Caso catalán impacta en Europa

España parece que vive otra vez en los primeros meses de aquel todavía recordado 1898. Como entonces, y a pesar de haber trascurrido todo un siglo y una década más, sigue siendo un “reino” –con su monarca, reina, infantas y nobleza– que aún sueña con su pasado imperial. Igual que en el ’98, el gobierno se atrinchera ante la amenaza del “separatismo”, negándose a ceder, y los políticos de todas las tendencias corren a apoyar la mano dura frente a los rebeldes que atentan contra la estabilidad del reino. “España una, España siempre”.

En 1898 era del separatismo cubano y, en menor medida, del filipino, de donde procedía la amenaza y para combatirlo se juntaban conservadores y liberales. ¡Malditos mambises aquellos que se atrevían a despreciar a la madre España! Había que aplicarles el mayor de los castigos, la reconcentración, y a los que caían en las manos “justicieras” españolas, liquidarlos sin contemplación. Nada de debilidad. Tanto era el odio que cuando lograron matar a Antonio Maceo –aquel mulato que tanto los mortificó en la manigua cubana– todo Madrid estalló en júbilo, según se narra en las crónicas de entonces. Liberales y conservadores salieron juntos a la calle a festejar la muerte. (Por allá andaba entonces una delegación del Partido Autonomista de Puerto Rico y Luis Muñoz Rivera, muy dignamente, se negó a participar en los festejos.)

El ambiente de ahora se parece bastante al del ’98 aunque los nuevos “rebeldes separatistas” ya no están en el lejano Caribe ni en la aún más lejana Asia. Están mucho más cerca, en la misma península, en Cataluña. El escenario cambia, pero el odio parece ser el mismo.

Ahora, la “unidad nacional” que convocan para enfrentarse a la “rebelión” incluye hasta a los socialistas o, al menos, a los que todavía mantienen ese apellido. Todo el liderato del PSOE, con su prensa amiga de la mano, se ha puesto del lado de la “unidad de España” frente a los rebeldes, apoyando sin reservas la cruzada represiva contra la “deriva separatista catalana”. Hasta el diario El País, otrora amigo de los socialistas y todavía liberal para otras cosas, cierra filas con el Estado en defensa de la “legalidad” amenazada. Da pena leerlo.

Los extremos a que ha llegado el estado español ante los reclamos de Cataluña, causan alarma. A petición del gobierno, enfurecidos jueces le imputaron el delito de “rebelión” a los principales cargos de la Generalitat, y todo el liderato fue encerrado en la cárcel sin derecho a fianza. Como si fueran peligrosos criminales llevan meses tras las rejas y no hay ahora mismo la más mínima señal de que puedan ser liberados.

En todos los países del mundo la rebelión supone un levantamiento armado. En España, sin embargo, según el gobierno y los jueces que le sirven, el delito lo cometen aquellos que aprueban leyes convocando el pueblo a votar para decidir su futuro y luego insisten en que hay que cumplir con el mandato emitido en las urnas. En todas partes del mundo el delito de rebelión supone el uso de la violencia para imponer un cambio político. En Cataluña ese tampoco es el caso. La violencia política que se ha vivido en los últimos años la han ejercido las fuerzas policiales del estado español. El último episodio de esa violencia oficial fue altamente bochornoso porque se ejerció para tratar de impedir que la gente votara. A los independentistas catalanes no se les puede imputar ni un solo acto de violencia. Su llamado siempre ha sido a buscar el cambio mediante la lucha pacífica.

A pesar de que nada todavía indica que la actitud monolítica del estado español pueda cambiar, los eventos de las últimas semanas no les han sido favorables. Aunque se insiste en juzgar por rebelión al liderato catalán, manteniéndolo en la cárcel, Europa ¡por fin! está empezando a juzgar las actuaciones de España gracias, precisamente, a la astucia política del liderato catalán.

Cuando ya se veía venir el arresto del liderato autonómico su presidente, Carles Puigdemont, se desplazó a Bruselas, donde está la sede de la Unión Europea, para que fueran a arrestarlo allá. El objetivo evidente no era otro que provocar una reacción en el resto de Europa. España inmediatamente reclamó su extradición pero el gobierno belga se negó y desde la península optaron por no insistir para evitar un fallo judicial en su contra. Recientemente, al conocer que Puigdemont pasaría por territorio alemán tras una visita a Suiza, pensaron que sería la gran oportunidad para detenerlo y extraditarlo. Sus esperanzas se cifraban en el derechismo del gobierno de Merkel y en que el código penal alemán contiene un delito de rebelión.

Creyeron que el ambiente alemán era más propicio que el belga, pero el tiro les salió por la culata. En lugar de Puigdemont, quien resultó enjuiciado fue el gobierno de España cuando la justicia alemana negó la extradición afirmando de forma explícita la inexistencia del supuesto delito de “rebelión”. Los españoles todavía insisten en la extradición alegando que Puigdemont “malversó” fondos públicos (al utilizarlos para financiar un referéndum de independencia) pero ya la ministra de Justicia alemana advirtió de manera pública que España “tendrá que explicar” ese supuesto delito.

La importancia de este desarrollo es que, como tanto han querido los catalanes, sus reclamos están convirtiéndose en un asunto que impacta a toda Europa. Saben muy bien que mientras la soberanía catalana siga siendo tratada como un problema interno de España, no existe ninguna posibilidad de que su caso pueda avanzar. El muro cerrado que siempre ha sido el estado español, sólo se puede agrietar si los catalanes logran europeizar sus reclamos. El desplazamiento de Puigdemont a Bruselas buscó un camino hacia ese objetivo y el afán represivo de España, similar al que con tanto ahínco implantaron hasta 1898, los está ayudando.

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