Será Otra Cosa: Viudas imaginarias, viudas verdaderas, verdaderas viudas

Especial para En Rojo

«Parecería como si las viudas hubieran desaparecido del panorama en Puerto Rico», dice Norma Valle Ferrer en un artículo de julio de 2013. Ciertamente, ya no es tan frecuente esa figura solitaria y enlutada que solíamos ver por las calles, tan serias y misteriosas. Fueron esas las primeras viudas que conocí de niña, aunque había escuchado hablar de viudas: una bebida que celebraban los adultos, aunque no la tomaran nunca; la tía viuda de San Sebastián, a quien todo el mundo compadecía; y la viuda alegre que me intrigó desde siempre. En el patio de la escuela hablaban de la viudita de la capital que se quiere casar, o la hija del rey, que era lo mismo, casi como el arroz con leche; y yo pensaba que ser viuda era algo inalcanzable, una categoría de señora respetable guardada solamente para las escogidas. Luego había viudas muy nobles, porque la viuda siempre es de alguien, la viuda de tal, las esposas de muertos célebres. Viudos, por otra parte, había muy pocos y por muy poco tiempo, como mis dos abuelos que, como tantos otros campesinos, se agenciaron compañera antes de cumplir el año de luto.

En estos últimos años, varias amigas se han quedado viudas, cosas de la edad, o de los tiempos. Ninguna se ha quedado viuda por la pandemia, pero me consta que el covid ha dejado muchas, pues la enfermedad ha atacado más a los hombres de cierta edad (la nuestra). Los duelos de estas mujeres (y de algunos hombres, por cierto) han sido duros, sin la posibilidad del funeral multitudinario que consuela (eso me consta) con los abrazos y la reunión de conocidos, amigos cercanos o lejanos, parientes, compañeros de trabajo, vecinos. Los funerales a distancia, como si fueran televisados, hacen lo que pueden.

Y es que la viuda es una imagen de desolación hace mucho tiempo. Tal vez por eso se convierten en personajes (¿nos convertimos?) tan adecuados para las tragedias, o las comedias de enredo, o las leyendas urbanas. Así, pues, esta semana me he puesto a averiguar más sobre este personaje al que me he unido hace poco tiempo, y voy por ahí pensando el mundo desde este otro lado, incorporada también yo a la multitud de mujeres vacías, tratando de llenar ese espacio con una nueva historia.

Viudas en la memoria

Hace unos pocos años, mi madre enviudó de golpe y porrazo. Quedé perpleja al ver su transformación: mi madre de luto riguroso aguantándose las lágrimas frente a la empleada del banco, al día siguiente de la muerte del marido, para poder cerrar la cuenta corriente antes de que se la congelaran. Siguieron días duros, el desconsuelo la transformó en otra persona. Vi en mi madre la viuda que quiere morir con él, la viuda que no aguanta el mundo sin el amado, la viuda de los boleros. Jamás aceptó su muerte, y en la precipitación de su senilidad, se inventó un marido joven, de cuarenta años, que se acostaba a su lado todo engalanado y silencioso. Mi padre estaba muerto, pero su marido, no. Si dices que tu padre está muerto, ¿quién es el hombre que se acuesta todas las noches a mi lado?

Yo miraba a mi madre y la desconocía; me daba cuenta de que ahora era viuda, como la abuela en la única imagen que conservamos de ella, seria y solemne, de negro, sin prendas ni maquillaje. La foto, probablemente de 1940, era un requisito del Departamento de Estado, que llevaba registro de las viudas de los españoles, potencialmente enemigos, durante la Segunda Guerra Mundial. Eso cuentan mis primos, no sé si es cierto. Lo que sí puedo asegurar es que esa mujer tristona, viuda con catorce hijos, se quedó muy pronto sin nada, como tantas viudas de entonces y de ahora.

Por la rama paterna, guardo el recuerdo de la figura amable y siempre de negro de la tía viuda haciendo café en media en una cocina estrecha que tenía una puerta siempre abierta a un barranco. Mis primos tenían una llanta colgada de un árbol del patio y nos mecíamos allí, sobre el mismo abismo al que daba la cocina. Mis recuerdos del hermano de mi padre son muy vagos, un hombre joven que agonizaba en su cuarto, y la tía siempre fue viuda, aún después que se volvió a casar, al menos en mi imaginación.

Hasta la mañana en la que acompañé a mi madre al banco, las viudas eran eso: una foto, una memoria, un personaje de ficción.

Viudas imaginadas

Imposible imaginar una viuda alegre, la discrepancia entre la señora enlutada y la alegría resultaba desconcertante. Entonces escuchábamos aquello de «Yo soy la viudita, la hija del Rey. Me quiero casar y no encuentro con quién». Jugábamos a la ronda con la cancioncita y a mí me parecía raro que la viudita estuviera tan contenta y buscando con quién casarse. Esta viudita que busca marido debía ser joven (de ahí el diminutivo) y bella (escoge con quién), y rica (es hija del Rey). El arroz con leche era otra cosa, porque también busca casarse, pero con una viudita que sepa bordar, que sepa coser y poner la mesa en su justo lugar. Estos fósiles ideológicos – las canciones infantiles tradicionales – son parte de mi memoria sentimental, y llevo la vida entera peleándome con ellos.

«La viuda alegre» era una historia que sufrió varias mutaciones en los albores del siglo XX. La historia, originalmente una comedia de enredos de 1861 titulada L’attaché d’ambassade, de Henri Meilhac, fue adaptada como opereta por el músico Franz Lehár, y pronto pasó a otros idiomas y variantes, entre ellas una película muda de Erich Von Stroheim (en 1925) y una comedia romántica hollywoodense, The Merry Widow, dirigida por Ernst Lubitsch nueve años después. Todavía se representa la opereta, que tiene vistosos números de ballet, en teatros de todo el mundo. La película presenta a una viuda, que después del reglamentario año de luto se muda a París, a vivir la vida loca. La persiguen, preocupados porque con ella se fuga la fortuna del principado de Marshovia, y comisionan a un famoso playboy, el Conde Danilo, para que la conquiste, por el bien de la nación y so pena de muerte. Mientras tanto, la viuda se suelta la trenza y trabaja en un cabaret muy parisino bajo el nombre artístico de Fifí. A mí me da mucha gracia que la viuda se meta a cabaretera y me identifico con sus deseos de transformación jubilosa. Quisiera ser yo también una viuda alegre, pero no sé si tenga la misma suerte de caberetera. Por ahí sigue la historia, pero en nada se parece a los cuentos de viudas de la memoria familiar.

Las viudas pueden ser también personajes siniestros. Cómo no va a serlo una mujer liberada del marido por la mismísima muerte, o acaso resentida por el arrebato de la muerte, y además toda vestida de negro. Ese es el caso del tenebroso fantasma que anda por las carreteras chilenas, según cuentan. La «viuda de negro» (como si hubiera otra opción de color) es, según la imaginación chilena, un poderoso espectro que ataca a los viajantes nocturnos, un alma en pena que enloquece de pena y rabia, y decide, ya que le falta el suyo, vengarse del destino atormentando a cuanto hombre encuentre en su camino. Algunas leyendas son más elaboradas y cuentan que hace un pacto con el diablo para transformarse en espectro endemoniado y andar por ahí, de vengadora. Así que se les aparece a los solitarios, completamente cubierta de telas, bajo una burka siniestra, y los acosa hasta hacerlos despeñarse y morir. A veces se encapricha de algunos varones apuestos y se aprovecha amorosamente de ellos, a quienes abandona al día siguiente, medio turulatos y a medio vestir. En otros lugares hay otras figuras parecidas con las mismas malas mañas, pero no son viudas sino espectrales novias despechadas que andan de noche solas. Que les pregunten a los choferes de carro público que antes atravesaban la sierra de Cayey.

Viudas verdaderas

Paso varios días rebuscando sobre las viudas y encuentro cosas rarísimas: pájaros y flores que se llaman así, títulos de películas de diversos géneros, personajes de historias desastradas, asombrosas referencias en recursos legales y datos sobre la palabra que me dejan perpleja y agobiada.

Viuda viene del latín vidua y quiere decir «vacía». En algunas lenguas se usa el mismo término para viuda y divorciada, y en muchas no existe la palabra viudo. De hecho, hasta la Edad Media en castellano sólo se usaba en femenino. En la Biblia se distingue entre las viudas y las «verdaderas viudas» que quedan solas en el mundo porque, a falta de hijos varones, no tienen ningún familiar que las ampare. En las sociedades polígamas, cuando muere un marido, deja muchas viudas y compiten entre ellas por la herencia. También hay viudas de facto, llamadas «viudas blancas», esposas de hombres ausentes por el trabajo o por obligación (soldados, trabajadores migrantes, marineros, etc), cuando no son verdaderamente abandonadas. La ausencia del varón puede traducirse en amenaza al patrimonio o, en algunas ocasiones, en inusitada libertad para la mujer, ahora sin «protección» o, por fin, sin «dueño». Estas mujeres – como las solteras, las abandonadas (total o parcialmente) y las divorciadas – pueden convertirse un problema o una amenaza al orden patriarcal.

Es tremenda la desconfianza que les tiene San Pablo, sobre todo a las viudas jóvenes, que quieren casarse de nuevo en lugar de dedicarse a la devoción religiosa. Las tilda de perezosas y bochincheras, sin hombre que las proteja y las controle, andan por ahí, «de casa en casa», «metiéndose en todo y diciendo cosas que no convienen.» (I Timoteo, 5.6) Cuando se ponían «al servicio de Dios» les hacían la vida a cuadritos, porque su matrimonio anterior las hacía sospechosas de impureza. En las castas altas de la India el asunto era más tenebroso, porque la esposa acompañaba al marido hasta la muerte, y se practicaba el sati o inmolación de la viuda.

En general, según las referencias bíblicas, la figura de la viuda se asocia desde la antigüedad con el infortunio, y no es para menos. Se les considera desvalidas, tan desamparadas como los huérfanos. Todavía hoy, especialmente en regiones azotadas por la carestía y la guerra, las mujeres llevan la peor parte, y entre ellas, las solas – las que se quedan solas – lo llevan muchísimo peor.

La «buena mujer», en muchas sociedades, es la que se queda para recordar al muerto, en perpetuo luto. Se espera que las viudas sean decorosas y discretas, perpetuamente tristes. Después de todo, cuando la mujer se define esencialmente como madre y esposa, ser viuda es quedarse en el vacío y tener la mira puesta en la vejez y la muerte: seguir al amado a la tumba, pero lentamente. Y es cierto que sucede en muchas ocasiones. También se les vaticina. Hay gente que lo encuentra muy romántico, morir con días de diferencia, o tomados de la mano en la misma cama. Esto a las viudas nos trabaja en las cabezas y ante la muerte del «compañero de vida», de momento pensamos que sobramos en el mundo, que todo está por acabarse. Menos mal que tenemos a la viuda de Clicquot (la champaña), la viudita de la capital que se quiere casar y no encuentra con quién y a Fifí, la viuda alegre, para alimentar nuestra imaginación. En todo caso, siempre podemos escoger transformarnos en viuda de negro, a la chilena, e irnos por esos caminos oscuros a asustar a los solitarios y así vengarnos de las arrebatadas garras de la Muerte.

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