Será Otra Cosa: El cubo (un divertimento)

Especial para En Rojo

A Maribel Ortiz Márquez, querida amiga

Puños en una caja…Ese plan era un gran negocio, no sé por qué desistimos de su fabricación. En el principio, fue una conversación, una forma de paliar la rabia cotidiana, una de esas ideas simpáticas que entretiene a dos amigas mientras se enfría el café. Animadas por el interés inicial de dejar salir nuestra niña interior, comenzamos a diseñar el objeto.

Sería un juguete divertido. Una caja que contuviera un puño animado por un resorte. Muy parecido al Jack in the Box. El juguete sería una ofrenda. Una venganza divertida a quien agravia. El ofensor recibiría esa bellísima caja, la abriría girando la manecilla dispuesta para ese propósito, y ¡toma!, saldría a velocidad un puño. Este era en resumen la idea original. Pero los proyectos son engañosos y adquieren vida propia.

Parece sencillo crear un prototipo, sin embargo, los detalles de un objeto son difíciles de determinar. Muchas horas dedicamos a su diseño. Recurrimos al modelo evidente. No sé si saben que Jack in the Box, o caja de sorpresas, en su pobre traducción al español, tiene una larga tradición europea. Los historiadores de juguetes no se ponen de acuerdo si tuvo origen en Inglaterra o en Alemania (El Museo del Juguete de Nuremberg se lo atribuye a un relojero alemán), pero coinciden en que su confección puede rastrearse hasta la edad media, cuando se construían de madera y obedecían a la creencia popular de espantar al demonio. El muñeco que brincaba desde el interior de la caja representaría a un diablo (Jack) o un siniestro bufón.  Ya en el siglo XX, con la manufactura en serie y la posterior “democratización” del consumo, el muñeco, antes diablo, se transformó significativamente en simpáticos animales e inofensivos payasos acompañados por melodías tranquilizadoras que sorprendían a los niños y las niñas del mundo. Confieso que siempre me ha gustado el juguete. Será porque disfrutaba del placer (perverso) de ver la cara de sorpresa y escuchar la risita de susto contenido de mis hijas cada vez que le daban cuerda a la caja que les había regalado por Navidad.

El plan se iba concretando. Determinamos reunirnos todos los jueves a las cinco de la tarde.  Una botella de tinto daba alas a nuestra imaginación. Cada vez que nos veíamos Z. y yo, adelantábamos el croquis. Teníamos que decidir el material, el tipo de puño y los colores de la caja. Mantendríamos la forma clásica del juguete: un cubo. Sería un objeto tridimensional unido por sus seis caras cuadradas congruentes. Hay una perfección singular en ese sólido platónico que embellecía nuestro propósito, que hoy entiendo infantil. Resolvimos utilizar plástico para abaratar los costos de producción y en consideración de las inclemencias del tiempo; el latón no resiste la humedad caribeña. Nos costó algo el tema del puño, si una mano cerrada movida por un resorte bastaría o preferíamos un puño con guante de boxeador. Nos decidimos por la mano desnuda, así cualquiera podría identificarse con el juguete y nos aseguraría las ventas. La selección de la gama de colores nos ocupó mucho más tiempo del que pensamos. Después de todo, el criterio estético prima en nosotras y no hay por qué renunciar a él. Al final, convenimos utilizar los colores primarios, así evocaríamos los juguetes infantiles y los receptores de la caja estarían prestos a abrirla.

Tanto nos divertíamos en el esbozo que apenas podía esperar a que llegara el jueves. La cita semanal con Z. era terapéutica. No era sólo las dos copas de vino, había algo en el simbolizar la impotencia de vivir en este territorio mal incorporado que daba riendas a la creación, a la risa, incluso, al desvarío. Lo mejor era imaginar la lista de destinatarios, que crecía exponencialmente de jueves a jueves, y las razones para el envío. Pasábamos horas nombrando a los candidatos y elucubrando razones: una ofensa verbal: “mándale el cubo”; una desilusión amorosa; “se ha ganado el juguete”; un desaire amistoso: “tenemos a una ganadora”; una medida corrupta, y aquí podíamos pasar horas (Ley 20, Ley 22, Plan de Ajuste… ): “una caja con dos puños”. Nuestras carcajadas iban subiendo de tono, porque idear el juguete se volvió, además, juego, terapia, reparación de ofensas, y también, cómo no, en venganza. Ni les cuento de la enumeración eterna de figuras públicas que habíamos elaborado: políticos y administradores corruptos de toda suerte. Aclaro, la lista se inserta en la tradición de los caricaturistas que por siglos han utilizado el diseño del juguete para burlarse de los políticos.

Nunca llegamos a acordar el nombre del juguete. No podía ser Puño en la cara; demasiado evidente. Habíamos pensado en frases populares que trasmitieran la frescura de la oralidad.  Z., siempre más conciliadora que yo, propuso: ¡Pa’ que respetes!, pero a mí me gustaba más: ¡Toma, en la cara! o ¡Pa que tú lo sepas! Creo que en ese momento empezó a zanjarse entre nosotras el descontento, una especie de bolsillito de desilusión que se abre poco a poco y no tiene cierre. Z. comenzó a excusarse de nuestras reuniones semanales hasta que el tiempo y la distancia desbarató el proyecto como una flor al viento. Nunca lo expresó, pero ahora estoy segura de que la asustaron las implicaciones legales de la empresa. Una vez el cubo saliera de nuestras manos, no tendríamos control de quiénes lo recibirían. Nuestra imaginación tiene límites; la violencia no. En eso estuve pensando por mucho tiempo.

Pero confieso que hoy, justo cuando pretenden prohibirles a esas muchachas jugar frente a nuestras playas de Ocean Park, con la impune razón neoliberal y antidemocrática de la brecha económica, me arrepentí del despropósito de abandonar aquella idea.  Igual Las playas son del pueblo, sería un lindo nombre para el juguete.

 

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