Tetilla a la vinagreta (Relato con olor a salitre y risas a destiempo)

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Especial para en Rojo

Fue en el 1998, Georges nos apagó el país como si fuera un switch de nevera vieja. Arecibo quedó con la resaca en la calle y la luna metida en los bolsillos de la gente. Sin luz, sin agua y con la cabeza caliente, a mi querido hermano Fernando Marques se le ocurrió la brillantez de siempre: “vamos a figuear”. Le hicieron coro Kelvin, Jose L Lecaroz y un par de locos más; yo me apunté de colado, con equipo prestado, la dignidad propia y cero arpón—como buen extra en la película del desastre.
Salimos por Caza y Pesca hasta el Peñón de Mera. El mar estaba bravo, con esa tos de perro viejo que traen los huracanes: olas altas, corrientes de mal humor. Por si acaso, amarramos botellas de coolant vacías con soga, chalecos salvavidas de pobreza creativa. Entrar fue una ceremonia: la primera ola te bautiza, la segunda te catequiza, la tercera te pregunta si de verdad quieres vivir.

La visibilidad era un recuerdo. El agua enturbiada nos comía los ojos. Íbamos a matar tiempo, no peces. A ratos, asomaban sombras de manta raya y una gata con sueños de tiburón nos cortó el paso por pura disciplina. Yo cargaba una malla: el hermano menor siempre va de principiante. En eso Jose mete un figazo y ensarta un peje puerco—boca chiquita, dientes de tacaño y malicia de esquina. Lo eché a mi saco, que ya era mortaja de nylon.
La pesca fue triste como promesa de político: casi nada. Viramos para la costa con el mar empujándonos de espalda. Y ahí, justo cuando la historia pedía un narrador serio, llega una ola descarriada, me da por debajo, me pega el saco al pecho y el condenado peje puerco, que ya nadaba con rosario, decide celebrar su último acto mordiéndome la fucking tetilla. No aflojó. Yo gritando debajo del agua, Jose señalando y doblado de la risa (debajo del agua), y el peje puñetero masticándome con entusiasmo de primer beso en autocine. Entre su sangre y la mía armamos un Bloody Mary de cantazo, sin celery y con sal de arrecife.
Lo agarré con la mano para despegarlo, regalo incluido: me dejó clavado un cuerno en la palma. Marcador parcial: Peje Puerco 2 – Yo 0.

Salí del agua encabronado, con aspiraciones de Aquaman pero presupuesto de extra de novela. Pecho sangrando, chapaletas puestas, pulmones en huelga, agarré al cabrón con intención pedagógica: “¡Muérete ya, maldito cabrón!”, y lo empecé a meter contra las piedras de la orilla como si fueran tambores. Sonó bonito. Lo que no sonó fue la alarma de sentido común: en la coreografía me trepé, sin saberlo, sobre varios erizos negros, de los gordos, que traspasaron las chapaletas y me firmaron los talones con once puntitos de tinta permanente. Grité de nuevo, esta vez con eco, y terminé dándole al peje puerco contra los erizos, como si quisiera completar la tabla periódica del sufrimiento marino.
En la orilla, al margen de mi ópera bufa, estaban los viejos de Arecibo: pescadores con el mar tatuado en la piel y la concha del caracol resonándoles en la mirada. Fumaban, reían bajito, sabios como el silencio antes del marullo. Uno, sin quitarse el cigarro de la comisura, cantó el pregón que se me clavó más que las espinas:
—“¡Mira pa’ allá el Sea Hunt del barrio Jareales: sin arpón, sin pez y sin pezón!”
Las carcajadas pegaron con la brisa. (Recuerdo pensar que cómo hablaban y reían sin que el cigarrillo se soltara del labio) Yo, cojo del orgullo y de los pies, seguí con mi liturgia de golpes, mientras el peje puerco, ya filosófico, parecía recitar epitafios en burbujas. A Fernando le temblaba la risa y la compasión a la vez; Kelvin me ofrecía ayuda con ese tono que no sabe si vendarte o grabarte; Jose, juez y parte, contaba los puntos como si fueran canastas de torneo. Yo apenas me sostenía, un Cristo de chapaletas atravesado por once Lanzas de San Erizo.
Cuando por fin dejé al enemigo en paz—o a la paz sin enemigo—me senté a sacar espinas con el orgullo entre los dientes. Cada pullazo dolía como si el huracán hubiera decidido quedarse en mis talones. Me fui enterando de mí: de cuánta bobería cabe en un universitario sin luz ni agua; de cómo una malla puede ser trampa de uno mismo; de que la furia pesa, pero el mar siempre pesa más. A veces el océano te enseña cariño a mordiscos y disciplina a punta de erizo.

Los viejos siguieron fumando, como si fueran faros. Uno de ellos me pasó una mirada que era un consejo sin palabras: aprende, nene. Yo asentí con la tetilla ausente y la lección presente. El saldo quedó anotado en mi libreta de carne: pez puerco arriba 2-0, erizos 11-0, dignidad suspendida, risa colectiva aprobada con honores.
Esa noche, sin bombillas y con velas que parecían luciérnagas cansadas, pensé en la metáfora exacta del mar como un maestro que te pasa la mano con lija, la memoria es un puerto y cada cicatriz, un barco varado: yo tenía un muelle nuevo en el pecho y otro en los talones. Y entendí que no hay tragedia sin el chiste que la salva ni comedia sin la sangre que la sostiene. El país seguía a oscuras, pero el cuento ya tenía luz propia, ese bombillito cruel y cariñoso que prenden los viejos pescadores cuando se burlan para bautizarte de verdad.
Estuve cojo un mes. Evité el tema una década. Pero hoy lo cuento porque a veces la vergüenza es sólo sal pegada a la piel: duele al principio, cura después. Y porque todavía, cuando paso por Caza y Pesca y respiro el yodo, me llega, como una ola tardía, la voz de aquel viejo con colmillo de mar:
—“Aquamán, no te apures, que el pez vuelve… la tetilla, no.”

 

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