJ.
Quiero escribir cosas que no escribí cuando estuve aquí hace cuatro años y quiero escribirlas a través de los ojos de mi hijo (”chambea”). Quiero escribir cómo él reacciona cuando le cuente, sobre el terreno, que (“jala”): aquí estaba la carpa de prensa donde me acreditaron para Claridad, el periódico de la Nación Puertorriqueña; allí los bulldozers arrasaron con tumbas recientes de lakotas, que dicen que son tierras ancestrales como si fuera algo de hace mucho tiempo, pero allí estaban enterrados hijos y padres de personas que todavía están vivas; allí participé en una ceremonia del sudor (Inipi); allí planté mi tienda y por poco me congelo a la media hora de la primera noche; allí me estaba congelando cuando fui a cagar a una letrina una madrugada y un compañero me rescató cogiéndome por los hombros y llevándome junto al fuego; aquí entrevisté a Tío Roberto, que me autorizó para tatuarme el símbolo de los protectores del agua de Standing Rock; por ahí atravesamos el congelado río Cannonball en fila de a uno; este era el camino de las banderas de las naciones originarias, donde ondeaba una insignia taína; este es el puente de los rezos y los enfrentamientos y esa es la isla Tortuga; aquí estaba la cocina All Relations y allí estaba la carpintería; ahí estaba el hospital de campaña atendido por voluntarios donde una noche inclemente llegó un lobo pidiendo asistencia para un anciano; de esa colina se deslizaban los niños con bolsas de basura sobre la nieve una tarde de sol; ahí había una bicicleta generadora de electricidad; por allí venían los perros adiestrados para el ataque y de allí lanzaban chorros de agua a presión durante lo más crudo del crudo invierno de 2016 en Dakota del Norte.
Quiero volver a escribir la historia de la lucha contra la Serpiente Negra a través de la historia de mi vida, mis debilidades y de las fortalezas que me provee la presencia de mi hijo. Este viaje es una peregrinación, una romería americana para buscarme a mí mismo, para exorcizar mis demonios y hacer las paces con mis fantasmas.
Quisiera escribir una crónica sobre lo que disfruto jugando al baloncesto con Elías. Nos olvidamos la pelota, pero vamos a comprar otra para llevarla siempre en la RAV4. Espero que un día se ponga el sol en la pradera mientras Eli y yo jugamos en una cancha pública de Dakota del Norte.
Ni Larry Bird, ni Magic Johnson ni Michael Jordan me han emocionado tanto como lo que yo me emociono cuando mi hijo mete una de tres, aunque sea solo con nosotros dos como testigos. Y eso que yo gocé con cojones con aquellos tres cabrones en los 90.
Quiero ser capaz de reflejar en esa crónica lo que se siente, lo que yo siento, cuando veo a mi príncipe de canela caminar cinco pasos, con su elegancia vasco taína de afroboricua andaluz, como una efigie en movimiento, botando cinco veces la bola entre sus piernas de flamenco mirando al frente, pensando indiferente en otra cosa, mientras yo pienso que él piensa el mundo, un mundo que queda en suspenso mientras él se mueve, ante mí, como en cámara lenta sobre las nubes.
Uno de estos días entre Dakota del Norte y Dakota del Sur, lo quiero dedicar a buscar búfalos. Quiero que Eli vea a los búfalos correr por la pradera. No sé si la experiencia merecerá una crónica, sobre todo si los búfalos no vienen a la cancha de baloncesto a jugar.
Otra crónica que no sé si seré capaz de escribir es la de Isabel, que hoy, precisamente, hace tres años que se la llevó el cáncer, pero lo voy a intentar porque lo tengo pendiente y porque las circunstancias me lo ponen en bandeja literaria. En nuestro itinerario está viajar casi tres horas al noreste de Bismarck, donde hay un pueblo, y a otras casi tres horas al suroeste desde la misma ciudad base, donde hay otro pueblo. Ambos pueblos se llaman Isabel. Uno de ellos es un pueblo fantasma conservado en el tiempo. También hay un lago por estos lares que se llama Isabel. Masticando sentimientos descontrolados, no puedo dejar de reconocer que, como decimos en la profesión, esa crónica se escribe sola, si me dan los huevos.
Este viaje es un viaje en busca del sentido de la vida que, aunque frustrado de antemano, espero que yo y mi hijo disfrutemos mucho.
Yo debería haber desistido de buscar el sentido de la vida después de que en mi adolescencia leí a Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre y Albert Camus, y de que como universitario de Ciencias Políticas y Sociología estudié a los Monty Python, pero no he podido dejarlo. Ni siquiera después de leer tres principios de libros de Paulo Coelho he sido capaz de dejar de buscar el sentido de la vida ni de renunciar a trabajos deshumanizadores.
Racionalmente, se explica mejor el concepto de “ciclo de la vida”, que el de “sentido de la vida”, que es más cosa de filósofos pelúos. Se supone que estamos aquí para dejar espacio y detritus para los que queden y vengan después. Y ya.
Pero resulta que llevo más de una década, con altibajos, en profunda depresión.
“Solo comparto memes, yo ya no escribo nada”. Desde que dejé de vivir la vida loca en 2009 cuando renuncié, mal rayo me parta de nuevo, a mi trabajo como periodista en la Agencia Efe en San Juan, solo he levantado cabeza a ratitos. Un diagnóstico de glaucoma y una infección bucal descuidada durante la pandemia, que me ha cobrado cuatro muelas y un diente, me hacen sentir decrépito a los 46 años, anciano medieval. La falta de abrazos y de futuro profesional deteriora todavía más mi ánimo, que se hunde en un pozo de senectud prematura.
En lugar de tragarme el Prozac que me ha recetado mi médico he decidido hacer este viaje. Yo no sé si la vida tiene algún sentido, sobretodo sin drogas o sin tambores. Pero estoy seguro de que, aunque tiene que haber algo más trascendente que el mero consumo, como el amor o la empatía -sobre los cuales la ciencia patina-, hay un asunto en el que coinciden la ciencia y los pueblos originarios: H20 = VIDA, el agua es la vida. MNI WICONI!
…o a lo mejor nos comemos un mojón, pero que sepas que, si “si veo a tu mamá, !ey!, yo le pregunto por ti”.
*Entrecomillados de Don Benito Antonio Martínez Ocasio (escuchados por ahí).
Capítulo 2. CARNE DE CAÑÓN
Bismarck, Dakota del Norte, 24 de agosto del año de la COVID-19
Esta mañana me costó sólo dos horas sacar a Eli de la cama. Con las marcas de las sábanas marcadas en la cara como cuchilladas, un vaso con cereales en una mano y una banana en la otra, se subió a la RAV4 mi ayudante mientras yo cargaba con el resto del equipo y pusimos rumbo a Cannonball.
Apenas me quejé porque no me molesté. En esta cobertura, por primera vez en mi vida, estoy disfrutando del proceso más que esperar un resultado final. La realidad es que no tengo mayores objetivos que el de disfrutar este viaje con mi hijo y que los dos aprendamos algo.
No habíamos llegado todavía a la reserva de Standing Rock cuando la presencia de los nativos americanos se hacía evidente en las poéticas señalizaciones que encontrábamos enfilando la carretera 1806 tras dejar la ciudad de Mandan: la Colina de los Susurros, la Laguna del Corazón Pequeño, la Calle del Búho Blanco…
Yo no conocía esa carretera. Cuando estuve en Standing Rock en diciembre de 2016 tuve que llegar a los campamentos de los Protectores del Agua dando un rodeo porque la policía militarizada de Mandan había cortado esa vía.
la tarde, al regresar a las tierras robadas de Mandan, nos reímos a quijada abierta al ver un gran letrero anunciando una taquería, TACOJOHN’s, y ambos exclamamos al unísono: “mira, tacojones”.
Tardamos casi tres horas en realizar un recorrido de 45 minutos porque parábamos para tratar de fotografiar y grabar en video cada cosa que nos llamaba la atención. En una de estas paradas, un tal Wade estacionó su carro destartalado (mi ayudante no apuntó el modelo) junto a nuestra RAV4. El tal Wade, retirado de no sabemos qué profesión, blanco blanquísimo de nariz violácea, nacido y criado en Mandan, nos guió por la 1806 hasta un camino en el que dejamos los carros y comenzamos a caminar por un sendero. Cuando llegamos al lugar que nos había recomendado para ver garzas reales, la única que había en ese momento salió volando, pero la vimos. Tampoco pudimos filmar a un visón (no confundir con el bisonte, o “bison”, en inglés, que son los búfalos que todavía no hemos visto) que jugaba con el caparazón de una tortuga sobre los árboles caídos de una presa de castores en aquel pequeño afluente del río Missouri. Wade nos enseñó los túneles usados por los castores, cómo identificar a la hiedra venenosa, que en inglés llaman “poison ivy”, y nos llevó a un maizal para mostrarnos el hongo del maíz. Le pregunté si era como el hongo del trigo que tiene propiedades alucinógenas como el LSD, yo siempre pensando en lo mismo, pero me dijo que no, encontró uno, me lo mostró y me aseguró que sabe riquísimo a la parrilla. También nos enseñó cómo identificar bayas silvestres comestibles y comimos algunos puñados de bolitas rojas que estaban un poco ácidas porque no es el tiempo: en invierno están más dulces, aseguró.
Luego nos encerró en un cobertizo abandonado y para liberarnos pidió un rescate que se puede pagar por PayPal a la cuenta de correo electrónico sidesconfiasdemasiado@noaprendesnada.com.
No sé quién pagaría el rescate, pero seguimos nuestro road trip escoltados desde el aire por un halcón, primero, y un águila imperial, después, sobre una carretera en la que a menudo observábamos cadáveres de puercoespines, ardillas y zorros aplastados. Durante un momento, una gacela saltó a nuestro lado. Pero lo siento, para todos los lectores que esperan documentación gráfica de cada cosa que cuento, todavía no contamos con los recursos y el tiempo de producción de Sir David Attenborough o Félix Rodriguez de la Fuente. No tengo idea de qué pasó con la gacela.
El paisaje de agosto en Dakota del Norte es un mundo diferente al que yo viví aquel diciembre de hace cuatro años. Sobre esa abismal diferencia, quedará otra crónica pendiente. Por lo menos hoy, con los vellos como escarpias y lágrimas asomando, pude contarle a Eli todo lo que anuncié en la primera de esta serie de crónicas que le iba a contar.
Llegando a Standing Rock se nos agotó la batería de la cámara fotográfica que estamos usando también para grabar video, así que decidimos ir a recargar al Casino de los Caballeros de la Pradera, donde tenía previsto llevar a Eli para enseñarle el ya legendario lugar donde sucedieron otra serie de acontecimientos heroicos aquel diciembre de 2016. Pero por el coronavirus de los tacojones, no dejan entrar a menores de 18 años en ninguna de las instalaciones, incluyendo el museo, coño. Así que nos tuvimos que conformar con un bolígrafo con el logo de Standing Rock que pedí como consolación.
Visitamos la pobre comunidad indígena de Cannon Ball y llegamos hasta la no mucho menos pobre Fort Yates. A Eli le llamó la atención la cantidad de monumentos conmemorativos, siempre humildes, erigidos para recordar la memoria de los nativos americanos caídos en la primera y segunda guerras mundiales, en Corea y en Vietnam.
Aproveché para contarle a mi hijo, boricua, que cuando entrevisté en 2016 a Lakotas veteranos de Vietnam, ellos siempre tenían un recuerdo muy especial de los puertorriqueños porque indígenas americanos y boricuas han muerto codo a codo defendiendo las ingratas barras y estrellas.
Le conté a mi hijo que en 1917 el gobierno de EEUU entró en la primera guerra mundial y ese mismo año otorgó graciosamente la ciudadanía estadounidense a los puertorriqueños porque necesitaba soldados que sacrificar. Desde entonces y durante todo el Siglo XX, allí donde EEUU ha tenido un frente destinado a perder, o a ganar con un alto número de víctimas mortales, ha habido puertorriqueños entregando sus vidas mano a mano con nativos americanos. Las poblaciones menos valiosas, desdeñables, para el Congreso de Washington y la Casa Blanca, siempre han sido las colonias, como todavía es hoy Puerto Rico, y los indios, ambos pura carne de cañón.
Capítulo 3. UN HOMBRE DÉBIL
Bismarck, Dakota del Norte, 26 de agosto del año de la COVID-19
Ayer fue uno de esos días de tormento existencial. Todavía tengo el estómago revuelto por la desazón y me he levantado pensando si no hubiera sido mejor hacerle caso a mi médico y empezar a tomar antidepresivos en mi casa tranquilito. No sé quién me manda inventarme estas aventuras de las que regreso a casa sin dinero y a menudo con deudas. Nunca me han servido, ni cuando me fui Venezuela, ni a Panamá, ni a Islandia, ni a la frontera con México, ni cuando vine a Dakota del Norte por primera vez, para hacer suficientes méritos como para encontrar un trabajo estable como periodista. Ese siempre ha sido el objetivo último, aunque disfrazado de nobleza y coraje para dar voz a los que menos tienen. Nunca he tenido después la fuerza de voluntad suficiente para reunir y organizar los artículos de esas expediciones en un libro que pudiera interesar a alguien.
Por diferentes razones, -no me quiero echar solo a mí la culpa de todo-, no he conseguido todavía acordar un encuentro con alguna o alguno de los líderes de los Protectores del Agua de Standing Rock. Salvo en algunos breves momentos al llegar al terreno donde se levantaron los campamentos contra el gasoducto, la Serpiente Negra, actualmente alambrados y con carteles ordenando “no traspasar”, tampoco he sentido esa espiritualidad que daba por sentada.
Tratando de evitar ser invasivos, vemos con rabia desde la RAV4, nadando en los lagos sagrados de Standing Rock, jugando al baloncesto en la modesta cancha de Cannon Ball, la pobreza en la que viven la mayoría de los Lakota. A menudo, vemos a algunos de ellos caminando largas distancias por los arcenes de la carretera que llega a Fort Yates. Una minoría, los dueños del casino y los jefes que ostentan posiciones institucionales impuestas por Washington, monopoliza la poca riqueza que entra a la reserva de los nativos americanos.
Si no me voy arrastrando por el suelo de la pena y la impotencia es gracias a mi hijo Elías, que a sus doce años me demuestra: una madurez que, a mis 46, me siento lejos de poseer; y una bonhomía que yo a veces temo haber perdido durante el camino.
Eli es un excelente copiloto y tiene grandes dotes de navegación. En un par de ocasiones, hasta ha encontrado mejores rutas que las propuestas por Google Maps. Además es un apuntador extraordinario.
Le digo: Eli, apunta “53, mogotes”, y él deja lo que esté haciendo sin que se lo tenga que repetir dos veces y escribe así la localización de unos montículos, que parecen montañas picudas, a los que deberíamos regresar para fotografiarlos. Cada vez que veo un letrero que me llama la atención le digo: Eli, apunta “el halcón que habla alto”; “el camino de la flecha de la esperanza”; “el sendero del oso tonto”… “tacojones”.
Algunas veces, a menudo entre risas, le tengo que recordar que decir “por ahí” o “por allá” no significan gran cosa, que mejor se acostumbre a decir “izquierda” o “derecha”, y que aprenda a orientarse y sepa siempre dónde están el norte, el sur, el este y el oeste.
No tenemos los mismos gustos musicales y por cada canción de Pearl Jam o Leonard Cohen que consigo escuchar, él impone cinco o seis temas de hip hop o trap. Mi venganza consiste en que como tengo un control del volumen en el volante de la RAV4, las canciones que me gustan las escuchamos más alto. Anoche después de la cena, regresando a casa en la RAV4, tuvimos un momento muy especial, que aproveché para contarle a mi hijo historias de algunos grandes de la música popular, cuando una emisora de radio local enlazó el “What a Wonderful World”, de Louis Armsttrong, con el “Stand by Me”, de Ben E King, y el “Sitting on the dock of the bay”, de Ottis Redding.
Mi hijo me ha visto llorar muchas veces, sobretodo cuando escribo, porque yo lloro mucho cuando escribo, desde siempre. No sé si esto tiene mucho que ver con lo que mi padre me dijo una vez siendo yo un adolescente: “Iñaki, tú eres muy bueno de corazón, pero eres débil, y eso te va a perjudicar en la vida”.
Durante más de una década olvidé aquellas palabras. Luego empezaron a aparecerse en mi cabeza en ocasiones puntuales, especialmente en aquellos momentos en los que he sentido perder el control de mi vida por las adicciones u otras malas decisiones. En los años más recientes, conforme me ha ido creciendo la idea de ser un fracasado, esas palabras me martillean cada vez con más frecuencia.
Como este es un viaje de expiación, y ya que estoy contando tanto sobre mi hijo Elías, me toca en este capítulo hablar de mi padre, Elías, pero para hablar de mi padre voy a empezar por el suyo, mi abuelo Elías.
Solo vi una vez a mi abuelo Elías. Yo tenía cuatro años. De aquel viaje que hicimos toda la familia a Vitoria desde El Puerto de Santa María solo recuerdo gatear por el pasillo del avión, las tetas de una azafata que me cargó hasta la cabina del piloto y los controles del avión de Iberia apestando a humo de cigarrillos. Me cuenta mi madre que cuando vi a mi abuelo yo salí corriendo asustado. Mi abuelo tenía una barba blanca que le llegaba a la cintura y le faltaba toda una pierna que había perdido durante la Guerra Civil.
Cuenta la leyenda familiar que me abuelo, nacionalista vasco, se pasó media guerra escondido en los tejados de su pueblo, la villa de Salinas de Añana. En ocasiones, bajaba de los tejados a buscar comida o por aburrimiento. Una de esas veces, temiendo ser sorprendido por los soldados franquistas, se vistió con el uniforme de un golpista muerto. Antes de que tuviera la oportunidad de regresar a sus tejados, comenzó a recibir órdenes y acabó tomando Teruel, donde se le congeló la pierna que le tuvieron que amputar.
Como mi abuelo fue uno de los fundadores del Partido Nacionalista Vasco en Salinas de Añana, después de la guerra, lejos de recibir honores de héroe por parte de los franquistas tras haber sido uno de los primeros en entrar en Teruel, su familia se moría de hambre.
Mi padre, nacido en 1932, era el mayor de nueve hermanos. La única manera que encontró mi abuelo para evitar que sus hijos e hijas murieran por inanición fue entregarlos a curas y monjas que se los llevaron a seminarios y conventos. Ocho de los nueve hermanos y hermanas llegaron a ser sacerdotes o monjas en algún momento de sus vidas. De ellos, solo mi tío Ramón ha seguido siendo sacerdote toda su vida.
Mi padre tenía 10 años cuando frailes franciscanos lo tomaron bajo tutela y lo llevaron a un seminario casi en el otro extremo de España, en Martos, Jaén. Pero los frailes no tenían muchos más recursos que la familia de mi padre. La mejor temporada era la época de los garbanzos. Los agricultores de la zona regalaban garbanzos al seminario y los seminaristas podían así comer unas semanas todos los días sopa de agua con garbanzos. Tras la recolección de la aceituna, en el seminario desayunaban y cenaban pan con aceite. Lo de almorzar era un lujo inalcanzable.
Las noches más frías durante el invierno y a falta de leña para calentar el seminario, los frailes sacaban al patio a los seminaristas y los ponían a correr alrededor del claustro. Así trataban de evitar que alguno se muriera de frío en su catre durante la noche como no era raro que sucediera.
Mi padre juró los votos franciscanos de pobreza, obediencia y castidad. Se licenció en Salamanca de Teología y de Filosofía y estudió una diplomatura en Psicología. El voto de pobreza no lo abandonó nunca. En mi casa no faltó un plato de comida ni pasamos frío y siempre hubo libros, pero ningún lujo o gasto superfluo. Para los caprichos, mi hermana, Gloria, mi hermano, Elías, y yo, siempre tuvimos a mi madre, Mari Gloria, que los contrabandeaba en la casa para nosotros.
Mi padre dejó Salamanca y regresó al País Vasco, donde se recorrió cada rincón de la provincia de Álava en burro pidiendo donaciones y reclutando potenciales seminaristas. Luego lo destinaron a Chipiona, el pueblo de mi madre, para hacerse cargo como principal del Santuario de la Virgen de Regla. Algunos de aquellos jóvenes reclutados en las montañas más inaccesibles de Euskal Herria, que todavía siguen siendo franciscanos y que lo querían mucho, me contaron que mi padre llegó a cobrar cierta notoriedad en los cónclaves eclesiásticos de la época a nivel nacional defendiendo que “a los niños ni se les toca ni se les golpea”.
En Chipiona, organizó ejercicios espirituales mixtos para jóvenes en los que novedosamente participaban juntos muchachos y muchachas. En esos ejercicios espirituales conoció a mi madre, que era muy devota, y lo ha seguido siendo siempre. Mi padre llegó a darle la comunión y a confesar a mi madre.
Según la historia oficial familiar contada por mi madre, sin que hubiera pasado nada más allá que una relación platónica entre ellos, ella se fue a trabajar a Madrid y perdieron el contacto.
Mi padre había decidido colgar los hábitos, pero para no traicionar su voto de obediencia, esperó la dispensa papal que lo liberó de sus obligaciones sacerdotales y franciscanas cuando contaba 37 años. Y se fue a Madrid a buscar trabajo.
Cuenta mi madre, albacea de la historia oficial, que mi padre la contactó porque no conocía a nadie más en Madrid y que ella empezó a quedar con él, “al principio porque me daba penita el pobre curita que no sabía nada de la vida fuera de la Iglesia”.
Licenciado en Teología y en Filosofía y diplomado en Psicología, mi padre encontró trabajo como vendedor de enciclopedias puerta a puerta. Mi padre recordaba aquella experiencia como la peor de toda su vida. No vendió una sola enciclopedia en semanas de intentos.
La absoluta incapacidad de mi padre como vendedor no impidió que se casaran y se fueran a vivir a Vitoria, primero, y luego a El Puerto de Santa María, donde a mi papá le ofrecieron trabajo como profesor de Filosofía en el jesuita Colegio San Luis Gonzaga, entonces un caro colegio privado para la élite bodeguera y militar de la zona del Sherry en el que mis hermanos y yo pudimos estudiar gracias a que mi padre daba clases allí.
Cuando el PSOE de Felipe González entró en el gobierno, canceló los títulos concedidos por universidades de la Iglesia. Recuerdo cómo, siendo yo un carajito, mi padre se pasaba el día en el Colegio impartiendo clases y las tardes y las noches estudiando para conseguir que le convalidaran su título de Licenciado en Filosofía y Letras y así conservar su trabajo.
En mi casa, mi papá era un hombre bastante serio y aburrido que dedicaba su tiempo libre a leer vorazmente o ver informativos y grandes competiciones deportivas en la tele. No se perdía una etapa del Tour de Francia, el Giro de Italia o la Vuelta a España. Nunca lo vi borracho, pero las comidas las acompañaba con una copa de vino de cartón y en las sobremesas se regalaba una copa de ginebra probablemente porque mi madre le animaba a darse esos pequeños gustos.
Tuve la fortuna de ser su alumno, aunque más de una vez, por aquello de evitar que alguien le pudiera señalar favoritismo, mis merecidos “sobresalientes” me los bajaba a “notable”. Pero ver a mi padre en clase era un espectáculo. Mi papá era un auténtico showman de la filosofía. Una vez llegó una carta desde Madrid del Ministerio de Cultura del Gobierno Español para felicitarlo porque sus alumnos habían obtenido las mejores notas de la Selectividad en toda España. Con chistes, anécdotas y un dominio organizado y absoluto del tema, mi padre conseguía que sus alumnos, sin necesidad de estudiar demasiado, consiguieran explicar en los exámenes con claridad conceptos como el de la caverna de Platón o el capital de Marx.
Mi padre dejó tal huella en sus alumnos que si voy a El Puerto de Santa María me suele pasar que alguien desde otro coche o desde la otra acera, me toque bocina o levante los brazos gritándome con afecto: “Ey! Hijo de Don Elias! Ese es el hijo de Don Elías”.
El cariño que he cosechado yo, gracias a la labor de mi padre, llegó a extremos fabulosos. En mis tiempos universitarios en Granada, cuando yo regresaba al Puerto de vacaciones, hubo una época en la que un exalumno de mi padre llevaba un bar de copas after hours. Me voy a reservar el nombre del negocio y del ex alumno para no comprometerlo. Pero cuando yo aparecía con mis amigos más viciosillos por aquel magnífico antro, el ex alumno, dueño del bar y camello de cocaína, nos abría una sala VIP solo para nosotros. A cada poco, aparecía el exalumno con un muy peliculero espejo largo rectangular repleto de rayas de coca que nos ofrecía diciendo “yo quiero mucho a tu padre. Tu padre me hizo ver cosas que ni la puta droga esta ni ninguna droga”.
Mientras escribo en este Airbnb de Dakota del Norte, viendo a mi hijo sin molestarme para nada, paciente, asegurando que no está aburrido, que no tiene hambre, que no necesita nada porque me ve escribiendo, pienso en aquella vez que mi papá me llevó a Vitoria cuando yo tenía 14 años, así que debería ser en 1988. Eran las fiestas de la Virgen Blanca. Una prima mía abertzale me sacó por la noche con sus amigas a beber calimocho (vino tinto con Coca Cola). No fue mi primera borrachera pero, probablemente, fue la más sucia de mi vida. Acabé retozando con una de las amigas de mi prima sobre la hierba de una plaza de madrugada. Supongo que entre beso y toqueteo le vomité encima y me dejó allí solo durmiendo. No sé cómo llegué a la casa de mi tía, donde nos estábamos quedando.
Al día siguiente mi padre me contó que al poco de yo llegar a la habitación donde ambos nos estábamos quedando, cada uno en una cama individual, empezó a oler a podrido. La peste no le dejaba dormir y se levantó, me retiró las mantas y las sábanas para descubrir que yo estaba durmiendo entre la mierda. Tengo grabadas en mi cabeza algunas imágenes. Mi padre tratando de levantarme. Mi padre llevándome por el pasillo estrecho que llevaba al cuarto de baño y yo seguía cagando calimocho. Todavía siento cómo la mierda me recorría las pantorrillas y los tobillos hasta llegar a la alfombra que cubría todo el pasillo. Mi padre desnudándome y metiéndome en la bañera. Mi padre duchándome. Recuerdo el agua transparente que llegaba a mi cuerpo y bajaba marrón y negra hasta el desagüe.
Mi padre nunca volvió a mencionar aquel incidente y creo que no se lo contó ni a mi mamá.
Yo tenía 33 años y vivía en Puerto Rico cuando mi padre se estaba muriendo. Estaba trabajando para la Agencia EFE y, supongo que por ese miedo atávico a que yo perdiera un buen trabajo, mi madre me dijo que no hacía falta que yo fuera a España, que mi padre no se iba a morir todavía. Yo paraba mucho por el Rivera Hermanas del Viejo San Juan y compartí mis dudas con Ivys, Mercedes y Marga. Ellas no dudaron: vete, tienes que ir, me dijeron. Recuerdo que Marga, en su línea de sabia prudencia, me insistió: mira yo no sé, es cosa tuya, eso lo tienes que decidir tú, pero si me preguntas, yo, de verdad, siento que deberías ir.
Yara Liceaga me había anunciado pocos días antes que estaba esperando un hijo mío. Llegué a casa de mis padres en El Puerto de Santa María a tiempo para decirle a mi padre que le iba a dar un nieto, su primer nieto varón, y que lo llamaría Elías. Creo que en su lecho de muerte me entendió. Tres días después murió.
Como la casa estaba llena de familiares, aquella noche me tocó dormir en la misma habitación donde yacía su cadáver y me sentí bien, me sentí bien de una manera extraña que no sé cómo expresar.
Al día siguiente lo amortajaron con su hábito franciscano con el que lo sepultamos. Para sacar el féretro de la casa tuvimos que montarlo en el estrecho ascensor verticalmente. En el elevador, mientras descendíamos, dos empleados de la funeraria, mi padre de pie dentro del ataúd y yo, sonó el toc de la cabeza de mi padre chocando con la tapa del féretro. Me sentí mal por la incomodidad de los sepultureros, que bajaron la vista, pero a mí me entraron ganas de reir.
La misa del sepelio, en la Parroquia de Nuestra Señora de la O, en Chipiona, estuvo oficiada por 13 frailes franciscanos, dos de ellos, obispos. La mayoría de ellos, ex alumnos o antiguos jóvenes reclutados por mi padre en las montañas de Álava.
Yo sé que soy débil para muchas cosas y que tengo que bregar con eso. Pero como me dice mi hijo: “papi, te amo”.
Capítulo 4. EL ROAD TRIP
Custer (Black Hills), Dakota del Sur, 28 de agosto del año de la COVID-19
Hoy conseguí despertar a Eli a las siete y media de la mañana con la promesa de llevarlo, ya por tercera ocasión, a Perkyns para desayunar su plato favorito de todos los tiempos, el Hardy Man Combo, que incluye dos huevos fritos, patatas fritas en cuadritos, tres lonchas de bacon, cuatro salchichas de dos tipos diferentes y tres grandes y deliciosos pancakes. “Así tan ricos, no los hay en todo Massachusetts, papi”, asegura abriendo los ojos emocionado. Además, viajábamos a Dakota del Sur a ver el memorial a Caballo Loco que se esculpe desde 1947 en una montaña de las Black Hills, la tierra más sagrada de los Lakota y venerada también por otras naciones originarias de Norte América. De paso, veríamos a los presidentes labrados en el Monte Rushmore porque nos pilla de camino.
Mi intención era hacerle caso a mi hermanita mapuche Patricia Villegas, quien ha estado guiándome desde Australia en este viaje de búsqueda existencial por las Dakotas. Patty, a quien había entrevistado en el Sacred Stone Camp en mi primer viaje a Standing Rock y que me sirvió de guía e intérprete, me recomendó que experimentara la fuerza espiritual de las Black Hills limpiándonos con el humo de un tabaco que debíamos dejar en la tierra.
Recomiendo hacer una búsqueda sencilla en Google para conocer la apasionante y tristísima historia de las “Colinas Negras” y Čháŋ Óhaŋ, conocido como Crazy Horse, o Caballo Loco, en español. Lo que voy a contar ahora aquí, desde el motel más barato que pude encontrar en el pueblo de Custer, mientras mi hijo ve vídeos de Fornite en Youtube, es la historia de nuestra expedición personal atravesando las Dakotas en nuestra fiel RAV4 de alquiler.
Viajando por Dakota del Norte habíamos visto varios tipos de animales aplastados en la carretera. Los que hemos visto destripados en las carreteras de Dakota del Sur han sido más espectaculares: un ciervo inflado en el arcén, un castor, un halcón, un zorro colorado y, además de varias ardillas y ratones de campo, dos mofetas. Parecía un especial de la Noche de Brujas de los Looney Tunes.
Como en la del Norte, en Dakota del Sur por todas partes están diseminadas las balas de heno circulares para que el ganado, principalmente las vacas sin cuernos modificadas genéticamente para que den más carne, y los caballos, se alimenten durante el invierno. También abundan las casas y graneros abandonados y los tractores y otros vehículos que, me he percatado hoy, son dejados a la intemperie en lugares estratégicos a modo de hermosamente tétricas esculturas oxidadas.
Hoy Pandora se portó bien, y en los ratos que Eli me dejó poner mi emisora de Tom Waits, fueron sonando canciones que parecían escogidas para la aventura que estamos viviendo esta semana y las cositas que estoy escribiendo, como, de repente: “A Well Respected Man”, de The Kinks, o “Further On up the Road”, por Johnny Cash.
Ya en Dakota del Sur, a medio camino hasta Rapid City, debíamos pasar por un pueblo que se llama Isabel. Ayer conduje seis horas, pero hacia el Norte de la del Norte de las Dakota, para visitar otro supuesto pueblo que también se llama Isabel. Solo encontramos casas y graneros fantasma y el cartel de una escuela, fundada en 1922, que se llamaba Isabel School, pero ni rastro de la escuela más allá del letrero bajo el cual se deterioraban un neumático sobre un sillón abandonados. Se me quitaron las ganas de visitar la Isabel de Dakota del Sur, pero resulta que era paso obligado en nuestro camino hacia las Black Hills.
Empecé a pensar que me gustaría subir a Facebook una foto mía con Isabel cuando yo acababa de regresar de Standing Rock junto a otras fotos de carteles con el nombre de Isabel: Isabel City Hall, Isabel Beauty, Isabel Bar and Grill. Tenía previsto acompañar las fotos con la canción que una vez le hice escuchar a Isabel: “Todo el mundo ama a Isabel”, de Loquillo y Los Trogloditas. Planeaba escribir: “Y entonces, en Dakota del Sur, encontramos un pueblo donde todo el mundo ama a Isabel”.
Pero la Isabel de la canción de Loquillo era una sensual y atractiva prostituta que le robó todo.
Mi Isabel era sensual, atractiva y amada por todo el mundo que la conoció, pero claro, nada que ver con la de la canción. Seguro que el post generaría suspicacias entre todos los que no conocían nuestras complicidades: a sus familiares les dolería, se ofenderían, y algunos presenta’os harían sus chistecitos. Por otro lado, pensaba, es mi luto y cada uno lleva su luto como puede. O como le sale de los cojones.
Pero no, las cosas no son así, mi luto no justificaba el dolor, quizás la decepción conmigo, que mi ocurrencia le iba a causar a Carmen, a Alba, a José, o a la madrina de Isabel, que está leyendo estas crónicas.
Faltaban unas cinco millas para llegar a Isabel, el pueblo de Dakota del Sur, y yo seguía en mi mente erre que erre con que es mi luto y ella mi Isabel, la mujer extraordinaria.
Creo que el espíritu de Caballo Loco vino a ayudarme para no cometer aquel error de falta de sensibilidad y consideración.
La carretera estaba cortada por una frondosa barricada de varias líneas de conos de tráfico y una enorme señal de Stop justo en medio de la vía. Paramos. Un joven Lakota con mascarilla, chaleco reflectante y un portapapeles y un bolígrafo en las manos se bajó de una camioneta y caminó hacia nosotros. Me preguntó de dónde veníamos y hacia dónde íbamos. Le contesté y lo apuntó. Me pidió disculpas y me informó de que debido al coronavirus el pueblo de Isabel completo estaba en cuarentena, que todos los negocios estaban cerrados y que solo podían pasar los servicios esenciales. Le dije que lo entendía y que daríamos la vuelta por donde vinimos. El joven Lakota me estaba volviendo a pedir disculpas por los inconvenientes cuando le pregunté si no podíamos pasar por Isabel sin bajarnos del carro, solo para hacer algunas fotos que son muy importantes para mí. Me preguntó por qué. Le conté que yo había perdido a una persona muy querida que se llamaba Isabel y que solo quería hacer fotografías a los letreros con su nombre. Perdona, reiteré, nos vamos, nos vamos, entendemos.
Espere un momento que lo consulte con mi compañero, me contestó. Fue hacia la camioneta y luego vino otro joven Lakota, con mascarilla y chaleco y me volvió a preguntar que por qué queríamos ir a Isabel. Le dije que no se preocupara, que dábamos la vuelta, que entendía y que me disculpara. Se expresó con una dulzura y un respeto humilde y ancestral: señor, entiendo profundamente su luto y lo acompaño en su sentimiento, pero no lo puedo dejar pasar, discúlpeme.
Ya estoy llorando, carajo.
Así que tuvimos que hacer un pequeño desvío. Pero claro, en esta América profunda, un desvío significa dos horas más de recorrido. El GPS insistía en llevarnos por diferentes rutas y todas nos obligaban a pasar por la imposible Isabel. Eli encontró varias rutas alternativas, pero cuando nos vimos en caminos de gravilla y fango temí que la factura de la RAV4 acabara trepándose a límites impagables. En un cruce de caminos en medio de ninguna parte encontramos un taller y paramos para pedirle direcciones al mecánico. Poco después nos dimos cuenta de que no sólo las distancias se miden de manera diferente en la América profunda.
El mecánico me indicó que siguiendo la carretera número 12 hacia el Oeste pasaríamos tres ciudades (dijo “cities”, no “towns”, que son pueblos): primero Morristown, luego Keldron y después el desvío hacia Thunder Hawk (“el Halcón del Trueno”, me encanta). Explicó que entonces, como media hora después, llegaríamos a la primera ciudad grande (“big city”, dijo), tras la cual deberíamos tomar la 73 hacia el Sur. “Cuando estén llegando a Lemmon, como es una ciudad grande, ya les va a funcionar el GPS”, vaticinó el amable mecánico.
En la “ciudad” de Morristown contamos cinco casas y en Keldron una veintena. Según Google, “la (según el mecánico) gran ciudad” de Lemmon tiene 1,191 habitantes.
Le estaba contando a Eli que wow, dos horas más de viaje, pero que está bien, que seguro que vemos o vivimos algo interesante que nos hubiéramos perdido si hubiésemos ido por Isabel.
Yo: ¿Te acuerdas que ayer pasamos el día buscando el pueblo de Isabel en Dakota del Norte y no había ni pueblo ni nada más que estructuras abandonadas? Pues mira, por ir para allá, al final, encontramos los bisontes, que no habríamos visto de otra forma. No sé, en cierto modo es como lo que se dice en Puerto Rico, creo que también en inglés se dice, que cuando la vida te da limones…
Eli: …pues nos vamos por Lemmon.
Llegando a Lemmon le pedí a Eli que saliera de Pandora y que pusiera en Youtube la canción Lemon, de U2.
Y no sé lo que nos perdimos en Isabel. Yo agradezco no haber posteado lo que planeaba. Y agradezco todavía más haber pasado 15 minutos en una gasolinera de Lemmon porque descubrí lo que son los “hillbillies”: esos gringos trabajadores, auténticos, inocentes y, sobretodo, buena gente, muy buena gente. Si todos los gringos fueran hillbillies este mundo sería mucho mejor.
A menudo el hillbilly es caricaturizado por los propios gringos, sobretodo en los dibujitos animados, como un paleto, un cateto, desdentado, analfabeto, jíbaro, malvestido, sucio, ignorante.
Los hillbillies que yo conocí en Lemmon son los gringos blancos más maravillosos, genuinos y cándidos de todos los EEUU, nada que ver con los “rednecks”, que a lo mejor sí, este término tiene connotaciones más racistas y violentas.
Es cierto que estaban sucios. Sucios de trabajo duro. Es cierto que muchas de las mujeres jóvenes que vi estaban alegremente preñadas. Aja, y qué? A mí me faltan más dientes que a la mayoría de los hillbillies que vi en aquella gasolinera donde una señora atendía a sus clientes llamándolos por su nombre de pila con tal cariñosa familiaridad que me dieron ganas de quedarme a vivir allí. Los hombres de más edad llevaban barbas, algunos en plan ZZ Top. Pero yo nunca me he sentido mejor tratado y nunca había vivido un ambiente tan acogedor en estos Estados Unidos blancos de Norte América.
Además, en ninguna otra parte del subcontinente venden mis adoradas semillitas de girasol (pipas, en español de España) de tantos tipos, sabores y marcas diferentes como en Lemmon. En aquella gasolinera había todo un pasillo dedicado a las semillitas.
En aquella gasolinera, interactuando con el tipo que me saludó al parquear como si él hubiera visto a un personaje famoso en mí, con aquel otro con el que me encontré en el cuarto de baño, con el que me ayudó con el café, con los que escuché hablar en la fila para pagar, con el que me vio tomando fotos y fue a buscarme folletos del museo más grande del mundo de madera petrificada, que está en Lemmon, yo me sentía como en otro mundo, en un mundo como el de los Simpson El aspecto, el lenguaje corporal, la manera de hablar, de vestir y de mirar, de una bonhomía genuina, hermosamente local, sin demasiadas influencias externas, me conquistaron. El término hillbilly es un concepto que puede ser peyorativo o despectivo, ya lo sé, pero según como se diga, como, por ejemplo, jíbaro o, en mi tierra, campero. Yo siempre digo jíbaro o campero de manera admirativa. Hoy descubrí que admiro a los hillbillies.
Si usted visita Dakota del Sur y quiere ver gringos blancos buena gente, y el museo de madera petrificada más grande del mundo, vaya a Lemmon.
Me subí a la RAV4 y le pedí a Eli que escucháramos el disco The Notting Hillbillies, de Mark Knopfler, que aunque el líder de los Dire Straits es inglés, es la referencia que tengo. Fue uno de los primeros LP que me compré en mi adolescencia y no lo escuchaba desde entonces.
Hoy he conducido 10 horas y luego me he puesto a escribir y ya no puedo más. Pero tengo que terminar esta crónica. Así que voy a tratar de resumir el resto: el monte Rushmore con sus presidentes me la pelan. Todo un jodío circo de turisteo masivo multitudinario sin mascarilla ni distanciamiento social. Una locura trumpista cabrona y asesina. El memorial a Caballo Loco tampoco me dice nada, la verdad. Aunque el de Caballo Loco se mira con comprensión y orgullo mientras que el de los presidentes me da vergüenza y rabia.
Pero las Black Hills sí que se sienten, y se comprende que sean sagradas solo abriendo los ojos. Las puedes llamar sagradas o las puedes llamar extraterrestres. El radical paisaje de las montañas con piedras y rocas de colores que brillan con el sol, unas veces sobre la pizarra, otras veces sobre el cobalto, o sobre granito, o mármol, o humilde arcilla. Las Black Hills son una discoteca natural continua a los lados de la carretera que te da puñetazos de una belleza onírica que no había visto ni leído ni en libros ni en películas ni en documentales ni en hostias.
Me voy a la cama ya porque en unas pocas horas tengo que despertarme para buscar un lugar sin turistas donde fumarme un tabaco para bañarnos mi hijo y yo con el humo al amanecer.