–Crónicas de un siglo alocado–Vivir en el campo

JUAN MARI BRAS

 

 Especial para En Rojo

 

Por largos años acaricié la ilusión de vivir en el campo. Me atraía, sobre todo, volver a la contemplación de los hermosos parajes rurales del oeste borincano. Tal vez fue la nostalgia de los tiempos felices de la niñez, cuando dividía mis vacaciones veraniegas entre la finca de los Mari en Hoconuco de San Germán y la de los Brás en el Consumo, la encrucijada entre Mayagüez, Las Marías y Maricao. Por aquel tiempo, correteaba con mis primos Mari en Hoconuco o con mis tíos Breas en el Consumo, buscando las mejores charcas de los ríos para bañarnos. Cabalgábamos de Hoconuco al Rosario por las sierras florecidas o corríamos hasta la represa del Consumo donde la caída del agua formaba un charco artificial insuperable. En uno y otro de esos paisajes se podía dominar desde la altura gran parte del escenario principal de las historias de ambas familias, así como de los pasajes más heroicos de la historia de la patria.

Quizás fueron esos recuerdos que se incrustan  en la memoria ara siempre los que me indujeron a mandar a construir una modesta casa de madera y zinc al tope de una loma en el Rosario mayagüezano. Por esos días, en 1986, pude liquidar el pequeño caudal hereditario de mis padres, y con lo que me sobró tras pagar mis deudas, acometí la obra con el consejo técnico y financiero del amigo Yeyo Rodríguez. Me atrajo, sobre todo, el paisaje espectacular. Por el oeste se divisaba el Mar de las Antillas —como llamaba Hostos al Canal de la Mona— con el islote del Desecho en la cercanía de la costa y La mona en lontananza (sólo en los días claros). Por el este, todavía se ve en todo su esplendor el cuadro insuperable de naturaleza viva que cubre San Germán, al final del valle que lleva su nombre, y tras éste, las cercanías de Cabo Rojo y algo escondida la Sierra Bermeja, pasando más acá por el lomerío que va desde los dos Hoconucos (el bajo y el alto) hasta el poblado del Rosario, que parece una escultura en bajo relieve dentro de un hueco entre las montañas. Estas culminan, al noreste de nuestra mirada,, en el majestuoso Monte del Estado, con sus torres de telecomunicaciones y energía eléctrica, alumbrando siempre a toda la región.

Así, cuando mi viudez prematura de la madre de mi última hija, y un par de años después la boda con mi  prima Marta que espero sea también la última, nos regresamos ambos a vivir a este Mayagüez tan querido. Salidos de la jungla capitalina, nada mejor para mis querencias que venir a vivir al campo, aquí en El Rosario, del lado mayagüezano del río que le da nombre a estos barrios.

Tenía la visita frecuente de mis hijos y nietos, así como la de familiares y amigos de áreas vecinas y otros —ex discípulos de mis breves años en la cátedra de la Facultad de Ciencias Sociales en la UPR y de los largos tiempos de luchas en el movimiento patriótico— que interrumpían con frecuencia, para nuestro deleite, el aislamiento del campo. Ahora unos y otros han descubierto destinos más atractivos que este barrio en acelerada transformación arrabalera.

Contaba, sobre todo, en vecindario aledaño, con dos de mis mejores amigos de siempre, Yeyo Rodríguez y Juanito Rodríguez Cruz, ambos naturales de este mismo barrio. Con ambos re-encaucé de inmediato mis afanes periodísticos en un programa semanal por la televisora local, nombrado “Diálogo Puertorriqueño”. Las tertulias tras las grabaciones los viernes del espacio dominguero nos acercaban siempre al contorno lugareño.

La muerte de Juanito fue el primer golpe traumático a mi nueva vida campesina. Con él entablaba, en su casa del Limón o en la nuestra del Rosario, conversatorios muy animados que iban desde la reconstrucción histórica —de la cual fue experto— hasta la serie de chistes y anécdotas del momento, en los que lucía siempre su creatividad y alegría de vida.

Luego vino el huracán George, cuyas consecuencias en la infraestructura del barrio todavía no han  sido superadas.  En la de mi economía personal muchísimo menos. El temporal arrasó con el techo de nuestra casa, y consecuentemente desbordó su furia contra los muebles y accesorios que trabajosamente habíamos acumulado en el hogar. Gracias a un préstamos de emergencia con intereses cuasi usurarios del Banco Popular, que todavía estoy pagando sin que nunca me haya atrasado un solo mes, pude contratar la reconstrucción de la casa. Y gracias a la hospitalidad de una pareja de mis amigos de la vida, Noel Colón Martínez y Ani Morera, nos pudimos refugiar en una casa suya en la playa del barrio Bajura, entre Aguadilla e Isabela, durante los meses que tardaron los contratistas en entregarnos la obra terminada.

Al regresar al Rosario, el barrio era ya otro. Estuvimos sin luz eléctrica por largos períodos recurrentes que todavía no han terminado en su totalidad. El agua fue escaseando cada vez más. Rara vez pasa una semana sin que nos quedemos sin el flujo de Acueducto. Y en muchas ocasiones, ha pasado semanas enteras sin agua corriente. El servicio de cable, que a mí me es  particularmente importante para poder monitorear los acontecimientos más relevantes del mundo —porque generalmente están ausentes de los noticieros en los canales que se dicen boricuas— es imprescindible. Cuando más uno lo espera, es casi siempre el momento en que desaparece la señal.

Los acaudalados residentes de urbanizaciones lujosas en la capital y otras ciudades del país, encerrados en sus ghetos, creen vivir en el llamado primer mundo. Sería bueno que algunos de ellos, incluyendo sobre todo los gobernantes de turno, se vinieran por un tiempo a estos barrios rurales para que experimenten lo que es la vida en lo que ellos llaman el tercer mundo y piensan que son lugares lejanos del planeta. En realidad no es tercero, sino primero, en términos de la cantidad de seres humanos que vivimos con él.

Por otro lado, un quenepo macho sembrado en el borde del talud con nuestro solar, ha desarrollado una rama gigantesca que nos robó la vista al mar desde el balcón de nuestra casa. Como para mandar a cortar la rama hay que seguir múltiples pasos burocráticos, si es que uno accede a hacerlo por su cuenta, y yo no tengo tiempo para andar de oficina en oficina pidiendo favores, me he tenido que resignar a no mirar el mar desde mi balcón. Dicho sea de paso, el quenepo de marras tiene enganchado entres sus frondas un panel completo de plafón de los que se llevó el huracán, sin que nadie, en los años que van desde aquella tempestad, se haya ocupado de desmontarlo y llevárselo al sitio donde fueran a parar los escombros cuya recogida enriqueció a unos cuantos alcaldes de la época.

El acceso a nuestra casa es por un camino municipal. En la intersección entre éste y la carretera estatal, casi siempre hay media docena de carros viejos desmantelados, que parecen ser objetos del chiripeo de unos jóvenes vecinos que, probablemente por falta de empleo más estable, han tenido que unirse a la llamada economía informal. Muchas veces, nuestras entradas y salidas de la carretera al camino y viceversa resultan ser un operativo oneroso para todas las partes.

Ahora, al acercarse las elecciones, ya Obras Públicas y el Municipio se apresuran a re-asfaltar los caminos del barrio. No es extraño que cuando más de prisa va uno manejando hacia la ciudad para ganar el pan nuestro de cada día, se encuentre con que a uno de los camiones de Obras Públicas o sus contratistas se le ha desbordado la carga y se ha interrumpido el tránsito, formando un tapón descomunal en plena ruralía. Ya los tapones no son exclusivos del área metropolitana de San Juan y ni siquiera de la de Mayagüez. En justicia debo atestiguar la alegría que me produjo —al regreso de San Juan en estos días— el recorrido veloz, sin hoyos ni drones ni barreras temporales, por una carretera nítidamente cubierta por una capa de bitumul.

La antigua quietud del campo, alegrada por los rosarios cantados de la temporada navideña, de hace pocos años y la solidaridad abierta de vecinos y amigos, se ha ido trocando cada vez más en un tropel de ruidos y gritos muchas veces intolerables, como los de las carreras de autos sin mofles y las escandalosas corridas de jinetes y caballos los domingos, de las que se quejó con amargura un buen amigo y vecino, el cantautor Roy Brown Ramírez, en el introito de su nueva canción “Carretera 345” con la cuál sorprendió al público de su reciente concierto en el Centro de Bellas Artes de San Juan.

Al buen hombre que por mucho tiempo ha tenido un cafetín que ha sido sitito de reunión de tertuliantes del barrio, lo han asaltado ya en dos ocasiones al salir del negocio hacia su casa por las noches. Por estos caminos merodean frecuentemente traficantes y delincuentes a realizar transacciones sospechosas.

En resumidas cuentas, entre apagones eléctricos, falta de agua corriente más que ocasional, desaparición de señales del cable en televisión, acumulación de chatarra y desbordamiento de cargas en caminos públicos, ruidos y alteraciones a la paz de tiempos idos, vivir en el campo hoy —al menos por estos lares— representa una odisea adicional a la que conlleva la vida urbana en el país. Delbeatus ilede mi niñez, solo me queda el fresco de las madrugadas y el espectáculo de colores alborados que suelo disfrutar, por apenas breves instantes, cuando descorro  la cortina de la habitación al levantarme en las mañanas y veo el paisaje rosareño y de todo el contorno de montañas y valles, que afortunadamente sigue siendo tan bello como siempre. Algo nos tiene que quedar de vivir en el campo.

 

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