Regreso triunfal de El bolero fue mi ruina

Vida. Pasión. Muerte. La crucifixión del amor prohibido; la tortura del dolor terrenal; la violencia de los sentimientos más intensos y desgarradores, todo al compás del bolero. A veinte años de su estreno inicial, Jorge B. Merced y el Teatro Pregones/Puerto Rican Traveling Theater (PRTT) de Nueva York regresan con una nueva versión de su pionera obra El bolero fue mi ruina de 1997 pero ahora parcialmente traducida al inglés (lo que Merced llama un “contrapunto alborotado” entre el inglés y el español) y protagonizada por cuatro actores en vez de uno solo. The Bolero Was My Downfall, pieza basada en el cuento “Loca la de la locura” y en otros textos y poemas del escritor puertorriqueño Manuel Ramos Otero, se presentó del primero al treinta de junio de 2017 en el Teatro Pregones, el cual está localizado en el 575 de la avenida Walton en El Bronx, a pocas cuadras del Colegio Comunal Eugenio María de Hostos. Contó con las destacadas actuaciones de Merced en el papel protagónico de Loca y de un maravilloso trío adicional: Chad Carstarphen (Pasión), Cedric Leiba Jr. (Vida) y Gabriel Hernández (Muerte). Los músicos Desmar Guevara y Marcos Torres se integraron al cuarteto, complementando la acción: el primero en el piano y el segundo en la percusión. La obra contó con concepto y dirección de Jorge B. Merced, escenografía por Chris Cancel-Pomales, vestuario por Harry Nadal, iluminación por Lucrecia Briceño y proyecciones visuales y videos por Melisa Ramos.

El bolero está lleno de sorpresas. La obra comienza con un guapo hombre barbudo (Torres) que cruza el escenario dejando caer seis pequeños ramos de flores artificiales; pensamos que es un actor, pero resulta que es uno de los músicos, quienes seguirán interactuando y participando de la acción a través del musical. Pronto aparecen Vida, Pasión y Muerte, tres personajes diversamente travestidos (algunos más que otros) cual coro de tragedia griega pero en clave caribeña camp, que se acercan a la plataforma que ocupa el espacio central. Coronada de flores, la tarima dice “Loca la de la locura” en letras rústicas en el segundo de sus tres escalones. El grupo canta el bolero “Dos cruces” del español Carmelo Larrea, composición de 1952 sobre las penurias de la distancia y el desamor (“Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada, testigo de nuestro amor/bajo la noche callada…”). Súbitamente se integra una misteriosa figura encapuchada: se trata de la encarcelada protagonista Loca, travesti de cabaret quien cumple sentencia de prisión por el asesinato de su amante Nene Lindo. Así anuncian los titulares de la prensa amarilla que van apareciendo en la pantalla que se encuentra en la parte posterior del escenario (detrás de la tarima) y que Loca lee acompañada por la puntuación musical de los actores. (En el cuento original de Ramos Otero, aprendemos que Loca está en la Penitenciaría Estatal de Río Piedras, mejor conocida como Oso Blanco y que Nene Lindo nació en 1943 y fue asesinado en 1968.) ¿El momento histórico? Fines de los años setenta, tal vez; ya se han cumplido al menos diez años desde el funesto episodio pasional y Loca está a punto de salir de la cárcel. Las referencias son a un país de otra época curiosamente marcado por la continuidad, con menciones al Partido Popular Democrático, a un joven independentista de Hormigueros y más que nada, a la centralidad del bolero encarnada por Loca, en oposición dinámica al movimiento de su novio Nene Lindo del bolero hacia la salsa.

Loca es la cuentera, el jóker, la maestra titiritera que controla e invoca los espíritus de sus memorias desde el espacio limitado de su celda, representada por su tarima elevada, que de repente parece trono de la Virgen María o de orisha de la santería; una celda en medio del Club Medianoche de sus recuerdos, invocado por la presencia de los dos músicos (el piano a la derecha, iluminado por una pequeña lámpara, las congas a la izquierda) y de las lujosas cortinas (¿de terciopelo o de seda color vino, tal vez?) que sugieren el antro de mala muerte donde Loca protagonizó sus noches de seducción. Si bien la figura de Loca en la producción original de 1997 (remontada en 2005) ya recordaba al encarcelado protagonista francés de la clásica novela Santa María de las Flores (1944) del escritor Jean Genet, ese narrador homosexual que sueña con Divina (Divine), musa y diosa transformista, esa impresión se intensifica en este montaje según Loca va invocando a sus personajes. Comienza con Muerte (Gabriel Hernández), quien pasa a interpretar el tema “Sangre, tinta y corazón”, canción original basada en poemas de Manuel Ramos Otero con música y letra por Jorge B. Merced y arreglo de Desmar Guevara. El talentoso Hernández, su cabeza afeitada y su rostro levemente ilustrado con dibujos, lleva una lujosa chaqueta y pantalones largos pero se encuentra sin camisa, mostrando los fuertes músculos de su pecho y estómago.

La muerte marca la pieza tanto como el bolero. Pero por supuesto, antes de la muerte (o camino a ella), está la canción, lo cual da pie a dos números musicales interpretados por Pasión (Chad Carstarphen): el primero, la mímica o doblaje de “Oración al Caribe” del ilustre mexicano Agustín Lara tal como interpretada por Toña La Negra, a quien vemos proyectada en blanco y negro en la pantalla del trasfondo. Pasión, iluminada por un foco, es un destello de lujo y belleza con su piel negra preciosamente maquillada y su rostro calvo que pronto lucirá un bello tocado. Mueve su boca invocando a la cantante veracruzana y para súbitamente para narrar una historia mientras que Loca sigue en tarima, cual sombra o relevo fonomímico, sustituyendo a la diva que entretiene a su público. La tensión dinámica: mirar dos actuaciones (las de Loca y Pasión, una negra y otra más blanca) que compiten y se complementan. Pasión entonces pasa a cantar (pero ahora con su propia voz) “Olas y arenas” de Sylvia Rexach (arreglo de D. Guevara), invocando simbólicamente en esa sala teatral de El Bronx todo un universo caribeño. Pero aquí no son sólo las locas vestidas las que doblan canciones: también lo hacen los machos, y ahora vemos a Muerte doblar el bolero “Si me comprendieras” del chileno Lucho Gatica, lo cual le da paso a un número grupal en que todos cantan el clásico bolero “Ansiedad” con música del argentino Atilio Bruni y letra del mexicano Ernesto Cortázar (“Hay en tus labios en flor un veneno mortal/son tus caricias de amor un delirio sensual…”) (arreglo de D. Guevara).

Uno de los aciertos de la producción del Teatro Pregones es la manera en que se resalta la especificidad caribeña del género sexual, la exageración intrínseca tanto del macho como de la hembra. En la obra se oscila desde la masculinidad tal vez más clásica, reservada y menos gestual de Hernández (y en cierto momento, de Merced, quien interrumpe su representación de Loca para ilustrar al macho que seduce y obliga a su hembra a participar del acto sexual) hasta la cara pintada (casi como payaso transformista) de Cedric Leiba Jr., quien interpreta a Vida haciendo el papel de Nene Lindo, bugarrón del Caribe, papisongo de El Bronx, figura que en este montaje ocupa un papel transnacional: el Pedro Navaja de la canción pero orientado lingüísticamente a través de su inglés hispano y de su gestualidad a la experiencia diaspórica más reciente, tal vez como esfuerzo de integrar el personaje a su público local. La masculinidad exagerada y performativa de Vida, quien le toma prestado el sombrero al percusionista y con quien interactúa cual bailador de bomba que saluda al tambor (de hecho, hasta se aproxima y toca el cajón, casi en acto de desafío), demuestra la dimensión teatral del ser macho. Es así que Vida (Leiba) pasa a interpretar dos temas: el primero, el tango “Niebla del riachuelo” (con música del argentino Juan Carlos Cobián y letra de su compatriota Enrique Cadícamo, con arreglo de D. Guevara), el cual canta, uniéndosele el resto del elenco; el segundo, el doblaje o la mímica del bolero “El reloj” del mexicano Roberto Cantoral (“Reloj, no marques las horas”), interpretado por Lucho Gatica.

En esta obra, Loca habla de su condición de figura encarcelada en solitaria, que oye a su vecino masturbándose cada quince minutos y que recuerda su niñez rural y su migración a San Juan al igual que su relación tormentosa con su madre enloquecida (e institucionalizada en un manicomio, su mejor amiga) y con el novio joven al que mató por miedo a que la abandonara al envejecer. La culminación del recuento de la memoria de Loca es su interpretación magistral de “La vida es un problema” de la inigualable sandunguera puertorriqueña Myrta Silva. Ante nuestros ojos, Loca se transforma de preso envejeciente a graciosa y glamorosa diva tropical, revelando un traje de gigantescas lentejuelas doradas que llevaba escondido debajo de su ropa gris. Como indica el texto original, le va añadiendo elementos: “la peluca crepúsculo” (en este caso, un precioso tocado con plumas amarillas creado por Harry Nadal), “los relámpagos tormentosos de mis pantallas de rhinestones [y] los guantes negros de ópera cubriendo con su textura de rigoletto los insufribles vellos del antebrazo”, complementados por una gigantesca boa de plumas amarillas y por vistosas maracas cubiertas de joyas y escarcha. La obra concluye con la salida de Loca de la cárcel y su visita a la tumba de Nene Lindo y de su propia madre, afirmación de sobrevivencia en un mundo hostil. Aquí oímos el tema original “Vida, Pasión y Muerte” interpretado por todo el elenco.

Las múltiples adaptaciones de Pregones del cuento “Loca la de la locura”, texto que Ramos Otero publicó a principio de los ochenta en la revista Reintegro en Puerto Rico, rescatan pero también transforman la obra original, privilegiando la música y eliminando algunos de (pero no todos) los elementos más abyectos (por ejemplo, las menciones del consumo de drogas), suavizando un poco la imagen escandalosa y controversial del autor, quien es figura de culto en ciertos círculos puertorriqueños. Pregones sí mantiene numerosas referencias a la sexualidad, desde la masturbación hasta los juegos eróticos entre Loca y Nene Lindo, que se mencionan pero no se representan de manera explícita entre actores. Este nuevo montaje expande la centralidad de la música y de la comedia, gesto que sirve para acercar la obra a un público más diverso, aunque en las dos funciones que asistí parecía que predominaban las personas latinas mayores de cincuenta años. En su nota de director, Merced resalta la falta de traducciones definitivas de la obra de Ramos Otero al inglés o de ediciones bilingües, al igual que el compromiso de Pregones/PRTT “de poner la obra al alcance de un público diverso y multigeneracional”. (La mayor parte de los textos de Ramos Otero también se encuentran agotados en español y no hay un solo libro monográfico o una sola antología crítica sobre el autor, si bien hay una diversidad de importantes artículos académicos.) Pregones también ha escenificado “Vivir del cuento” (texto de Ramos Otero sobre la migración puertorriqueña a Hawái a principios del siglo veinte) en su obra musical Aloha Boricua, la cual reseñé en Claridad en 2009. En este sentido, queda claro el compromiso duradero e incondicional del Teatro Pregones de popularizar el legado del autor.

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