En todos los rincones del globo terráqueo- pelota que flota por azar y capricho- existe una pléyade de cantores que me parece inmemorial. Que, en la cotidianidad calurosa de sus recodos asfaltados, silban pregones, tararean himnos, relatan cuentos y hasta celebran a sus muertos con sones y canciones. Lo sé porque soy uno y, como buen padre, crie a tres iguales.
Y somos, en nuestra configuración sandunguera, como orquestas caminantes. Los dedos nos repican en los muslos como baquetas ardientes sobre timbales afinados. Claro, cuando no los chasqueamos al compás de un ritmo que, entrampándonos, apodamos, con cariño, “la clave”. Las piernas, siempre atentas al tempo, nos menean autónomas y graciosas por cuanta acera estrecha. El resto del cuerpo nos funciona como las teclas de un piano telúrico, manteniendo ajustado todo el combo corporal que nos mueve.
Mi afán por esta rumba se remonta a la década fragorosa de 1970, cuando un elepé estelar de Lavoe como solista engatusó mis oídos. El momento preciso: cuando el flaco de Ponce citó, en un soneo lacónico, el bolero Ojos astrales. Ahí supe que hay algo en esta cosa, en esta melodía hogareña, que solo le pertenece al alma sensible.
Los pioneros, recuerdo muy bien, se juntaron en Nueva York. Entre mentes y voluntades antillanas, sintetizaron todas las guarachas, los chachachás, los guaguancós y cuanta vaina en una sola canción. En una misma salsa. Y así, debidamente aderezados, estiraron otra viga en el inmenso puente que une a todo nuestro continente. De Panamá salió un poeta que aún resuena con agudeza y maestría; de Cuba emergió otra que puso a Martí en boca de todos. Para entonces se agolpaban en aquella manzana recién florida, entre Colones, Felicianos y Quintanas. Lo recuerdo tanto como añoro el regreso de mis caderas buenas.
Después, con el tiempo, los Montañeces proliferaron el asunto a la Patria Grande. Vinieron los De Leones, los Canarios y otros más. Ahora, si se puede decir, la salsa es más melaza (jajaja, como escriben los muchachos).
Con ese elenco, la época fue como una estrella fulgurosa, deslumbrante. Pero me cuentan que ahí es cuando los astros revientan en pedazos. Nuestros cantantes más insignes, aquellos que pensamos inmarcesibles, sucumbieron al vicio, la enfermedad y la muerte. Abatidos por tal desidia, nuestra entrañable cofradía quedó estancada en una nostalgia resiliente y necia. Entonces, como un eco sin tambor muy lejano, el Yankee empezó a remedar el síquiri-síquiri del Cano, el quítate tú pa’ ponerme yo de la Fania y, de sopetón, fuimos apercibidos de una verdad inequívoca: nos habíamos convertido en un precedente cultural. De ahí en adelante pertenecíamos- y pertenecemos- a la categoría de Leyenda Indestructible. O al menos eso es lo que algunos, enterados de mi pasado timbalero, suelen decir.
Lo malo de ser leyenda añeja es que todo lo vivido está muerto o por morir. Estos últimos cinco años, al desamparo repentino que provocaron Paquito, Lalo y Roena, han sido muestra fehaciente de nuestro ocaso musical. Lo bueno es que, por condición de leyenda, perduraremos en cada soneo aludido, como un periódico de ayer que siempre suena hoy.
Todos los que sufrimos esta condición somos, además, refraneros por excelencia. Llenamos nuestras vidas con parcas sabidurías que, a veces, pergeñamos desde una intuición muy cultivada. A veces, confieso, solo mentimos con terrible y alimaña malicia. Heredada sagacidad que, por cierto, refinamos en bandadas y claques. Tal vez el tiempo incide en esa malicia.
Y cada vez que me topo con otros, me contento. Este gentío, pienso yo, es tan elemental como el soplido fiel de la brisa playera; como la sombra cierta de un ausubo frondoso. Llevamos muchos nombres. Algunos peyorativos, otros más halagadores, pero como en todo tema cultural, pienso que los boricuas acuñamos el más preciso y justo: cocolos.