Será otra cosa-Sostener la complejidad de lo vivido

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Especial para En Rojo

Reclamo la instancia de libertad que me ofrece la escritura, con la única ambición de fallar un poco mejor cada vez, que quizá sea lo más honesto que permite. El ejercicio siempre será fallido, porque me mueve más la duda que la curiosidad: cuestiono lo que creo saber, no busco siempre una explicación. Ya hice las paces con la incertidumbre. Rehúyo la autoridad. Lo que pongo en el papel es un gesto provisional; no me engaño creyendo que la realidad y la palabra con que intento representarla sean lo mismo. De hecho, ese espacio que se abre con la incertidumbre permite que otra cosa siempre pueda ser. Por esas grietas se cuelan los fantasmas de la memoria que en la duermevela susurran advertencias y rectificaciones, recordándonos que el orden fijo y las certezas impuestas resultan ajenos frente a lo vivo de la experiencia.

Grieta, memoria, fantasmas.

El borde incompleto de la incertidumbre, si bien desespera, también permite que la mirada permanezca permeable. En el instante mismo de la pregunta se abre un intersticio, un pequeño portal donde irrumpe la memoria, no como archivo que acumula y ordena, sino como un saber que cruza lo consciente y lo onírico, perforando el filtro de la linealidad. Vuelve como un eco insistente: fragmentos, intuiciones, desplazamientos de sentido, superposiciones temporales que recuerdan que la vida no cabe en marcos rígidos, que lo vivido siempre desborda la forma.

Si la vida no cabe en marcos rígidos, la escritura que defiendo tampoco. Abierta y permeable, busca distanciarse de toda pretensión de explicar o imponer, porque su forma debe reflejar la vida misma: imprevisible, múltiple, siempre en fuga. Ese gesto hace posible que un conocimiento no conclusivo irrumpa en los resquicios que la autoridad, con su orden trazado a cordel, pretende colmar de sentido común.

Y que no se me malinterprete: cuestionar el sentido común no es despreciar la experiencia cotidiana, sino resistir su conversión en dogma. Cuando lo «obvio» se vuelve regla, la diferencia se vuelve amenaza. Por eso la escritura que defiendo —móvil, irregular, desobediente— quisiera fuera coherente con mis ideales de libertad, justicia y solidaridad. La forma abierta no es un capricho estético; es una apuesta ética. Solo lo que rehúsa cerrarse puede acoger aquello que aún no tiene permiso de existir.

Hoy se espera que leer sea útil, que escribir explique, que pensar resuelva. Ese es el verdadero «sentido común» del presente: si no es útil, no vale. La autoridad del sentido común refuerza estas expectativas, convirtiendo la desviación en error. Sin embargo, cualquier forma de escritura o pensamiento que permanezca flexible y dispuesta al sobresalto ofrece un refugio para aquello que lucha por existir frente a los límites de la norma.

Incluso en el ámbito del conocimiento científico, académico o cultural, el imperativo de coherencia y utilidad genera un chantaje silencioso: se premia lo que encaja y se descarta lo que disuena. Pero la realidad y la experiencia vital rara vez se ajustan a teorías, metodologías o marcos preestablecidos. Lo disonante —lo inesperado, lo contradictorio, lo que no se deja simplificar— permite acercarse a la complejidad del mundo sin reducirla, respetando la multiplicidad de sentidos y afectos que la vida contiene.

Esa diversidad y su complejidad se ven a menudo contenidas por normas y expectativas que buscan definir lo aceptable y lo transgresor. Lo políticamente correcto no siempre protege la pluralidad: al decidir qué se considera aceptable o transgresor, incluso los discursos de apertura pueden cerrarse, imponiendo límites sobre lo que puede existir dentro de lo ya permitido. Esto se traduce en silencios forzados, relatos que se pierden, debates que nunca se abren. En la cultura y el arte, ciertas obras o testimonios que desafían la uniformidad se convierten en transgresiones domesticadas, mientras otros gestos, igualmente valiosos y urgentes, quedan relegados.

Esta lógica, premiar lo que encaja, corregir lo que disuena, fijar lo aceptable, no opera solo en lo social o en lo político. También se institucionaliza, espacialmente en la academia, donde los criterios de coherencia, utilidad o corrección determinan qué formas de pensar, investigar o narrar se consideran legítimas.

Reconocer esta tensión —la que surge entre lo que intenta abrirse paso y lo que busca ordenarlo demasiado pronto— exige un tipo de gesto que la academia suele reclamar, aunque con frecuencia lo ejerce solo de manera parcial. Al organizar el conocimiento según criterios de coherencia, utilidad y legibilidad, la institución termina fijando los límites de lo pensable. Lo que se aparta de esos criterios suele quedar invisibilizado o neutralizado.

Mas el gesto intelectual valioso, el que la academia a veces pierde de vista, va en dirección contraria. No asegura, no depura, no ordena demasiado pronto. Permanece abierto, cuestiona sus propios umbrales de validez, escucha lo inesperado y permite que lo disonante interrumpa la comodidad de las formas establecidas. Ese gesto no solo resguarda la pluralidad de pensamiento; también reconoce la densidad de la experiencia y sostiene un espacio para aquello que todavía no encuentra lugar.

En última instancia, escribir sobre el presente no es atrapar lo real en fórmulas ni domesticarlo bajo reglas de coherencia o utilidad. Es permitir que lo inestable se haga visible, que lo disonante encuentre voz, que la vida, en su multiplicidad y contradicción, se haga presente en el texto. La escritura abierta y desobediente funciona así: no predice, no encierra; acompaña la vida, se conmueve con ella y deja que lo que aún no tiene nombre o permiso de existir encuentre un espacio para manifestarse. Quizá desde esa apertura, ética y estética, la literatura cumpla su función política y humana más profunda: sostener, sin aprisionar, la complejidad de lo vivido.