Será Otra Cosa: Jayarse en Perfume de gardenias de Macha Colón

 

Especial para En Rojo

La hilera de techos sucios y planos de la primera escena de Perfume de gardenias (2021), la película de Gisela Rosario Ramos (Macha Colón) nos hace aterrizar en la estética suburbana del país. No sorprende el cemental manchado de humedad e invadido por antenas televisivas que da inicio a la producción. Tampoco el diseño de jaula de las casas en las que habitan los personajes. La reja, el portón, la verja, la valla, el muro, son piezas fundamentales en la arquitectura, no ya de las casas de urbanización que se presentan en el film, sino de la cotidianidad puertorriqueña de los últimos cincuenta años. El enclaustramiento de esa arquitectura al interior sirve de escenario perfecto para el proyecto neoliberal puesto en marcha en el país hace décadas, que cuenta con el estallido en mil cantitos de las verdaderas redes sociales, las del vínculo del cuerpo presente y el oído atento, de la mirada recíproca y la palabra solidaria, las del cómo estás, en qué te ayudo, te traje este caldito que te hice ayer, el del pasa, siéntate, que te preparo un juguito de limón.

A contrapelo del feo paisaje urbano y de la desidia que revela, Perfume de gardenias detiene el lente para enfocar en una red tan imperceptible como los hongos: las cuidadoras. Todo un país se sostiene por el empeño de mujeres invisibles que cuidan afanosas como muestra contundente de su generosidad. Y aunque la trama ocurre adentro –en el balcón cerrado por rejas decorativas, en la marquesina tapeada por un portón eléctrico que se daña con facilidad, en la cocina, en la sala calurosa de techo bajo, en los cuartos donde siempre se cuida a alguien: un esposo, una hija, un nieto o una vecina–, estas mujeres superan la fragmentación de la vida social en su apuesta por el vínculo cotidiano.

Es conmovedora la protagonista, Isabel, interpretada magistralmente por Luz María Rondón; una mujer setentona que acaba de enviudar y se dedica desde entonces a preparar las más variadas e impecables de las ceremonias fúnebres. Doña Isabel no sabe hacer otra cosa que cuidar, pero es una ética del cuidado generosa: solícita a las demandas de quienes ayuda y capaz de superar prejuicios y posturas de vida. La trama de la película nos refiere a otros filmes, por ejemplo, al magnífico Despedidas (2008) del japonés Yohiro Takita, donde un joven desplazado de su trabajo se dedica a embalsamar artísticamente con el mismo esmero de Doña Isabel.

Pero Perfume de gardenias me hizo trampa. Su lograda recreación de la estética y ambiente doméstico clasemediero suburbano de Puerto Rico me jalonó. Mientras veía la película no supe bien cuál era mi lugar en el teatro. Hay que tener un gran ojo para describir los interiores de la casa de la protagonista con la justa profusión de objetos propia del barroco puertorriqueño. No faltó una figurita, un pañito tejido, una lámpara, una cortina, un plástico sobre los muebles, un tiesto, una mata en la casa de Doña Isabel. Es necesario también un gran oído para recrear tan vivamente la expresión de ese espacio doméstico y familiar. Lo que sobra es corazón a esta producción que representa tal universo social con la misma ternura y cuidado con los que su protagonista hace todas sus labores diarias.

Me hallo sentada a oscuras en la tanda de las dos de la tarde, con doble mascarilla y orillada en la sala del cine por miedo al contagio, procurando paliar el cotidiano ninguneo de la clase rectora del país hacia quienes defendemos los espacios públicos y los derechos ciudadanos mínimos: salud, hogar y educación, y tratando de no hacer caso a las imprudentes voces chillonas de dos espectadoras. Ahí me encuentro, intentando permanecer en mi impasible lugar de espectadora que permite la butaca del teatro. No sé qué pasó, si me levanté a pedirles a las mujeres que bajaran la voz o si fue la mezcla de sudor, lágrimas y mocos en las KN95 lo que propició mi caída, pero de pronto, casi sin darme cuenta, me jayé en medio de la pantalla.

Y sé que Macha Colón tiene truco desde que bailé con mis hijas por primera vez su Jayá, ese himno al cuerpo gozoso, a la pulsión vital envuelta en cualquier forma de carnalidad, que la cantante, perfomera y directora interpreta junto a los Okapi. Y pensé, me jayaron, me jayé, me encontré a mí misma en la pantalla. Pero acá, la celebración de la alegría generosa se canta a ritmo de bolero y en susurros. (Jayarse es el verbo preciso para hablar de mi estar frente a la película.) Y en ese estado de jayaera total, ya no sabía si era Doña Isabel o Doña Luz, mi madre, la que se movía sin tregua como una hormiguita tarareando por toda la casa, mapeando, lavando, cocinando, fregando, recogiendo los jengibres rojos o las perfumadas gardenias, cantando gozosamente mientras se esmeraba en hacer con alegría y perfección la más mínima de las labores, preparando el caldito de pollo para la vecina enferma o saliendo a recibir con un jugo de guayaba al adicto de la calle, y entonces es cuando percibo que ella, esa mujer setentona, se dirigía a mí y me hablaba, vestidita de negro, con la ropa perfectamente planchada, con su modesto prendedor en la camisa y sus austeros zapatos negros, pero, nena, siéntate en lo que te hago el café, pero a ustedes ya no se les puede decir nada, ofreciéndome con cara de toda dulzura, además, del coquito que se deja tomar.

 

 

 

 

 

 

 

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