166 aniversario del natalicio de José Martí: Los efectos de un terremoto en una crónica enviada a La Nación, de Buenos Aires

Por Silvia María Alberti Cayro/Especial para En Rojo*

 

En estos días de angustia, en que los puertorriqueños -y los nativos de todas las naciones representadas en el territorio de Puerto Rico- sufren los continuos temblores de la Tierra y sus dolorosas consecuencias, traemos a los lectores la narración y descripción y de los efectos en la primera parte de su crónica. Esta surge de la comunión de periodismo y literatura. Él vivía en New York, no viajó a Charleston y supo imprimirle a su trabajo los matices de una vivencia personal: “Decirlo es verlo“.

“El terremoto de Charleston”

New York, septiembre 10 de 1886.

Señor Director1 de La Nación2:

Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston3. Ruina es hoy lo que ayer era flor, y por un lado se miraba en el agua arenosa de sus ríos, surgiendo entre ellos como un cesto de frutas, y por el otro se extendía a lo interior en pueblos lindos, rodeados de bosques de magnolias, y de naranjos y jazmines. 

Los blancos vencidos y los negros bien hallados viven allí después de la guerra en lánguida concordia: allí no se caen las hojas de los árboles; allí se mira al mar desde los colgadizos vestidos de enredaderas; allí a la boca del Atlántico se levanta casi oculto por la arena el fuerte Sumter4  en cuyos muros rebotó la bala que llamó al fin a guerra al Sur y al Norte5; allí recibieron con bondad a los viajeros infortunados de la barca Puig6.

 Las calles van derecho a los dos ríos: borda la población una alameda que se levanta sobre el agua: hay un pueblo de buques en los muelles, cargando algodón para Europa  y la India: en la calle de King se comercia; la de Meeting ostenta hoteles ricos; viven los negros parleros y apretados en un barrio populoso; y el resto de la ciudad es de residencias bellas, no fabricadas hombro a hombro como estas casas impúdicas y esclavas de las ciudades frías del Norte, sino con ese noble apartamiento que ayuda tanto a la poesía y decoro de la vida. Cada casita tiene sus rosales, y su patio en cuadro, lleno de yerba y girasoles y sus naranjos a la puerta. 

Se destacan sobre las paredes blancas las alfombras y ornamentos de colores alegres que en la mañana tienden en la baranda del colgadizo alto las negras risueñas, cubierta la cabeza con el pañuelo azul o rojo: el polvo de la derrota vela en otros lugares el color crudo del ladrillo de las moradas opulentas, se vive con valor en el alma y con luz en la mente en aquel pueblo apacible de ojos negros. 

Y ¡hoy los ferrocarriles que llegan a sus puertas se detienen a medio camino sobre sus rieles torcidos7, partidos, hundidos, levantados; las torres están por tierra; la población ha pasado una semana de rodillas; los negros y sus antiguos señores han dormido bajo la misma lona, y comido del mismo pan de lástima, frente a las ruinas de sus casas, a las paredes caídas, a las rejas lanzadas de su base de piedra, a las columnas rotas! 

Los cincuenta mil habitantes de Charleston, sorprendidos en las primeras horas de la noche por el temblor de tierra9 que sacudió como nidos de paja sus hogares, viven aún en las calles y en las plazas, en carros, bajo tiendas, bajo casuchas cubiertas con sus propias ropas. 

Ocho millones de pesos rodaron en polvo en veinticinco segundos8. Sesenta han muerto10, unos aplastados por las paredes que caían11, otros de espanto. Y en la misma hora tremenda, muchos niños vinieron a la vida. 

Estas desdichas que arrancan de las entrañas de la tierra, hay que verlas desde lo alto de los cielos. 

De allí los terremotos con todo su espantable arreo de dolores humanos, no son más que el ajuste del suelo visible sobre sus entrañas encogidas, indispensable para el equilibrio de la creación: ¡con toda la majestad de sus pesares, con todo el empuje de olas de su juicio, con todo ese universo de alas que le golpea de adentro el cráneo, no es el hombre más que una de esas burbujas resplandecientes que danzan a tumbos ciegos en un rayo de sol!: ¡pobre guerrero del aire, recamado de oro, siempre lanzado a tierra por un enemigo que no ve, siempre levantándose aturdido del golpe pronto a la nueva pelea, sin que sus manos le basten nunca a apartar los torrentes de la propia sangre que le cubren los ojos! 

Pero siente que sube, como la burbuja por el rayo de sol!: pero siente en su seno todos los goces y luces, y todas las tempestades y padecimientos, de la naturaleza que ayuda a levantar! 

Toda esta majestad rodó por tierra en la hora de horror del terremoto en Charleston. 

Serían las diez de la noche. Como abejas de oro trabajaban sobre sus cajas de imprimir los buenos hermanos que hacen los periódicos: ponía fin a sus rezos en las iglesias la gente devota, que en Charleston, como país de poca ciencia e imaginación ardiente, es mucha: las puertas se cerraban, y al amor o al reposo pedían fuerzas los que habían de reñir al otro día la batalla de la casa: el aire sofocante y lento no llevaba bien el olor de las rosas: dormía medio Charleston: ¡ni la luz va más aprisa que la desgracia que la esperaba! 

Nunca allí se había estremecido la tierra12, que en blanda pendiente se inclina hacia el mar: sobre suelo de lluvias, que es el de la planicie de la costa, se extiende el pueblo: jamás hubo cerca volcanes ni volcanillos, columnas de humo, levantamientos ni solfataras: de aromas eran las únicas columnas, aromas de los naranjos perennemente cubiertos de flores blancas. Ni del mar venían tampoco sobre sus costas de agua baja, que amarillea con la arena de la cuenca, esas olas robustas que echa sobre la orilla oscuras como fauces, el océano cuando su asiento se desequilibra, quiebra o levanta, y sube de lo hondo la tremenda fuerza que hincha y encorva la ola y la despide como un monte hambriento contra la playa.

En esa paz señora de las ciudades del Mediodía empezaba a irse la noche, cuando se oyó un ruido que era apenas como el de un cuerpo pesado que empujan de prisa.

 Decirlo es verlo. Se hinchó el sonido: lámparas y ventanas retemblaron… rodaba ya bajo tierra pavorosa artillería: sus letras sobre las cajas dejaron caer los impresores, con sus casullas huían los clérigos, sin ropas se lanzaban a las calles las mujeres olvidadas de sus hijos: corrían los hombres desalados por entre las paredes bamboleantes: ¿quién asía por el cinto a la ciudad, y la sacudía en el aire, con mano terrible, y la descoyuntaba? 

Los suelos ondulaban; los muros se partían; las casas se mecían de un lado a otro: la gente casi desnuda besaba la tierra: ¡oh,13 Señor! ¡oh, mi hermoso Señor! decían llorando las voces sofocadas: ¡abajo, un pórtico entero!: huía el valor del pecho y el pensamiento se turbaba: ya se apaga, ya tiembla menos, ya cesa: ¡el polvo de las casas caídas subía por encima de los árboles y de los techos de las casas! 

Los padres desesperados aprovechan la tregua para volver por sus criaturas: con sus manos aparta las ruinas de su puerta propia una madre joven de grande belleza: hermanos y maridos llevan a rastra o en brazos a mujeres desmayadas: un infeliz que se echó de una ventana anda sobre su vientre dando gritos horrendos, con los brazos y las piernas rotas: una anciana es acometida de un temblor, y muere: otra, a quien mata el miedo, agoniza abandonada en un espasmo: las luces de gas débiles, que apenas se distinguen en el aire espeso, alumbran la población desatentada, que corre de un lado a otro, orando, llamando agrandes voces a Jesús, sacudiendo los brazos en alto. Y de pronto en la sombra se yerguen, bañando de esplendor rojo la escena, altos incendios que mueven pesadamente sus anchas llamas. 

Se nota en todas las caras, a la súbita luz, que acaban de ver la muerte: la razón flota en jirones en torno a muchos rostros, y en torno de otros se le ve que vaga, cual buscando su asiento ciega y aturdida. Ya las llamas son palio, y el incendio sube; pero ¿quién cuenta en palabras lo que se vio entonces? Se oye venir de nuevo el ruido sordo: giran las gentes, como estudiando la mejor salida; rompen a huir en todas direcciones: la ola de abajo crece y serpentea; cada cual cree que tiene encima a un tigre. 

Unos caen de rodillas: otros se echan de bruces: viejos señores pasan en brazos de sus criados fieles: se abre en grietas la tierra: ondean los muros como un lienzo al viento: topan en lo alto las cornisas de los edificios que sedan el frente: el horror de las bestias aumenta el de las gentes: los caballos que no han podido desuncirse de sus carros los vuelcan de un lado a otrocon las sacudidas de sus flancos: uno dobla las patas delanteras: otros husmean el suelo: a otro, a la luz de las llamas se le ven los ojos rojos y el cuerpo temblante como caña en tormenta: ¿qué tambor espantoso llama en las entrañas de la tierra a la batalla? 

Entonces, cuando cesó la ola segunda, cuando ya estaban las almas preñadas de miedo, cuando de bajo los escombros salían, como si tuvieran brazos, los gritos ahogados de los moribundos, cuando hubo que atar atierra como a elefantes bravíos a los caballos trémulos, cuando los muros habían arrastrado al caer los hilos y los postes del telégrafo, cuando los heridos se desembarazaban de los ladrillos y maderos que les cortaron la fuga, cuando vislumbraron en la sombra con la vista maravillosa del amor sus casas rotas las pobres mujeres, cuando el espanto dejó encendida la imaginación tempestuosa de los negros, entonces empezó a levantarse por sobre aquella alfombra de cuerpos postrados un clamor que parecía venir de honduras jamás exploradas, que se alzaba temblando por el aire con alas que lo hendían como si fueran flechas. Se cernía aquel grito sobre las cabezas, y parecía que llovían lágrimas. 

Los pocos bravos que quedaban en pie, ¡que eran muy pocos! pro-curaban en vano sofocar aquel clamor creciente que se les entraba por las carnes: ¡cincuenta mil criaturas a un tiempo adulando a Dios con las lisonjas más locas del miedo! 

Apagaban el fuego los más bravos, levantaban a los caídos, dejaban caer a los que ya no tenían para qué levantarse, se llevaban a cuestas a los ancianos paralizados por el horror. Nadie sabía la hora: todos los relojes se habían parado, en el primer estremecimiento. 

La madrugada reveló el desastre

 Con el claror del día se fueron viendo los cadáveres tendidos en las calles, los montones de escombros, las paredes deshechas en polvo, los pórticos rebanados como a cercén, las rejas y los postes de hierro combados y retorcidos, las casas caídas en pliegues sobre sus cimientos, y las torres volcadas, y la espira más alta prendida solo a su iglesia por un leve hilo de hierro.

El sol fue calentando los corazones: los muertos fueron llevados al cementerio donde está sin hablar aquel Calhoun14 que habló tan bien, y Gadsden15, y Rutledge16 y Pinckney17: los médicos atendían a los enfermos: un sacerdote confesaba a los temerosos: en persianas y en hojas de puerta recogían a los heridos.

Apilaban los escombros sobre las aceras. Entraban en las casas en busca de sábanas y colchas para levantar tiendas: frenesí mostraban los negros por alcanzar el hielo que se repartía desde unos carros: humeaban muchas casas: por las hendiduras recién abiertas en la tierra había salido una arena de olor sulfuroso. 

Todos llevan y traen. Unos preparan camas de paja. Otros duermen a un niño sobre una almohada y lo cobijan con un quitasol. Huyen aquellos de una pared que está cayendo. ¡Cae allí un muro sobre dos pobres viejos que no tuvieron tiempo para huir!: va besando al muerto el hijo barbado que lo lleva en brazos, mientras el llanto le corre a hilos. Se ve que muchos niños han nacido en la noche, y que, bajo una tienda azul precisamente, vinieron de una misma madre dos gemelos. Saint Michael18 de sonoras campanas, Saint Phillip19 de la torre soberbia20, el Salón hiberniano21en que se han dicho discursos que brillaban como bayonetas, la casa de la guardia, lo mejor de la ciudad, en fin, se ha desplomado o se está inclinando sobre la tierra. 

Un hombre manco, de gran bigote negro y rostro enjuto, se acerca con los ojos flameantes de gozo a un grupo sentado tristemente sobre un frontón roto:—»no ha caído, muchachos, no ha caído»: ¡lo que no había caído era la casa de justicia, donde al oír el primer disparo de los federales sobre Fort Sumter, se despojó de su toga de juez el ardiente Magrath22; juró dar al Sur toda su sangre, y se la dio! 

En las casas ¡qué desolación! No hay pared firme en toda la ciudad, ni techo que no esté abierto: muchos techos de los colgadizos se mantienen sin el sustento de sus columnas, como rostros a que faltase la mandíbula inferior: las lámparas se han clavado en la pared o en forma de araña han quedado aplastadas contra el pavimento: las estatuas han descendido de sus pedestales: el agua de los tanques, colocados en lo alto de la casa, se ha filtrado por las grietas y la inunda: en el pórtico mismo parecen entender el daño los jazmines marchitos en el árbol y las rosas plegadas y mustias.

Notas

1Bartolomé Mitre Vedia. (1845-1900). Periodista y escritor argentino. Nacido en Uruguay por el exilio de su padre, el general Bartolomé Mitre Martínez, creció bajo la influencia paterna y también acumuló la experiencia de ser secretario de Domingo Faustino Sarmiento.  Siendo presidente de la Asociación de la Prensa Argentina, en 1888 designó a José Martí representante en Estados Unidos y Canadá. 

2La Nación. Diario bonaerense fundado en 1870 por el general Bartolomé Mitre Martínez, ex presidente de la República Argentina, quien previamente había adquirido el periódico. Martí colaboró ininterrumpidamente para La Nación desde el 15 de julio de 1882 hasta el 20 de mayo de 1891.Aun que Martí y el general Mitre no se conocieron personalmente, este le remitió, en 1889, los tres tomos de su Historia de San Martín con la siguiente dedicatoria: «Al original escritor y pensador americano D. José Martí». 

3El terremoto ocurrió el 31 de agosto de 1886.

4 El 12 de abril de 1861 los sudistas atacaron el Fuerte Sumter.

5 Guerra de Secesión. Llamada también Guerra Civil de Estados Unidos. Ante la elección de Abraham Lincoln como presidente, once estados sureños consideraron que el programa del Partido Republicano amenazaba sus derechos constitucionales, se separaron y crearon los Estados Confederados de América. 

6Posiblemente alguna nave pequeña perteneciente a la Compañía Naviera Puig, de Cataluña. 

7Los rieles permanecieron casi intactos, lo cual llamó la atención de los observadores. En fotos y grabados de la época se evidencia. Sin embargo, los trenes detenidos o en movimiento se descarrilaron.

8El terremoto alcanzó la intensidad de 7.6 en la escala Mercalli y se registró en las principales ciudades de Estados Unidos, México y en La Habana, Cuba, entre otras.

9El monto oficial de las pérdidas alcanzó los seis millones de dólares, que al valor actual de esa moneda asciende a más de cien millones.

10Las cifras finales oficiales arrojaron un total de ciento diez muertos.

11El noventa por ciento de los edificios de mampostería y ladrillos se derrumbaron o sufrieron daños de consideración.

12Existen numerosos antecedentes, algunos mencionados por la prensa de la época, que datan de siglos anteriores y evidencian la existencia de una zona sísmica en la región. 

13Se añade coma.

14John Caldwell. Calhoun. (1782-1850). Abogado y político estadounidense. Miembro de la Cámara de Representantes (1810 y 1817), secretario de Guerra (1817-1824), vicepresidente de Estados Unidos (1825-1832) durante los mandatos presidenciales de John Quincy Adams y Andrew Jackson, y secretario de Estado entre 1844 y 1845. 

15Errata en LN ( La Nación): «Gaddens». James Gadsden.

16Edgard Rutledge. (1749-1800). Político estadounidense. El más joven de los firmantes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. 

17Charles Cotesworth Pinckney. (1746-1825). Estadounidense veterano de la Guerra de Independencia de las Trece Colonias y delegado a la Convención Constituyente. 

18Iglesia episcopal de San Miguel. Construida entre 1751 y 1761 por orden de la Asamblea de Carolina del Sur, en el sitio original de la Iglesia de San Felipe

19Iglesia episcopal de San Felipe. Fundada en 1681, es la más antigua congregación religiosa en Carolina del Sur. 

20La iglesia de San Miguel se desplomó con los primeros temblores. La Iglesia de San Felipe recibió daños estructurales, pero fue restaurada y aún hoy está en pie con algunas rajaduras maquilladas. 

21Hibernian Hall. Construido en 1840 para proporcionar un lugar de encuentro de la Sociedad Hiberniana, organización benévola irlandesa fundada en 1801. 

22Errata en EPL (El Partido Liberal): «Mc Grath». Andrew G. Magrath.

Referencia

Marti, J. (2012). “El terremoto de Charleston”. Obras completas. Edición crítica. La Habana: Centro de Estudios Martianos,  24, 214-219.  

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Martí, José. (1886, 14 de octubre). Buenos Aires; La Nación. [Copia digital en CEM].

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Recuperación de texto, ilustraciones y comentarios por la autora silviamalberti@gmail.com

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