Especial para En Rojo
En los años noventa del siglo pasado, justo antes de cambiar la psicología por la antropología y embarcarme en los estudios doctorales de la segunda, leí un capítulo interesante y perturbador en el libro de Renato Rosaldo, «Culture and truth.» Rosaldo documenta su trabajo etnográfico con los Ilongot, un grupo indígena de las montañas Filipinas, conocidos por su práctica, previa a los 1970’s, de «cacería de cabezas». El ensayo ilustra el poder de la etnografía como género narrativo a la vez que expone y discute una frustración metodológica: ¿qué hacemos cuando la gente hace algo extraordinario, intrigante, difícil de explicar, pero no nos lo explican, llevados no por el deseo de mantener algo secreto sino por la naturaleza «self-evident» para ellos, de la acción que el etnógrafo no logra entender? Una detrás de otra, las (breves) razones que los Ilongot le daban al pobre Rosaldo iban más o menos así:
Antropólogo curioso: ¿Y por qué usted cazaba cabezas? Anciano Ilongot: Pues la pena (grief), claro. Uno siente ira y necesita un lugar para ponerla. Entonces ibas, cazabas un hombre, lo decapitabas, y desechabas la cabeza. Eso es todo.Antropólogo: [¿Pero por qué, cómo es eso, qué representa, qué significa?] ¿Un símbolo de intercambio (procede a resumir teorías antropológicas), quizás, o poner sobre aviso o balancear la relación con un grupo enemigo? Anciano: Significa lo que ya te dije. Pena, ira, decapitas, descartas. No tiene que ser un enemigo, podía ser un forastero o un hombre cualquiera que resultara conveniente.
El apoyo a una agenda autoritaria les resulta obvio (y hasta necesario, en el sentido filosófico de la palabra) a muchos estadounidenses, aunque esa agenda no les beneficie. Y como Rosaldo, me encuentro en la posición frustrante de la etnógrafa que busca entender algo que para otros resulta perfectamente evidente—una obviedad que se manifiesta en declaraciones inapelables («Pues obvio que es una socialista»), en explicaciones que no explican («Es que este país se ha convertido en una coladera»), en afirmaciones que se presentan como axiomas naturales. Es esa obviedad desconcertante pero insistente la que motiva estas notas: el intento de descifrar los entendidos culturales que permiten que lo que a mí me parece asombroso o repugnante se les presente a otros como necesidad y sentido común.
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Soy antropóloga de profesión, pero es la etnografía (y el vaivén que ella implica entre la descripción de lo cotidiano y la explicación teórica) la que mejor describe el arte y la práctica de mi oficio, un acercamiento hecho hábito que me convirtió, eventualmente, en escritora. Desde mis coordenadas norteñas, cada tanto me pellizca un extraño sentido de obligación, una suerte de impulso de corresponsalía. Llevo décadas tomando notas «de campo» o desde el sillón, mirando y escribiendo a modo de hábito, oficio y hasta autocuidado. Observar me sirve de un extraño consuelo, una oportunidad para mirar—y tal vez describir—el devenir de lo que viene.
Mi ubicación (geográfica, emocional) del 2010 a esta parte es más forastería, exilio o trashumancia que el traslado tradicional histórico boricua de la guagua aérea, los contratos de explotación para cortar caña en Hawai o cosechar fruta en Nueva Jersey, los paisajes del Barrio en Chicago o Nueva York en el siglo 20, o la masiva inmigración a Orlando de este siglo 21. He vivido en Washington DC, California, Nueva York y ahora, Arizona. Sólo en el tercero me conecté de manera significativa con gente y paisaje explícitamente identificados como «diáspora»—en los otros tres, la mía es por lo general una diáspora de uno, un pasearme por el cada vez más estridente imperio sin saber a ciencia cierta dónde me ubico (Latina, Hispana, o sencillamente extranjera) y (esto se vuelve más importante cada día) dónde otros me ubican a mí.
Y es que con mi piel manchadita de plátano, mi acento para muchos misterioso, mi inglés voluble (muy pasable en la mañana, se deteriora a medida que se acerca el fin de la tarde, se convierte en Spanglish a cualquier hora y sin aviso, como un ataque de Tourette’s) y una de esas caras que podrían aparecer, fácilmente, en artículos del National Geographic dedicados a Argelia, India, Líbano, Italia, Brasil o Las Canarias, mi otredad es evidente y a la vez, opaca.
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En mi escritorio norteño se van apilando las noticias y la teoría social: en mi libreta, fragmentos y personajes. La encantadora peluquera mexicana del aeropuerto, por ejemplo: Cuando cambiamos al español, su rostro se ilumina: compartimos la pequeña fiesta, la alegría genuina, de hablar, por un ratito, en nuestro idioma. Conversa conmigo de manera divertida y empática sobre temas como los hijos, los perros, las recetas de familia o la menopausia, quiere mucho a sus compatriotas, describe a Trump como «desagradable» pero de repente, sin mediar pregunta y con total naturalidad, dice: «Pero es que este país se ha convertido en una coladera, tienes que aceptar que eso es así.» Aparecen también el hombre joven que no quiere votar por Trump, pero lo hace, porque «no le queda de otra». Imagínate, me dice, no puedo permitir que Kamala gane, porque ‘esa mujer’ es radical. Cuando le pregunto, con curiosidad genuina, qué le parece exactamente “radical” en Kamala, me contesta: «Pues obvio que es una socialista, igual que Obama. Obvio.»
Una fuerte y asertiva sesentona me educa sobre la necesidad de defendernos de los hombres—su abuela tenía un shotgun, su madre tenía un shotgun, y ella misma un armario lleno de armas—pero aclara (sin que yo pregunte) que no es feminista, que en su familia las mujeres no dan sermones: se defienden. Un estudiante universitario se enreda ante el uso de los pronombres por parte de sus compañeros pero etiqueta su confusión e incomodidad como «opresión» y su deseo de censurar a los demás como “free speech”. Y un señor de ascendencia boricua me dice, en medio de una conversación sobre el problema de los school shootings, que éstos requieren una intervención inmediata contra “las gangas de jóvenes armados” en el «inner city». Cuando le señalo que los asesinatos de marras fueron mayormente perpetrados por adolescentes blancos, suburbanos, con armas legales, su demeanor cambia por completo. Se vuelve casi insultante. Porque su afirmación le parece obvia. Y la mía, le parece woke.
Luego están las notas sueltas de segunda mano, como los cuentos de la periodista Stephanie McCrummen desde una carpa evangélica de la región, donde el ministro vocifera aseveraciones como We are going to prepare for war y I’m not on the Earth to be blessed; I’m on the Earth to be armed and dangerous para una audiencia repleta y febril que brinca de entusiasmo; o las interacciones cálidas, afectuosas incluso, entre Stephen Bannon y la audiencia de su podcast, donde la retórica de guerra civil se presenta con la intimidad de una charla familiar o una intervención terapéutica.
Mientras que el neoliberalismo autoritario sobre el cual nos hemos acostumbrado, mal que bien, a escribir y disertar (tipo tecnocracia, capitalismo del desastre, economía de la deuda, necro-colonialismo y tal) se esconde detrás de discursos técnicos y empresaristas (Yanis Varoufakis lo llama, acertadamente, «tecno feudalismo») desde abajo estamos viendo un mal que es no sólo político-económico sino ideológico, moral y cotidiano, y por ende, necesariamente apela a una variedad de entendidos y prácticas culturales. El mal se manifiesta pero rara vez se articula en forma de explicación, y cuando lo hace, va más allá aún que la banalidad tan bien descrita por Arendt: favorece la naturalización, no el protocolo, y produce explicaciones que–como el rostro de mi diáspora de una–se me presentan exóticas, y al mismo tiempo, opacas.
Si nombrar es parte de entender, ¿cómo nombrar una sopa cultural capaz de motivar, en paradójica y maligna armonía, a tanta gente, tantas y tan distintas subjetividades, a apoyar a un régimen que beneficia a sólo unos pocos? Algunos escritores y analistas acá en el norte evitan la palabra «fascismo», prefieren otras como «autoritarismo» «fragmentación» «nacionalismo» «neoconservadurismo»… Pero es justamente «protofascismo» lo que me viene no sólo a la mente sino al cuerpo completo, una etiqueta no tanto antropológica o teórica como ansiosa, visceral. Entre los muy reales desaparecidos, listas, propaganda, censura de libros, doublespeak, genocidio, y un «nacionalismo» agresivo que rompe, resta y separa en nombre de la unión, creo que tenemos más que suficiente para usarla en el ámbito político.
Pero el populacho que se aglutina en la nueva “base” republicana es una sustancia peculiar: está más unido en grito y acción que probablemente cualquier otra colectividad política en Estados Unidos, y a la vez contiene una diversidad pasmosa. Lo que estamos viendo no es tanto una suma de intereses como una alquimia de entendidos culturales—una reacción de elementos dispares que, al combinarse en la marmita de la cultura, produce algo distinto a sus componentes originales. De ahí mi prefijo: uso «proto» en el sentido que los científicos originalmente le dieron en «protón» y “protozoa”: nuclear, originario, poderoso, se gesta en el micro del día a día y hace posible que el facismo político-económico se materialice. Como los alquimistas medievales que creían transformar metales viles en oro, aquí hay una transmutación de frustraciones, intereses y entendidos individuales en algo que se percibe como «valioso» o «puro»: MAGA como prerrequisito de lo necesario, o como restauración de lo perdido.
Allí militan hombres convencidos de que les han quitado algo que no pueden definir del todo, sólo sentirlo. Madres suburbanas hartas de verse reflejadas en las «Karens» de la imaginación internáutica, que culpan a la escuela (y a un “marxismo” que ni conocen ) por la fluidez de género de sus adolescentes. Cristianos radicalizados agrupados en “ejércitos», adorando a su deidad guerrera bajo amplias carpas. Mujeres «crunchy» airadas con el CDC. Esbeltas yoguis que cuestionan el derecho al cuidado médico de gente que «no se cuida». Ancianas que odian leer noticias y frecuentan los rallies de Trump porque allí nadie se burla cuando las ven “hablando con dios” sobre política.
Gente descontenta con la economía que culpa a los inmigrantes, no a las corporaciones. Gente de clase trabajadora que piensa que «elite» significa educación, no riqueza, y que sus verdugos son universitarios, no billonarios. Gente pobre que defiende su derecho no al alimento sino a soñar con mucho dinero. Santurrones que apoyan leyes que matan mujeres a cuenta de proteger la vida no nacida. Gente que intuye (correctamente) que el neoliberalismo tiene que ver con sus tribulaciones pero cree (incorrectamente) que los oligarcas del extremismo político no representan esa hegemonía. Gente que sospecha (correctamente) que el sistema de salud les ha fallado pero cree (incorrectamente) que el problema es la medicina, no el lucro desenfrenado. Gente que se piensa no-racista pero pierde la tabla y el apetito cada vez que Ocasio Cortez aparece en cámara.
¿Qué «interés común» los une? En términos racionales a la «homo economicus», ningún «interés» explica este Mal en su totalidad. Pero si miramos «interés» en una acepción menos racional y más cultural, aparecen de inmediato resentimientos, indignaciones, racismos, xenofobias. Quizás una forma particular de fe. Fe en que les han arrebatado algo. Fe en que su versión del país—homogéneo, jerárquico, previsible y, aunque no lo reconozcan, blanco—puede aún recuperarse. Fe en que hay enemigos dentro, y que señalarlos es un acto de virtud. Sobre todo, una fe peligrosa en la ilusión de que el odio es una brújula legítima. No cualquier odio, sino uno cuidadosamente dirigido: un odio que señala al ‘otro’–ya sea por origen nacional, color de piel, religión o identidad de género–como amenaza, como culpable por default. Un odio que se viste de moral, se justifica como defensa propia, y se reproduce con facilidad en discursos que parecen proteger pero sólo sirven para atacar.
Y al lado de esa fe ideológica, una aún más cotidiana y para mí, más misteriosa: la fe en el mercado. En el derecho a consumir sin culpa, a llenar tanques de gasolina baratos para carros gigantes, a comprar fast fashion mientras se denuncia el globalismo, a cultivar una marca personal online desde la supuesta disidencia. No sólo creen, también compran, venden y, crucialmente, se identifican con los billonarios y no con los oprimidos. Si bien muchos de estos actores se movilizan por valores, también lo hacen por oportunidad, en un tránsito fácil desde la glorificación patriótica del hustle a la naturalización individualista del scam. El rechazo a la ciencia y la desconfianza hacia el sistema de salud conviven cómodamente con la venta de suplementos milagrosos, el emprendimiento dietético, el podcast de wellness, y el esquema piramidal de leggings coloridos o inversiones financieras infalibles.
La indignación se monetiza, la conspiración se convierte en negocio, y la opresión imaginada se imprime en camisetas irónicas como la que llevaba no hace mucho la secretaria de prensa de Trump en Instagram: saliendo del salón de belleza, sonriente, con una camiseta que decía «Make America Blonde Again».
No es sátira; es un statement cuidadosamente calibrado, una destilación peposa de la estética de la derecha y un dog whistle para racistas que ofrece, al mismo tiempo, plausible deniability. Porque si alguien señala la carga racial del mensaje, pueden decir que el crítico es un frágil snowflake de izquierda, que la vestimenta era broma, que era moda, que era ‘sólo una camiseta’. Pero no lo es: es un artefacto material del protofascismo cultural.
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Mientras tanto, en Puerto Rico, las alarmas suenan con otro tono, pero suenan. El protofascismo cultural en la colonia aparece en la insistencia de despotricar contra la «imposición» de un lenguaje inclusivo que nadie les ha impuesto, el racismo recrudecido de cara a las redadas de ICE, la apropiación de términos ‘woke’ para tildar de ‘gordo-fóbicos’ o sexistas a los críticos, la discriminación bajo el pretexto de ‘libertad religiosa’.
Contrario a las categorías estrechas de los «surveys» de los analistas políticos, la habilidad humana para tolerar, proteger y reproducir contradicciones define posturas y rumbos políticos justamente gracias a su cotidianidad. Sospecho que las notas continuarán acumulándose mientras persistan esos encuentros que ilustran la alquimia de los entendidos compartidos en su desconcertante, pero insistente, “obviedad”.