Será Otra Cosa: La biblioteca dispersa 

 

 

(una historia incompleta para bibliófilos)

Por Sofía I. Cardona/Especial para En Rojo

 

 

1.Cuando éramos jóvenes e insaciables

Nos reconocemos de lejos. Miramos los tentadores libros con la misma voracidad asesina. Puede que nos hayan iniciado temprano en la vida, o que haya sido un vicio adquirido por accidentes de nuestra biografía. Las historias varían. Mis preferidas son las de los convertidos, que suelen ser también los más insaciables. Somos capaces de gastar buena parte de nuestros exiguos fondos quincenales en una visita a la librería y hemos salivado en más de una ocasión ante un hermoseado tomo de obras completas que nunca llegamos a adquirir. Algunos de esos libritos los guardamos con orgullo en nuestra biblioteca y cargamos con ellos el resto de nuestra vida.

Se dice de nosotros que no devolvemos el libro que tomamos prestado. Se dice que es más bobo quien devuelve que quien presta. Esto no es siempre cierto. Conozco el caso de una voraz lectora que los devuelve – a veces años después – junto a otro libro obsequiado, para agradecer el préstamo y compensar la ausencia, pero este es un caso raro.

Tenemos un apego físico a estos objetos. Podemos parecer algo extravagantes cuando examinamos un libro. Ahora que nadie nos mira, lo abrimos y lo acercamos a la nariz, aspiramos con los ojos cerrados. Pasamos los dedos suavemente sobre la hoja, sobre el lomo, por el borde del montón de páginas. Suspiramos y entornamos los ojos en éxtasis. Imagínense, el siglo pasado había también “tomos vírgenes”, libros de pliegos doblados que había que abrir con cuchilla. Y los acuchillábamos para rasgar el filo de las hojas. Hasta eso les hacíamos a los pobrecitos libros, siempre entregados a su destino.

En los viajes, comprábamos libros, cargábamos con libros, y en ocasiones había que distribuir el peso para que no nos cobraran tanto más por la maleta. ¿Recuerdan? Luego, al llegar, los acomodábamos con celo en los estantes – si teníamos. A veces estos montones se convertían en un problema, pero no nos importaba, estaban allí, en nuestras manos. Nos mudábamos de casa, de ciudad, de país, cambiábamos de pareja, de familia, de identidad, y seguíamos cargando con nuestros libros como un caracol con su concha.

Seguíamos acumulando y soñábamos con una biblioteca de verdad. Mientras tanto construíamos simulacros de biblioteca con estantes de herramientas, varetas de metal y tablas de madera, ladrillos o bloques de cristal con tablillas de ferretería, libreros trililí de madera comprimida o PVC, hasta que un día teníamos suficiente para construir la soñada biblioteca.

2. La biblioteca soñada

 

Todos nosotros hemos tenido la ilusión de una linda biblioteca. Cuando vemos entrevistas o documentales sobre gente escribiente nos fijamos más en el fondo de las tomas: esos hermosos anaqueles hasta el techo y la escalerita de metal que rueda de un lado a otro, elegantes estanterías nórdicas distribuidas en una amplia pared junto a una ventana iluminada. Ya saben a qué me refiero. Envidiábamos esas bibliotecas y en nuestro fuero interior reconocíamos que jamás tendríamos una tan hermosa y elegante.

Al paso del tiempo, mi esposo y yo, en más de dos décadas de convivencia, teníamos ya muchísimos tomos y soñábamos también con una biblioteca. Asentados ya en nuestros trabajos, en aquellos años previos al IVU, imagínense (no lo sabíamos pero estábamos entonces en nuestras vacas gordas) emprendimos el proyecto. Bien, ya es hora. Nos lo merecemos. Esto coincidió, afortunadamente, con el encuentro de una magnífica ebanista que completó nuestros sueños y ya hace trece años, justo antes de la crisis económica de Lehman Brothers, invertimos en un enorme mueble que cubrió todas las paredes de la sala.

3. Las calamidades

A pocas horas de que pasara el huracán María, resignada a que los vientos arrancaran las ventanas, me despedí de mis libros. Miré las altas paredes, forradas de estanterías que la ebanista había construido diez años antes, y me dije: no pasa nada, podré contar que perdí mi biblioteca en el huracán del diecisiete.

El huracán pasó y nuestra biblioteca quedó intacta, pero – no lo sabíamos entonces – nosotros incubábamos desastres mayores. Dos años después ambos nos enfrentamos al cáncer y las cenizas de uno de los dos descansa hoy en la mesa entre los libros. Mi madre murió poco después y hubo que cerrar también la casa de mis padres. El orden estaba roto en cantitos y la biblioteca empezó a parecer más una carga que les dejaba a mis hijos que un preciado patrimonio.

Ahora debía disponer yo solita de los libros heredados, de los libros propios, de los libros ajenos, de los libros refugiados. Antes de revisar mi biblioteca, me tocaba bregar con la biblioteca de mi padre. Me fui de viaje en febrero y en el tránsito de vuelta ya empezaba la pandemia que desordenó todavía más mi mundo.

Con la pandemia y el encierro les sucedieron dos cosas a los libros: la gente los echó de menos y buscó de ellos en todas sus formas – virtuales y físicas –, y la gente los encontró de más y, como parte de la demencia doméstica del encierro, se puso a hacer resacas y disponer de los que no leían hace tiempo y se iban convirtiendo en un estorbo. No sabemos qué más hacer con estos preciados objetos que hemos aprendido a cuidar – cuidar del sol, del polvo, de la polilla y otros insectos depredadores de papel, del mal uso, la humedad y otras calamidades domésticas. Yo me senté a mirar las paredes atestadas de libros y recordé la otra biblioteca, la que hacía años nadie había tocado. Ya era hora de disponer de ella.

Empecé por conseguir dos latinistas como mi padre, que recibieran los libros clásicos – la mayor parte adquiridos como libros usados – a manera de relevo, para que siguieran su propia historia en manos jóvenes.

  1. La biblioteca de mi padre

Ellos no lo sabían, pero yo los vi venir por el pasillo embozados y lentos, como los paramédicos llegaron aquella noche a recoger el cadáver de mi padre. En esa ocasión, venían por el cascarón de un individuo que ya no estaba allí. Ahora los bibliotecarios se llevarían algo vivo, o al menos yo así lo sentía, según iban bajando libros del anaquel.

La biblioteca había estado imperturbable desde el 2006, cuando el dueño y lector de todos aquellos libros, murió allí mismo una noche de septiembre. Esa biblioteca era para él, entre otras cosas, la marca de una superación. En su casa campesina de principios de siglo pasado no había habido biblioteca, aunque, según me contaba con cierto orgullo que entendí mucho después, llegaba el periódico y alguna revista que el abuelo agricultor leía religiosamente. La madre, me enteré por una prima, había sido maestra en su juventud y hasta había escrito poesía y cartas de noviazgo, papeles perdidos para siempre con su temprana muerte a los treinta años. Supongo que aquellos estantes representaban la conquista de un territorio letrado, un pequeño edificio levantado poco a poco por mi papá desde que se exiló del campo a la ciudad universitaria en 1939.

La biblioteca, cuando llegué al mundo, ya era parte de la casa. Todavía hoy, sin embargo, es completamente inútil para mí. Varios estantes se dedican a lenguas que no domino y algunas apenas distingo: ruso, alemán, francés, latín, griego clásico, esperanto, japonés, italiano, polaco, rumano; o a temas que no llaman mi atención, como historia antigua y religión.

La biblioteca era, desde siempre, su lugar. Llegaba de la universidad y se iba directamente allí y muy tarde en la noche, cuando nosotras ya estábamos acostadas, subía a dormir a su cama. Muy temprano en la mañana se metía entre sus libros, así que lo recuerdo siempre en esa habitación.  Cuando mis padres se mudaron de la casa de siempre a este edificio, yo no estaba cerca, así que no participé de la mudanza ni vi si habían hecho alguna resaca de libros antes de reinstalar los mismos estantes en el nuevo apartamento.

Cada uno de estos libros debe tener una historia. No me refiero a su contenido, ni siquiera a los trabajos de su creación imaginaria o investigativa, ni a los esfuerzos editoriales. Pienso más en el objeto completo, pasando de mano en mano hasta las manos de mi padre, hasta estos polvorientos anaqueles condenados a la dispersión.

5.Los libros olvidados

Según el joven bibliófilo bajaba los tomos del estante mi corazón se aceleraba. ¿A dónde van? ¿A dónde? Las manos nos picaban por el polvo y sudábamos la gota gorda bajo las mascarillas. La escena era inusual, como el levantamiento de un cadáver, o mejor, como la colecta de un montón de semillas exóticas, valiosas solamente para el sabio botánico. La primera vez le pedí que se llevara una sola caja. No tenía valor para ver vacíos los estantes, pero de eso me di cuenta después que se fue y me reproché no haber aprovechado mejor su visita.

Luego vino la profesora de lenguas clásicas. Ella estaba más pendiente de los textos en griego. Fue examinando los libros uno a uno y echándolos en una cajita con cierta pericia de investigadora: este sí, este no, este me sirve, este me interesa, esto es en verso, esto en prosa.

La tercera vez que recibí a los bibliófilos, me apenó menos desprenderme de aquellos libros que, como quiera, nunca habían sido míos. Su lector no volvería a verlos y en manos de aquellos jóvenes emprenderían un nuevo viaje, a saber a dónde. Me gusta pensar que ni ellos saben la ruta.

Entre todos los libros había varios forrados en plástico. Era una clave para su apreciación. Seguramente eran los libros que más manejaba, los que necesitaban más cuidado. Entre ellos saqué para mí uno porque me pareció bonito: el tomo de la “biblioteca portátil del viajero”, Biblioteca Portatile del Viaggiatore, Volume Primo. Dante, Petrarca, Ariosto, Tasso, publicado en Florencia en 1833. En la primera hoja tiene la firma de mi papá, con buen pulso, en tinta oscura. El precio aparece arriba en lápiz con unas anotaciones que apenas se entienden: 450 ¿francos? ¿liras? ¿pesetas? El libro tiene despegado el lomo, pero el resto se conserva maravillosamente. Es de esos tomos de papel suave, de borde dorado, con la tibieza del algodón. Parece vivo. Tiene varios grabados interesantes, la letra pequeña. Sobre la tapa, tiene grabadas dos letras: C. P. Supongo que este libro lo llevaría Carlos, Carola, Cesare o Claudio en sus viajes de siglo XIX. Me lo llevé a casa y lo puse entre los libros de poesía, en buena compañía, para que continuara su viaje.

  1.  No tengo prisa

Me quedan libros por distribuir, pero no tengo prisa. Ya sé que la muerte puede ser algo lento. Los libros no están excluidos de ese ciclo orgánico de principio y final. Lo supimos después del huracán, cuando sin señal ni corriente eléctrica nos acercamos nuevamente a los estantes a alcanzar esos objetos mudos y discretos, y les metimos el diente, con recuperada voracidad. Lo constaté en las resacas del encierro, cuando empecé la dispersión de un tesoro, como un montón de semillas mágicas que el tiempo se encargará de hacer germinar.

 

 

 

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