En América Latina, los movimientos sociales y la sociedad civil organizada han vivido derrotas políticas que han significado fuertes retrocesos sociales que ponen los grupos y sectores más conscientes en situación de tristeza y casi depresión. La onda de odio y violencia con la qual fuerzas de derecha han tomado el poder en diversos países del continente y ahora en Brasil, resucitan fenómenos como el fascismo. En todo eso, una de las banderas más visibles es la intención de acabar de vez con lo que ellos llaman de izquierda. Y como si aún viviéramos en los años 70, hablan en destruir el comunismo ateo.
En Brasil, el gobierno recién elegido promete luchar contra lo que su líder llama de negros desocupados, indios inútiles, homosexuales pervertidos y otras personas consideradas sub-humanas. A eso, los miembros de movimientos sociales reaccionan presentándose de forma como si todos nosotros fuéramos indios, negros, homoafectivos y personas marginadas de esa sociedad cruel. Pero, al mismo tiempo, de manos dadas y desde una espiritualidad de la resistencia. Por todo el país, una consigna irrenunciable es “Nadie suelte las manos de nadie”. Optamos por una esperanza que no es prisionera de nuestras conquistas o victorias. Si fuera así no sería esperanza revolucionaria. Es una esperanza insistente y que no cede a todo tipo de ataque. Es la esperanza de la fe. Por eso, se intenta danzar la esperanza en medio de los escombros sociales y políticos de nuestras realidades. Ese es el contexto, en lo cual, en Brasil y otros países los sectores progresistas se unen en frentes democráticos amplios, pluripartidarias y por la justicia y la vida.
En esa realidad, no contamos con la ayuda de la prensa. La libertad de expresión está amenazada. Solo podemos contar con la solidaridad de los compañeros y compañeras de otros países y principalmente de la América Latina y Caribe.
Hacen 70 años, en noviembre de 1943, en el campo de concentración de Auschwitz, murió una joven de 27 años llamada Etty (Ester) Hillesun. Era una judía holandesa de Amsterdam. En víspera de morir, escribió: “En esas circunstancias, no podemos renunciar a la misericordia. Necesitamos aprender a no odiar. Debemos denunciar la opresión, combatir el mal, vivir la indignación profética, pero sin odio, ni deseo de venganza. El enemigo puede sacar de nosotros todo, hasta la vida, pero no puede robar la integridad interior de nuestro ser íntimo. No dejemos que, en lo más profundo de cada uno de nosotros, quede ahogada una presencia de amor: el Espíritu”.