Crónicas del Corona: En estas cuatro paredes

Por Ana Nadal Quirós/Especial para En Rojo

Al principio te ofuscas con que tienes que hacer algo para sentirte productiva. Criar a un niño, trabajar desde casa, entre otros menesteres, ya no es suficiente. Y empiezas a pensar que quizás sería una buena idea apuntarte en un curso online. Facebook te lo está avisando y todos tus amigos no amigos le están dando like. Pero no busques uno cualquiera; si es de Harvard o de un museo de Nueva York, mucho mejor. Tienes claro que cuando salgas al mundo, vas a ser una persona más provechosa -y de paso un poco más culta- que la que eras cuando se encerró; que ya sabes sembrar tomates y que por fin entiendes a Miró. Por un momento fue un gran plan, te matriculaste y todo, hasta que te diste cuenta de que ni tienes tiempo ni te sobran ganas. ¿Para qué, con todo lo que tengo qué hacer? Ese es tu consuelo.

            Con los días, la velocidad comienza a dejar de ser un valor en alza. Después de todo, no es tan malo estar, en cierto modo, enajenada. No es que no te importe que los cisnes hayan vuelto a Venecia o que los truhanes de un partido se hayan convertido en los paladines de la moral. Es otra cosa.

            En cuanto nos quedamos quietos -dice Bachelard- estamos en otra parte; “soñamos en un mundo inmenso”. Es como si el ser, que estaba atrapado en la misma vida, se abriera al exterior de par en par. Las cuatro paredes en las que últimamente transcurren tus días se transforman en el universo entero, en mi caso, por culpa de los libros, de la música, de cualquier forma de arte y, si tengo suerte, del silencio; un pacto necesario que te ha devuelto las alas para volar a lugares reales o imaginados. Y es ahí cuando ocurre la magia. Con Ernest Shackleton, por ejemplo, viajé a la Antártida y sufrí un naufragio. Y con Yann Tiersen me perdí en la isla de Ouessant. Dos hombres de isla, de mar (que no es casualidad) con cuyos relatos he sentido ese extraño y poderoso “sentimiento oceánico” que describió Rolland.

El campamento de los hombres del malogrado Endurancetenía su propio gobierno y, como en todos, había que negociar; abandonar el “barco” -qué ironía- no era opción. Casi tres años de aislamiento en un espacio de horizonte eterno, barajando y por fin dilucidando la manera de regresar. A la vuelta, el líder irlandés fue proclamado héroe, pero entre tantos otros héroes de tierra (1917), su fama se diluyó. Desaparecidas las fanfarrias, pidió que lo mandaran al frente de guerra en Francia (¡qué estamina!). Su aventura castrense duró poco y volvió a los ruedos de los negocios fatulos, al alcohol y a la exploración. Al final, da igual si por fama o por vocación -o las dos, que es muy probable-, lo que, a fin de cuentas, lo hacía venirse arriba era zarpar y conquistar los confines de la Tierra. Con él crucé banquinas glaciales y desayuné grasa de foca; me imaginé muerta de miedo allí donde el suelo es de hielo y se quiebra bajo los pies. ¿Se imaginan durmiendo sobre tablones húmedos o jugando un partido de fútbol sobre un campo de escarcha? Lo más increíble es que gracias a su relato -o a eso se lo achaco-, a videos y a fotos de su penúltima aventura (bendito internet), soñé que navegaba con un amante en un bosque blanco de agua. (Él llevaba zapatillas conversey un pantalón corto azul. Con el frío que hacía…) 

Algo parecido me pasó escuchando un álbum. Dicen algunos filósofos, poetas y locos que la música es el espejo del cosmos. Ella participa de la misma razón que las matemáticas y es, en última instancia, la que permitirá, como dice Boecio, la contemplación de la Inteligencia del universo, ese conjunto de movimientos armoniosos de los que también participa el alma humana (al menos yo sí me lo creo). Yann Tiersen -el de la música bonita de Amélie y que me encanta- decidió aislarse no hace mucho en el último rincón de Francia, la isla de Ouessant, a dos horas en barco de Brest, la ciudad bretona más cercana a la frontera más occidental del territorio francés. Para él, volver al lugar donde creció era el comienzo de la aventura. Desde un estudio alejado de todo, construido en una abandonada y antes famosa boîtelocal, decidió emprender un viaje de exploración musical desde su aislamiento particular. La música que resultó de ahí dentro, un espacio minimalista y cálido, habitado solo por instrumentos, equipos de producción y con una vista privilegiada al portentoso Atlántico, fue capaz de transportarme a cada rincón -real e imaginado- de su Bretaña natal; un pedazo de costa abrupta y acantilados donde la tierra se funde y se confunde con el abrazo infinito de un mar indómito. Piano, voces dulces -de su esposa e hijo, creo- sonidos de bosques, océano y viento que retumban muy adentro y por un instante permiten escapar al alma. En ese vuelo, el universo completo cabe en la palma de mi mano. Y me siento, nunca mejor dicho, inmensamente feliz.   

Prometo que algún día aprenderé a sembrar, o a escribir con la Atwood virtual. Mientras tanto, me quedo con mi amante imaginario navegando por océanos de sueños en estas cuatro paredes.

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