Senderismo por el fin del mundo

 

Especial para En Rojo

1.

Nos tocó un día de lluvia en el Chaltén. No alcanzamos ver el Cerro Fitz Roy en ninguna de las escaladas. Luego de conducir sobre el río llegamos a la catarata de El Chorrillo la cual algún cínico habrá nombrado. En el camino guanacos, ñandúes, conversaciones sobre el futuro de los glaciares. Hemos visto el fin del continente. Arbustos y calafates dominan el terreno. Incluso acá, la tierra es tan generosa que alimenta pumas, zorros, armadillos y tanto más.

2.

En el mirador un cóndor sobrevoló y trajo la lluvia. La aridez derrepente licuó a baches. Sangraba el terreno riachuelos de oro, rojo y ocre. Nos retiramos y el sol nos alcanzó nuevamente a menos de diez kilómetros de iniciar la vuelta. «It has been conquered,» dijo Gus al final de la caminata, pero no se sentía asi. Los árboles deshojados, la cinta amarilla como gaza sobre el barraco de la carretera que hace unos días había colapsado. A penas habíamos soportado el frío por abrigados.

3.

Parando en el centro de visitas, afuera del baño, varios perros enormes y lanudos movían sus colas saludándonos aparentemente infectados. Si alguien podía levantar sus patas en victoria serían aquellos canes, nativos a otras tierras, sin rastro de pedigree. Traídos como compañía, mas abandonados a su suerte. Realengos en calles sobre las que aún se veían una densa cubierta dejada por la más reciente nevada.

Aquellos perros con sus huellas enlodadas, impregnados de aceite, sus pelajes más como lanas adaptadas al frío, eran los únicos vencedores. El resto, una caravana de dispuestos a los que el turismo había aniquilado.

4.

Conté un centenar de guanacos recientemente muertos. Muchos aún agarrados por el alambrado de las parcelas de fincas. «Millares mueren asi», dijo el guía sin apartar su mirada del mate.

5.

Acá, como en Islandia, la vastedad prevalece. El frío y las distancias desmotivan el agarre más cruento del comercio. No hay comida rápida, no hay grandes cadenas y en su ausencia uno logra visualizar un mundo sin esas imposiciones. Convivencias no tomadas por completo por el asalto de la propaganda, los estímulos de la publicidad, ni el discurso de los medios. No son fotos lo que ando buscando cuando viajo, sino perspectiva.

Alejarme lo suficiente para entender qué partes de nuestra vivencia son en realidad síntomas. Darme cuenta de cuán enfermo está el país, sumido entre la avaricia, la corrupción y la violencia. Asaltado por el narco y la política, que son en realidad una misma cosa: los brazos legítimos de un mal antisocial. De un desenfreno individualista tan profundo que es imposible armar un proyecto en común a pesar de tener claros a estas alturas todo lo que nos aqueja y lo que necesita cambiar.

Pero acá no. Acá las apariencias muy poco logran. Hay tareas puntuales que cumplir para satisfacer las necesidades del asentamiento. Tienen poco agarre las falacias y si se asoman, el frío les amilana.

6.

Fui un turista gordo en un grupo de trekking anunciado como de mediana dificultad. Fui la risa del Tano y Rodrigo, atléticos, preparados, y avergonzados al percatarse de que hablaba español. Fui visto, no solo por obeso, sino como gringo. Mi deslumbrante pasaporte azúl un raro avistamiento entre aquella juntilla mayormente europea. «Wer-yu-fron?», dijo Rodrigo. «De Puerto Rico», contesté con algo de arrogancia como si sacara un escudo con que defenderme. Entonces vinieron halagos a la isla, como si por extensión a mí. Como si de momento fuese la embajada de mi país en Calafate.

Antes de escucharme hablar, era un gordo gringo. Cosa que me molesta, porque gordo soy, pero ¿gringo? ¿Con esta cara? ¿Con las ojeras y pómulos de mis apellidos? ¿Con lo mal que visto todos mis atuendos? Gordo, sí. El último en subir los miradores. Siempre atrás en el ascenso. Múltiples paradas para normalizar mi respiración. Sí, todo eso que la gente detesta.

Gordos, algo insulta al vernos. La desfachatez con que imaginan ingerimos azúcar. La vagancia que se asume de nuestra forma. Los gordos le faltamos el respeto de tal forma a quienes nos miran que tenemos que ser cómicos para tener de agradables. Tenemos que ser sonrientes y llevaderos. Serio y flaco suma a misterio, pero serio y gordo multiplica a creído, amargado, en fin. A mí, hace un tiempo, me dejó de importar esta gente con sus pequeñas vidas, enamorados del fitness, encerrados en sus míseras rutinas hablando de disciplina, como si extrañaran ser golpeados. Como si sufrir fuese el centro de las validaciones que les merece ser felices.

«Es un asunto de salud», dice un compañero de trabajo, como si le importara a él o alguno si uno está bien o mal. Como si estuviesen para ayudar a alguien que no sea a ellos mismos. Como si alguna vez hicieran algo por la bondad de su corazón y no por ganar un favor. Como si el propósito no fuese sentirse en algo buenos, mejores que los otros. Sus cuerpos esculpidos por ansiedad y asco que en sí mismo detestan y que proyectan sobre nosotros.

«I bet you that the fat guy is an American» dijo Rodrigo de mí antes de que vertiera la lava de mi habla sobre él.

7.

En la primera parada dentro del Payne, una señora de Miami se había roto la muñeca a solo segundos de haberse bajado. Había tratado de pararse en un banco a tirarse un selfie, sin notar que la nieve había dejado una fina lasca de hielo en donde pisaba. La caída fue estrepitosa. El operador paró los retratos y caminatas para indicar al grupo que tendríamos que regresar hasta Castillo a la única sala de emergencias en quién sabe cuantos kilómetros.

Con la mano izquierda colgando flácida, la señora sollozando nos pedía que alguien tomase fotos de la escalada y se las enviara para mostrarle a sus amigas. “Que no puedo haber llegado hasta acá en vano” fue lo último que le escuché decir, mientras nosotros continuábamos rumbo a los senderos del macizo Payne.

  1. Ese día aprendí que che viene del mapudungun, que ese che es el che en mapuche.

9.

Ya sobre la ruta, nuestros pasos crujían por la nieve robando con nuestras huellas la nitidez de una recién depositada ventisca. Algunas horas entre los tramos que salpicaban por el deshielo, llegamos hasta el fin del recorrido. Abrí mi vianda y tomé un bocado de empanada, pero el cansancio no me dejó comer y lo guardé de vuelta. ¿Qué ha sido de la señora?, pregunté al guía quien había recibido por radio la noticia de que la fractura era compleja y que solo podrían atender su dolor e inmovilizarla. Tendrían que trasladarla hasta la ciudad para iniciar su regreso a Miami para operarla.

10.

Acabado el día y de vuelta en la todoterreno, veía la luz extinguirse sobre la estepa hasta que la oscuridad se apoderó del paisaje. Una pareja de mexicanos dormía, el matrimonio de Santa Cruz discutía a viva voz los problemas sociales de California. Los argentinos tomaban mate, escuchándolos sin opción. Nina dormía. Los muchachos le copiaban. Un buen día, a pesar de los percances. Mientras volvíamos no dejaba de fijarme en la cantidad de estrellas que se alcanzaban a ver tras el lodo en los cristales¹. Una sensación de inutilidad manchaba todo lo alcanzado. Igualmente, máxima eso de que «Time flies when you’re having fun.» Dos semanas en Argentina, un pestañeo.

11.

La señora que se rompió el brazo se llama Carolina. Tarde nos dimos cuenta que nadie del grupo había anotado su contacto para pasarle las fotos que quería.

 

¹Idea millonaria: wipers en los cristales laterales de las guaguas turísticas, con botón para ser operados por el pasajero.

 

 

 

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