Especial para En Rojo
Con un agradecimiento especial a mi amiga y camarada, animalista feminista, Vanesa Contreras Capó.[1]
Tras muchos días de ensayos y descartes, a punto de declararla fallida, esta columna ha quedado escrita. Pero no es lo que quería. Eso no pude escribirlo. Fatigada, depongo la flecha del deseo, tan susceptible a la obsesión, y me conformo con rondar, ondulante, las aspiraciones que motivaron lo que sigue.
Anhelaba reclamar que la osa, la leona, la elefanta, el lémur, la chimpancé, la elefanta, el rinoceronte, el arruí, el faisán… vivan y mueran como han de hacerlo, sin verse obligados a defenderse de mi aterradora especie, que les somete, les enjaula, les caza, les conduce a la zoocosis y a la muerte, incluso a la extinción.[2]
Planeaba recorrer la historia del zoológico como institución en Occidente para denunciarlo como cadalso, reino de muerte, pues sus orígenes están indisolublemente vinculados con el proyecto colonizador, capitalista, racista, patriarcal, especista y, aun pese a sus transformaciones a lo largo del tiempo, la premisa de “exhibición” de otras especies para “entretenimiento” de la nuestra sigue teniendo el mismo fondo éticamente injustificable.[3]
Proyectaba resumir el extraordinario trabajo investigativo de periodistas como Valeria Collazo Cañizares y de organizaciones animalistas y defensoras de los derechos de todos los seres sintientes, como Vínculo Animal PR y Puerto Rico Sin Zoo, en torno a los horrores al interior del zoológico Juan A. Rivero en Mayagüez. Se ha evidenciado el abandono, la negligencia, la falta de cuidado médico, las decenas de muertes recientes (durante los últimos cinco años; quién sabe del resto…), el dramático deterioro de las instalaciones desde su cierre al público tras el huracán María en 2017, la documentación inconsistente o inexistente, la noria de los fondos de FEMA para la reconstrucción y la contratación de una firma local de arquitectura para “el nuevo diseño” y reapertura, cuyos trabajos duermen el mismo sueño que los del hospital en Vieques, la falta de controles de natalidad, aumentando así la desgracia…[4]
Me proponía recordar que, desde su apertura en 1954, se ha alegado que el lugar –contiguo, dicho sea de paso, al Recinto de Mayagüez de la UPR– hace importantes contribuciones en materia de conservacionismo e investigaciones científicas, pero, como bien ha indicado Sahír Pujols Vázquez, aún esperamos la evidencia de tales aportaciones y sus innovadores resultados.[5] Todavía están por verse también los efectos de dichas “investigaciones” en materia de desarrollo e implantación de programas públicos de concienciación animalista y ecologista para la población puertorriqueña de todas las edades.
Quería denunciar como falso el trillado argumento –blandido por funcionarios del DRNA y otros en Puerto Rico, así como por muchos a nivel internacional que defienden la existencia de los zoológicos– a los efectos de que, al ver en vivo especies que nunca encontraríamos en nuestra vida cotidiana, experimentamos de paso un incremento en nuestra “conciencia” ecológica. El alegato es ilusorio por dos razones: (1) la exhibición en cautiverio es un fenómeno exactamente contrario a la “conciencia ecológica;” y (2) no hacemos absolutamente nada por medir (¡para poderlo probar!) tal “incremento” en las poblaciones que a lo largo de décadas visitaron el zoológico en Mayagüez.[6]
Sí, a algo así aspiraba… y, además, a hilvanarlo todo en esta escritura apretada con tal efectividad retórica y lírica que las siguientes premisas inescapables viajaran entre mis palabras y se te metieran en la piel; esto es, no sólo que te parecieran razonables y lógicas, sino que las sintieras en la carne, que te conmovieran sin soltarte, que te agarraran por el cuello casi ahogándote, llenándote de agua los ojos, y que no te soltaran nunca más. El zoológico Juan A. Rivero –y todos los zoológicos del mundo– tiene que cerrar. Son varias las alternativas sensibles ya presentadas, incluyendo transformarlo en un centro de recuperación y rehabilitación para animales “exóticos” y domesticados que se rescatan del tráfico ilegal y de las calles del país. Los animales que aún malviven allí tienen que salvarse mediante su traslado a santuarios especializados y, cuando sea posible, por medio de su liberación en hábitats adecuados. La verdadera conciencia ecologista que defiende la dignidad y la vida de todo, todo lo vivo, sin distinción, tiene que ser un objetivo transversal en el quehacer educativo, económico y social de nuestro país. Y, por si fuera poco, nada de esto es “secundario” a la larga lista de asedios que enfrentamos hoy en Puerto Rico.
Nunca podré sentir, y mucho menos traducir en lenguaje humano, el dolor insondable de criaturas no humanas encerradas y “exhibidas.” Nuestras palabras son insuficientes, incluso mediocres, para captar la vida, los afectos, las emociones, las memorias de lo vivo no humano. ¿Cómo defender el más absoluto misterio –la vida, la vida misma– usando un lenguaje tan imperfecto e impreciso como el nuestro? ¿Cómo? No puedo pedirnos –al estilo de los discursos de movilización humana en pos de la justicia, que lo hacen explícita o implícitamente– que nos “identifiquemos con su causa,” que nos “pongamos en su lugar,” para así conminarnos a defender su dignidad y su vida. La abrumadora mayoría de la animalia planetaria nos es, a la especie humana, irremisiblemente otra. Y así debe ser porque el cosmos no es nuestro. No está diseñado para, ni en función de, la humanidad. Simplemente es. Y se mueve. Y se transforma. Y vive. Y muere. Y renace. A cada segundo. Con y sin nuestra existencia.
He ahí el salto ético más fundamental, la exigencia política más radical: defender la dignidad y la libertad del misterio de la vida en todas sus formas, incluyendo aquellas –que constituyen la mayoría– con las que no podemos, y ni siquiera debemos, identificarnos.
NOTAS
[1] De Vanesa he aprendido mucho siguiendo su labor activista en Puerto Rico y leyendo textos suyos tales como “Desenjaular” https://www.80grados.net/desenjaular/ y “Su cuerpo no es mío” https://ahoralaturba.net/2017/04/19/su-cuerpo-no-es-mio/. También me compartió varias de las fuentes que estudié para esta columna.