Editorial:   El “negocio” de la Guerra

 

La Guerra como industria y “negocio” de un capitalismo floreciente ha sido quizá el resultado más siniestro de los conflictos irreconciliables que han sacudido a la humanidad durante los siglos veinte y veintiuno. La Primera Guerra Mundial (1914-1917) fue el aviso de lo que sería el futuro. Veintidós años más tarde, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) devino en el conflicto armado más sangriento y de mayor costo humano y material que haya sufrido el mundo moderno. Durante dicha guerra, la industria armamentista alzó vuelo, principalmente la de Estados Unidos, desarrollando y ensayando los más sofisticados armamentos habidos hasta entonces. Aviones bombarderos capaces de arrasar poblaciones enteras, buques y submarinos de guerra de largo alcance, los más eficientes radares y sistemas para vigilar y anticipar al enemigo, y por si fuera poco, el infame Manhattan Project, que aunó a los científicos y matemáticos más prominentes del mundo entero en un gran laboratorio construido en el desierto de Nuevo México. Allí se produjeron las dos primeras bombas nucleares, que más tarde fueron lanzadas contra la población civil de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, para poner fin a la guerra que derrotó a Adolfo Hitler y su gobierno Nazi en Alemania, y a sus gobiernos aliados en Italia y Japón.

De ahí en adelante, el “negocio” de la Guerra en el mundo ha sido imparable, animado por la codicia y las ganancias obscenas acumuladas por la industria armamentista, y toda la gama de empresas relacionadas que se benefician de los conflictos armados a través del planeta. Muy ilustrativo de cómo funciona el “negocio” es el ejemplo de la guerra de Afganistán, país asiático al cual los historiadores llaman “el cementerio de los imperios”. Luego de veinte años (2001-2021) y un costo astronómico humano y material, dicha guerra acaba de concluir con la derrota humillante y la retirada caótica de las fuerzas de ocupación de Estados Unidos, pero con toda la gama de sectores belicistas altamente beneficiados por la misma.

Un estudio realizado por el Watson Institute, afiliado a la prestigiosa Universidad de Brown, Rhode Island, precisa claramente los costos humanos y materiales de la guerra de Afganistán. El estudio, que contó con más de 30 economistas y expertos en política exterior y conflictos armados, establece que las apropiaciones del Congreso de Estados Unidos para la ocupación en Afganistán totalizan $ 2.261 trillones entre 2001-2021. Esto incluye $933 billones para las operaciones de la guerra y $443 billones para aumentos sobre dicho presupuesto base y contingencias del Departamento de Defensa, $59 billones para las operaciones del Departamento de Estado (embajada y otros), $296 billones para cuidados de salud y otros a los veteranos de la guerra y $530 millones para pagar intereses sobre los préstamos relativos a la guerra.

El estudio también estima en 241,000 personas la pérdida de vidas como resultado directo de la guerra. Este dato no incluye a las personas que murieron a causa de enfermedades, ni las muertes ocasionadas por la falta de acceso a alimentos, agua, hospitales y demás infraestructura, o cualquier otra consecuencia indirecta de la guerra. No debe sorprender que la población afgana desproporcionadamente haya llevado la peor parte. Los muertos de la población civil en sucesos relacionados a la guerra ascienden a 71,344 y, entre los soldados del llamado ejército afgano- reclutado y entrenado por Estados Unidos- y las diversas fuerzas de oposición a la ocupación se perdieron más de 150,000 vidas.

Ante los cómputos alucinantes de trillones de dólares gastados y cientos de miles de vidas perdidas, sobresale la dura realidad de que, durante estos veinte años, en Afganistán solo crecieron la pobreza generalizada de la población y la industria ilícita del opio que, como negocio floreciente, inunda los mercados de Europa para beneficio de los carteles de drogas. Desde comienzos de la ocupación, además, Estados Unidos destinó más de $144 mil millones a proyectos de infraestructura para la guerra. Este dinero se fue por la puerta giratoria de los contratistas privados- la mayoría de ellos estadounidenses- o de las organizaciones de mercenarios, o fueron destinados al “barril sin fondo” del reclutamiento y entrenamiento del llamado Ejército de Afganistán o a sostener la “apariencia de gobernanza” del fallido y corrupto gobierno afgano, cuyos oficiales fueron elegidos por Estados Unidos, y ahora también se fueron a la huida.

Mientras, la ocupación militar no deja una base de actividad económica, ni proyectos de desarrollo sostenible, ni mucho menos esperanza a un país devastado por la guerra, y principalmente poblado por gente joven. Luego de veinte años de ocupación, la economía formal de Afganistán sigue siendo una de las más pequeñas del mundo y el 90% de la población vive con el equivalente a solo $2 diarios. Queda una pobreza apabullante que, indudablemente, será el caldo de cultivo de nuevos conflictos que alimentarán al monstruo de la guerra, y generarán nuevas ganancias a los mercaderes que viven de este lucrativo “negocio”.

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