Especial para CLARIDAD
El ocho de diciembre pasado, grupos rebeldes consiguieron destituir al dictador Basher al Assad, que se exilió en Moscú, concluyendo una guerra civil de 14 años y 54 de sangrienta tiranía familiar en Siria que había convertido el país en un narco estado.
Basher había sucedido en el año 2000 a su padre, Háfez, quien había sido primer ministro en 1970 y en 1971 se convirtió en presidente, y secretario general del Partido Baaz Árabe Socialista, hasta su muerte.
La guerra civil destruyó barrios y ciudades enteras, a menudo con la ayuda y las bombas de la Aviación rusa; se cobró cientos de miles de vidas, y en las cárceles del régimen se torturó hasta la muerte a un número incalculable de opositores. Muchos que sobrevivieron a las torturas se volvieron locos y hoy se les puede ver con la mirada y los pasos perdidos por las calles de Damasco. Algunos olvidaron sus nombres y solo recuerdan su número de preso de cárceles como la infame Saydnaya, conocida como “el matadero humano”.
El grupo islamista Hayat Tahrir al Shams (HTS), que se hizo con el control del país en una ofensiva relámpago de 13 días, se propuso como primer objetivo vaciar esas cárceles, donde se perpetraban ahorcamientos masivos periódicos y cientos de asesinatos por tortura a diario.
Utopía en Damasco
Llegué a Damasco un mes después de la caída del régimen carnicero de los Al Assad, el día después de Reyes, cuando los rebeldes empezaban a controlar poco a poco las instituciones del Gobierno y todavía no tenían suficiente gente como para tener presencia en las calles.
Pasé tres días en Damasco hasta que me tropecé con el primer kalashnikov. Se veían soldados rebeldes subir y bajar a vehículos de camino a alguna parte más importante que el centro de la ciudad o el casco antiguo.
Los hombres de Ahmad Al-Shar’a, presidente de la Siria en transición, estaban más preocupados de tomarle el pulso al aparato burocrático del Estado que a la seguridad en las calles. Solo los más altos funcionarios han caído en desgracia, los demás están siendo reciclados ante la falta de recursos humanos de los rebeldes.
Lejos de sentirme amenazado, disfruté las calles bulliciosas, los mercados abarrotados de productos y clientes y de la gente haciendo su vida sin autoridad a la que temer, aunque fueran unas semanas de breve utopía anarquista. Una anarquía feliz y pacífica sin turistas pero con muchos periodistas.
El entusiasmo por el nuevo Gobierno, que se ha mostrado moderado hasta el momento, hizo acercarse a cuarteles y comisarías a miles de jóvenes para presentarse como voluntarios. Poco a poco esos jóvenes van siendo distribuidos en lugares urbanos susceptibles de necesidad de seguridad. Visten relucientes uniformes negros con pasamontañas, no llevan más consignas que brazaletes improvisados y van armados con viejos kalashnikovs.
Como los rebeldes necesitan buena prensa, las armas no intimidan a los periodistas, que nos movemos líbremente por el maravilloso enjambre de mercados y mercadillos, bazares y zocos que no se acaban, con calles dedicadas a productos u oficios concretos. Hay intrincados callejones donde los herreros copian llaves o sueldan calentadores; pasadizos de alfombras persas; otros de hokaahs, que en Siria, donde se inventaron, se llaman shisha; otros de perfumes, otros de ebanistería, otros de frutos secos, otros de especies y hay hasta una calle donde se fabrican y reparan futbolines.
Hay puestos de comida a cada pocos pasos y cafeterías escondidas al final de cada oscuro callejón. En el centro del mercado principal del viejo Damasco se encuentra la majestuosa Mezquita de los Omeyas, construida sobre mármoles romanos y una catedral cristiana y junto a la cual descansan los restos del sultán Saladino, que fue el terror de los Cruzados y un hombre sabio y respetado que unificó la región bajo el Islam.
El temor porque el gobierno islamista se torne extremista, no sea inclusivo y se cebe con los derechos de las mujeres y la comunidad LGBT+ es minimizado ante la máxima repetida por todos los consultados para este reportaje: “nada puede ser más malo que el régimen de Al Assad”.
Por ahora, las mujeres sirias deciden si usan burka, velo o llevan el pelo al aire. Algunas visten una coqueta boina francesa ladeada sobre el pañuelo.
Mientras los rebeldes se acomodan en el poder, en enero todavía no funcionaban las tarjetas bancarias ni las gasolineras. En las aceras y arcenes de calles y carreteras se venden bidones de agua rellenos de benzina para hacer funcionar los vehículos, que respostan en cualquier parte ayudados por embudos improvisados.
Las sanciones internacionales y el narco estado
Ahora, la principal preocupación de los sirios son las sanciones internacionales impuestas al régimen de Al Assad que todavía siguen efectivas dificultando el progreso de Siria.
Basher, con la ayuda de su hermano Maher, el carnicero de la División 4 Blindada del Ejército, responsable de numerosas masacres en campos de refugiados y barrios opositores, convirtió Siria en un narco estado para financiar su regimen bajo las sanciones internacionales.
La periodista de La Vanguardia Helena Pelicano visitó, los primeros días tras la caída de Basher, uno de los centro de producción de captagón incautados por los rebeldes.
A las afueras de Damasco, oculto en la cima de una montaña al noroeste donde no se encontraría nada si no se sabe que está allí, los rebeldes mostraban los millones de pastillas que se producían allí. Se calcula que Al Assad conseguía unos cuatro mil millones de dólares al año produciendo captagón, una droga sintética conocida como el “éxtasis barato” del Medio Oriente.
El captagón era utilizado en fiestas y discotecas de toda la región y por los soldados para soportar las largas guardias y el hambre del frente. Los rebeldes custodios de los restos de la producción enseñaban las miles de pastillas escondidas en bovinas o en frutas de plástico para centro de mesa de casa de la abuela.
“Los rebeldes estaban encantadísimos de ayudar para exponer al antiguo régimen”, asegura la periodista.
“Tienes que considerar también que antes de la guerra, Siria era el mayor productor farmacéutico de la región. Teníamos un gran número de fábricas farmacéuticas, hasta teníamos cuatro universidades públicas de Farmacia y varias del sector privado. Teníamos a mucha gente trabajando en este campo”, explica Antoine George Makdis en Alepo.
Tony es un arameo siríaco, “pero soy católico latino”, apostilla con una cruz franciscana colgada al cuello, sirio de Alepo, rubio de ojos azules que se parece al cantante de REM, Michael Stipe.

Explica que cuando se fueron imponiendo sanciones al sector, toda los profesionales de ese campo empezó a encontrar dificultades, sobretodo a partir de 2014, para alimentar a sus familias en medio del caos.
Tony asegura que “el régimen invirtió en las drogas porque ya había una infraestructura y teníamos mucha gente preparada en ese campo”.
Explica que ya desde los 50 y 60 del siglo pasado muchos sirios habían ido a Rusia a formarse como farmacéuticos y ya hubo una gran inversión del gobierno de entonces en el campo farmacéutico y químico.
“La situación es más profunda que acusar a quienes han estado ahora relacionados con la producción de captagón. Cuando tienes hambre, cuando tienes que alimentar a tus hijos y vives en un caos como el de esta guerra, a veces tienes que hacer cosas que no te gustaría hacer o que no harías en otras circunstancias”, defiende el fundador del colectivo Warsha.
Compleja esperanza
A Tony el falta el dedo índice de la mano izquierda. Lo perdió el 2 de enero de 2019 cuando le explotó una mina mientras realizaba un proyecto fotográfico en un cementerio del antiguo Alepo.
Por la oficina taller de Warsha ha pasado todo joven en Alepo con inquietudes artísticas. A Tony lo conocen en toda la ciudad. Es el típico tipo que vaya donde vaya se para a hablar con un amigo. Algunos de los actuales miembros del colectivo, que principalmente trabajan en la elaboración de documentales, son antiguos niños soldado rescatados por el arte audiovisual.
Tony trabaja de fixer profesional, pero también ayuda como puede a los periodistas de bajo presupuesto como yo. A una periodista alemana le consiguió una habitación para que pernoctara en su parroquia. A mí me dejó quedarme una semana en un colchón en el suelo de una habitación del taller. Me protegía del frío con esas mantas grises de la ONU, ásperas pero efectivas.
Me iba a conseguir algo de cannabis para disfrutar de la belleza bombardeada de Alepo y su impresionante ciudadela fumándome un porrillo, pero siempre siempre tenía algo más importante que hacer. También me habló mucho de la rica historia del cannabis en Siria, de los Assassins (fumadores de hachís), de los bálsamos elaborados con la hierba sagrada para dormir a los niños, de los productos textiles que se han confeccionado con cáñamo a lo largo de la historia Siria.
“El cannabis es una parte importante de nuestro patrimonio”, subraya.
A pesar de comportarse como un genio despistado que habla a borbotones saltando de un tema a otro y volviendo a recuperar el hilo frenéticamente, gracias a Tony pude acercarme a comprender un poco mejor la realidad siria más allá de la superficie.
Que no se trata de que unos son buenos y otros son malos. Se trata de que hay mucha gente de orígenes, culturas, etnias y religiones diferentes. Que todos han sufrido mucho y que todos están armados.
“Los sirios necesitamos un drama para vivir. Si pasan dos semanas sin un drama nos aburrimos y empezamos a pensar a quien matamos ahora”, bromea con su humor negro franciscano.
“Los sirios no somos racistas. Odiamos a todo el mundo por igual”, me troncho.
Tony me recuerda el genocio Armenio que lleva más de un siglo perpetrándose de manera silenciosa. Me contó el peligro que corren ahora los alauitas, facción del Islam que superficialmente procesaban los Al Assad, que nunca se preocuparon por ellos pero que ahora tienen que enfrentar la ira de las víctimas de los tiranos.
Que en Siria hay chiís y suníes, que se llevan a matar, los cristianos católicos y los ortodoxos, que también están los kurdos y los drusos, que hay pueblos o áreas dominadas por unas minorías que abusan de las mayorias. Que la gente se suele llevar bien, hasta que alguien se quiere pasar de listo o aparece una intervención externa. Que está Al Qaeda, pero también el Estado Islámico, los Hermanos Musulmanes y grupos rebeldes que aparecen y desaparecen con la velocidad de las balas. Que a veces Turquía apoya a unos u otros, como Irán, o Rusia, siempre con la amenaza de Israel, pero que ahora todos están a la espectativa de lo que haga Donald Trump.
Entretanto, la gente esperanzada en las calles consume como si la prosperidad prometida hubiera llegado ya, y el gobierno rebelde de transición va dando muestras de moderación según pasan los días.
En su discurso del pasado 30 de enero, el líder rebelde y presidente de transición, Ahmad Al-Shar’a, reafirmó su vocación inclusiva en un proceso de transición que es “parte de un proceso político que requiere la participación genuina de todos los sirios, tanto dentro como fuera del país, para moldear su futuro con libertad y dignidad, sin exclusión ni marginación”.
“Trabajaremos para formar un gobierno de transición inclusivo que refleje la diversidad de Siria, con hombres, mujeres y jóvenes trabajando juntos para construir nuevas instituciones nacionales que conduzcan a elecciones libres y justas. Una Siria que extienda su mano en paz y respeto mutuo”, expresó el presidente interino sirio.