Crimen de Maravilla

Al micrófono Pedro Juan Soto. Foto: Archivo CLARIDAD

Reproducimos esta nota escrita por Pedro Juan Soto, novelista, profesor, padre de Carlos Soto Arriví, asesinado por la policía el 25 de julio de 1978. Los asesinatos del Cerro Maravilla son parte de nuestra memoria histórica. A partir de la larga investigación para resolver este caso de represión asesina, se logró poner en evidencia cómo la policía preparaba listas y archivos de independentistas considerados subversivos. En palabras de Rita Zengotita en entrevista de Cándida Cotto, esa investigación y la posterior entrega y publicación de “carpetas” en las que se documenta una errática persecución ideológica “le salvó la vida a varios compañeros y compañeras”.

Estas sentidas palabras de Pedro Juan Soto quedan como testimonio amoroso de un padre ante la terrible pérdida de un hijo a manos de un pelotón de fusilamiento anexionista y colonial.

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Por Pedro Juan Soto

Especial para En Rojo

 

Esto forma parte de un extenso manuscrito acerca de los asesinatos cometidos por la Policía de Puerto Rico el 25 de julio de 1978 en el cerro Maravilla, monte del centro de la Isla en la jurisdicción de Villalba. Nos ha perturbado a todos este maldito acontecimiento. Algunos de los culpables ya padecen condenas, otros todavía deberán ser enjuiciados. De los muertos, uno era mi hijo Carlos Enrique, de dieciocho años de edad. Su compañero, Arnaldo Darío Rosado Torres, hubiera cumplido veinticuatro años de vida el 20 de noviembre de 1978. No llegó a eso.

 

25 de julio de 1978

Carmen, Juan Miguel y yo solos en Cedro Arriba, Naranjito. ¡Vaya suerte! Hubo visitas el domingo, pero no incordiaron mucho. Partí a las 8 a.m. hacia el apartamento de Quintana, donde hemos dejados a Enrique a cargo de correspondencia, llamadas telefónicas y otras menudencias, ya que atendemos a nuestro cuchitril del campo y él dice preferir la losa de la zona metropolitana. No fue poca cosa el viaje, ya que había imaginado el recorrido: tapones por causa de la asamblea del Partido Popular Democrático en Hato Rey (Estado Hiram Bithorn). Me bandeo, me sacudo, me arrullo, me zarandeo con malas palabras entre banderas de uno y de otro partido, arriesgándome a veces a volar (según me indican) sobre las capotas de algunos. A veces pestañeo tres veces para que otros, a veces bocineo como cualquier fiebre… y atrás quedan los dudosos.

Exactamente a las 9:10 penetro en nuestro apartamento de Quintana (¡menos mal que la luz no se ha ido durante estos días, ya que el reloj eléctrico sigue funcionando de acuerdo con mi reloj de pulsera!) y allí esta casi todo. En la repisa, al lado derecho de la puerta de entrada, hay un atado de correspondencia recogida por Enrique. La puerta de la sala que da a la intemperie desde un sexto piso está abierta. Imagino que a Enrique le ha hecho bastante calor desde el 13 de julio, cuando lo deje en Quintana con advertencias.

No hay nadie en la habitación que el comparte con Juanelo, quien está en el campo. No me asombra, ya que se levanta temprano para comprar periódicos. Su cama esta destendida, sin embargo, y me pregunto si por lo menos la sacudiría antes de volver a echarse en ella anoche.

Después de examinar el cuarto de baño y el fregadero de la cocina, verificar que no hay basura amontonada en cada canasto, e inspeccionar la blancura de las losetas, determino que el delegado Carlos Enrique ha cuidado bastante bien de nuestro apartamento.

Me siento a la mesa del comedor para esperarlo, cuando veo una nota emborronada en un pedazo de cuartucho: 25 de julio 1978. Viejos: Salí para Guánica. Si no regreso temprano no se preocupen, Enrique. ¡Espera inútil, la mía! Marco un número en el teléfono contiguo. No escucho zumbido. Pruebo nuevamente… ¡y nada! Me levanto. Regresaré al campo, donde queda mucho por hacer antes del regreso de agosto a las clases universitarias de Río Piedras. A la nota de Enrique añado: El teléfono esta muerto. Investiga. Te dejo dinero para lo que necesites. Regresaré el viernes.

 

26 de julio de 1978

Trabajamos en el campo: Carmen en la cocina, Juanelo en tareas asignadas, yo en cercos… Luego de revisar cuanto ha desyerbado mi padre en media cuerda de terreno, me dedico a construir cercos de madera para terreno inclinado, pendenciero, que necesita remedio contra la erosión. Armo dos cercos y pico el barro donde los asentaré. Echo arena a ese barro y mezclo (tendré que medir luego cuando baja la acidez del terreno). Reviso mi lista de siembras por hacer: quimbombó, lechuga, pepinillo, perejil…Echo de menos al viejo cada vez que miro a los lados. Es un gran trabajador en la tierra. Ha desyerbado y a quemado pasto. Da gusto tenerlo de ayudante. Lástima que yo no haya heredado su energía, su tesón, su afán de perfeccionismo en cuanto a la agricultura.

Acabando de ubicar otro cercado, veo llegar por el nada lejano portón de entrada un pequeño automóvil blanco de fabricación extraña (¿francés o japonés?). No sé quien es. Descienden dos mujeres y camino hacia ellas. Se trata de Arline, novia de Enrique, y de su madre Sylvia. Me extraña la visita, ya que creo no haberles dado la dirección (sería Enrique, sin duda). Las noto tensas cuando hablo de la visita sorpresiva de ambas. Arline se echa en mis brazos y dice: ¿No has estado pendiente a la radio?

Conversamos con ellas dentro de la casa, si puede llamarse conversación una serie de balbuceos, silencios y palabras a borbotones. Sylvia y Arline beben un refresco, fruncen los labios, miran el reloj: son las cinco de la tarde. Algo le ha ocurrido a Enrique, ya que Darío fue muerto ayer en el Cerro Maravilla. Arline los vio juntos temprano en la mañana del 25.

Llegamos a Quintana a eso de las siete de la noche. El reloj eléctrico sigue bien, el teléfono no ha recuperado el tono. La nota de Enrique, con apéndice y diez dólares adheridos, permanece donde la dejé. Embolso nota y dinero, sintonizo un programa radial de noticias, recorremos las habitaciones. La cama destendida nos mira sin alarma. Probablemente Enrique ha ido a Guánica, pienso, y esta por aparecer asombrado de lo ocurrido a Darío. Pero se habla de un tal Carlos, me ha dicho Arline, herido en el Cerro Maravilla.

El radio informa, a las ocho de la noche, que junto al “terrorista” Arnaldo Darío Rosado ha muerto otro “terrorista” conocido como Carlos, aún sin identificar. Hago averiguaciones entre los vecinos: ¿Ha estado por aquí la Policía? ¿Me busca alguien? Obtengo respuestas confusas.

Partimos hacia la casa de nuestros amigos Rosemarie y Roberto Cruz. Desde allí me pongo al habla con Samuel Aponte, redactor de The San Juan Star, quien ya se ha comunicado con el Hospital de Distrito de Ponce. Carlos es Carlos Soto, según un detective, y residía en el Condominio Quintana. Son las once de la noche y ahora mismo le practican la autopsia. Cuando digo que salgo inmediatamente a hacia Ponce, Samuel me pide que espere hasta las doce para poder acompañarme. Su turno vence entonces. Accedo porque quiero un testigo en Ponce.

Comemos sándwiches, recibimos palabras de aliento de Rosemarie y Roberto, quien ha llegado luego de cumplir su turno de guardia médico en el Centro de Salud de Dorado. Telefoneo a un amigo abogado. Fuera de identificar a mi hijo, no deberé responder a interrogatorio ninguno de la Policía.

Poco antes de la medianoche llega Samuel. Carmen esta calmada, Juanelo duerme.

Hacia la una de la madrugada, llegamos al Hospital de Distrito de Ponce, habiendo conversado poco durante el trayecto. Samuel me ha dicho de información ya recogida en periódicos que no he leído: intento de sabotear unas torres de comunicaciones, secuestro de un chofer de carro público, un agente policial infiltrado en el grupo conocido como Movimiento Revolucionario Armado. Darío y Enrique batieron a tiros con la Policía… No me siento fatigado, sino intranquilo. No puede ser Enrique. Carlos Soto es un nombre común. Enrique se halla en Guánica.

Cuando explico a la enfermera del depósito de cadáveres que estoy allí para tratar de identificar el cadáver de Carlos, muerto en el Cerro Maravilla, me estudia de arriba abajo, nos lleva ante una puerta pesada, abre con esfuerzo y nos deja solos. El cadáver tiene descubierta la cabeza. ¿Se parece a mi hijo? sí, es Carlos Enrique golpeado en toda la cara… golpes que ha intentado en vano disfrazar el embalsamador. “Muchos bimbazos”, digo a Samuel. El asistente. “¿Cuántos balazos?” Samuel dice: “Cuatro”. No registro el cuerpo para corroborar eso. ¡Ahí yace mi hijo asesinado! Tengo absoluta certeza de eso. Los golpes no llegan por magia. Ha sido detenido antes de recibir esos golpes, en la frente, en los pómulos… Salimos en busca de la enfermera, quien acude con un formulario de identificación. Pido hablar con alguno de sus superiores. La enfermera superior está lejos en esos momentos. ¿La Policía? Debo ir al cuartel de Ponce. Son más de las dos de la madrugada. ¡Al carajo la Policía! Firmo la hoja.

De nuevo hablamos poco Samuel y yo, durante el viaje de regreso. Deberé comunicarme temprano con alguna funeraria para que trasladen el cadáver a San Juan. Lamento no haber mirado el cadáver de Darío, a quien nunca conocí en vida. Según la enfermera que nos atendió, lo identificaron anoche y esta tarde lo enterraron. De acuerdo con Enrique, Darío era un individuo sumamente estudioso y responsable. Esto fue cuanto supe de la boca de mi hijo, cuando le pedí información cada medianoche por su tardanza. “Esperaba con Darío y se me hizo tarde hablando. Perdona, papi.”

Con Darío también esta ahora. Me prometo a mí mismo, y les prometo a ambos, no descansar hasta descubrir qué demonios ocurrió el 25 de julio de 1978 en el Cerro Maravilla.

 

Reproducido de Claridad/En Rojo del 26 al 1ro. de julio 1983

 

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