Será otra cosa-Mi hija improbable

Screenshot

 

Especial para En Rojo

Firmemente anclados en la tercera edad, mi marido y yo, hemos abandonado simultáneamente la cordura.  Normalmente, cuando a uno se le ocurre alguna idea loca, de las que voltean la barca, el otro hace función de lastre. “Podríamos retirarnos en Pico, en las Azores”, dice uno. “Pero no conocemos a nadie, ni tenemos médico ni dentista. En realidad, en Pico no hay ni hospital”, contesta la otra.  “Vamos a comprar una villa en Samaná, y a manejar un Bed and Breakfast”, digo yo. “Pero a ti no te gusta tratarte con gente que no conoces”, me contesta.  “¿Por qué no vuelves a poner un invernadero comercial?” “Porque no tenía vida cuando tenía el invernadero”.

En las varias décadas de vida conjunta sólo tres veces hemos sucumbido a la tentación de la locura simultánea.  La primera fue cuando nos enamoramos: tan distintos, tan extranjeros, sin apenas conocernos, si saber casi nada el uno del otro, excepto que teníamos en común el gusto por el café, el Tai Chi y los libros.  La segunda vez fue el día que le pregunté, en completo non sequitur, que por qué no adoptábamos un perrito.  En vez, me dijo: “Caramba, ahora mismo estaba mirando cachorros en el internet.”

Pasamos de alto un Boston rojo porque estaba en Alberta. Nos quedamos mirando un par blanco y negro ofertados en London, Ontario. Eso está sólo a dos horas de Toronto así que nos montamos en el carro. La dueña se puso llorosa en el teléfono. No quería vender los cachorros, que habían comprado cuando ella y su compañero se preparaban para la llegada de un bebé. El bebé llegó, el compañero se convirtió en ex, y tuvo que mudarse. En el nuevo apartamento no se permitían perros: su padre se los estaba cuidando por el momento, pero tenía ya demasiados perros.  Los cachorros no tenían cinco meses como anunciaban, sino nueve. Como habían pasado tiempo encerrados en un sótano estaban desesperados por atención. El macho se pegó de Bill, y la hembra de mí, y al no poder decidir, decidimos llevarnos el par. Salimos por la puerta con dos chuchos, los papeles de vacuna, observados desde el patio por la jauría de los cinco rottweilers residentes. Nunca logramos entrenarlos bien. Después de que nos aparecimos no con uno, sino dos perros salvajes, desaforados e ineducables, los hijos nunca volvieron a tener confianza en nuestro juicio.

La tercera vez fue hace unos meses.  Teníamos meses sacando a pasear a la biznieta de una amiga de mi marido. Se conocían por años en las reuniones de una ONG de viviendas para gente sin casa, en la que participaban en el consejo ejecutivo. Una tarde la señora le confió que a los ochenta y pico, estaba criando a su biznieta, a partir del fallecimiento sucesivo de su hija y de su nieta.  El padre de la niña no estaba en el mapa, y en la poca familia que quedaba, nadie había en condiciones de hacerse cargo. Este no es más que una muestra del compendio de crueles giros de su destino.  Para tratar de ayudar a la amiga de mi marido, comencé a llevar a la niña al zoológico, y a pasear los perros conmigo, porque le encanta todo lo que tenga que ver con animales.  Una semana nos preguntó que cuándo se quedaría a dormir con nosotros.  En otra, andaba yo de viaje, y la bisabuela se enfermó, y llamó a pedirle a Bill que se llevara a la niña para poder ir al hospital.  Mis hijos se quedaron con la chiquita, y él acompañó a la abuelita a emergencias.

A mi regreso, sentados a la hora del café, nos quedamos mirando. “Y entonces?  “Pues sí”. Y esa fue toda la conversación.

A la siguiente visita, le ofrecimos a la abuela compartir la custodia, y estar listos para adoptarla cuando hiciera falta. La señora, que es muy creyente, dijo “Gracias al señor, cuánto he orado por conseguirle una familia.  No puedo creer que se ha convertido en realidad.”  Y así fue.  A la familia le sumamos una hija, con su bisabuela. Varias de mis amigas se han convertido en tías postizas, y se organizan para darnos apoyo. Una de ellas, la que me recordó que hace veinte años yo soñaba con adoptar, se ha convertido en su hada madrina.  Me ayudan estas amigas; hacen servicio de compras ocasionales, o de niñera; me recuerdan la receta ya olvidada de la ternura y la paciencia maternal, y me enseñan a cómo comprar ropa para una niña de nueve años con un gusto muy específico.  La novia de mi hijo sube a verla, y pasan sesiones interminables de jugar a las escondidas. Todos en nuestro círculo la quieren conocer: le regalan cosas: aretes, juguetes, libros.

Cuando vino de visita mi sobrina de Barcelona, se cayeron muy bien.  Mi sobrina en seguido la bautizó Terremoto. Al oírlo, mi hijo, que es canadiense, protesta: “No está bien llamarla Terremoto. Ustedes los dominicanos siempre andan poniéndole apodos a la gente, que si gordo, que si flaco, o amorcito, o rubio, o feo o maluco. No usan el nombre de la gente, no saben respetar.”  No logro convencerlo de que, en nuestro trato, no hay descortesía en el acto de usar un apodo.  Es un intento de capturar la esencia de los seres familiares, y por lo general se hace con afecto y sin malicia. Terremoto no está nada mal, el apodo pega.

Por algún giro peculiar del destino, Terremoto se me parece mucho en algunas cosas. Come como un cocodrilo y es un poco torpe en espacios pequeños. Tiene los dedos largos. Le gustan las historias y prefiere salirse con la suya. Puede ser egoísta, si no presta atención. Se despierta como un zombi y no tiene paciencia.  En otras cosas, es mucho mejor persona que yo: es organizada y trabajadora, y le encanta hacer amigos.

Esta hija improbable tiene sed de cariño, y reparte el suyo en abundancia. Tiene sed de historias familiares y  se inventa muchas. Pero a pesar de tantas pérdidas en una vida tan corta, hay algo dentro de ella que está vivo, algo bueno y muy intacto. Su afecto sísmico nos va llenando esta etapa de la vida de energía. Cruza la calle para acariciar cada perro que anda por el barrio, y en cada maullido de gato sospecha abandono y ofrece rescate.  Un día se quiso llevar una gata que se nos acercó a dos esquinas de casa.  “¡Mira! Está encinta y no tiene casa. Tiene hambre. Tenemos que llevárnosla y darle comida.”    “No creo, se ve bien comida y el pelambre está limpio. Esta gata tiene familia, estaríamos robándosela a su dueño.”  Cuando dije que nos íbamos sin gata, se echó a llorar.  “Noooo, no puedo, no puedo abandonarla, no puedo. No tiene a nadie. Te-ne-mos que llevárnosla.”  “No tenemos sitio para ella, querida, tenemos dos perros viejos.”  “Pues Paul y Liz la cogerán.” “Pero ellos ya tienen otra gata, no podemos imponerles que cojan otra.”  “La llevamos donde mi abuelita entonces.”   Después de mucho tirijala y un par de alaridos, le dije que nos íbamos sin gato, punto, pero que me comprometía a tomar una foto para postearla en el grupo virtual del barrio. Si al día siguiente nadie contestaba, y seguía la gata sin casa, tendríamos otra discusión.

Y así hicimos. Bill puso su mensaje en feisbú, y casi se arma una guerra civil. La dueña del animalito en cuestión reconoció la foto y escribió fríamente.  “No es una gata abandonada, es nuestra.  De hecho, no es gata, sino gato.  Y además, tampoco está encinta: los gatos echan una pancita con los años, es natural. Así que por favor me lo dejan tranquilo.” Así se salvó el gato viejo, y yo me quedé con un argumento para impedir futuros intentos de secuestro animal: que no hay que ofender a los vecinos. Todo ser tiene su casa, corazón, tú también tienes la tuya.

Hace unos meses le pregunté que como la debíamos presentar a la gente: por su nombre, como hija adoptiva, como hija.  “Como hija”, declaró con firmeza.

La gente que nos conoce se sorprende, y los que no, se dan cuenta de la disparidad generacional. ¿Cómo se les ocurrió?  ¡Qué bonito acto de generosidad!  Estos intercambios no me sientan bien. No se trata de caridad, sino de sentido común. Tampoco podemos decir que se nos ocurriera a nosotros; la decisión estaba tomada antes de que nos diéramos cuenta. Por ella, y por la vida.  Cuando aprenda español le voy a enseñar a cantar la canción de Pedro Navaja, la de la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡Ay Dios!

Artículo anteriorLa noche que Residente cerró su gira en suelo patrio
Artículo siguienteMilei agrava la situación de Argentina, a un año de ser elegido