El amor es incondicional o no es amor

 

Angel Reinaldo Santiago

Crecí en los ochenta, una época llena de discrimen y estereotipos hacia la comunidad LGBTQ+. En la televisión había infinidad de personajes, interpretados en su mayoría por personas hetero que estaban supuestos a ser graciosos convirtiendo en caricaturas a las personas homosexuales. En esa época tambien, si vestías de verde un jueves era porque eras pato y que te dijeran pato era motivo para pelear en el recreo, en el almuerzo o a la salida de la escuela. Algunos de mis compañeros vivieron un verdadero infierno durante su niñez y adolescencia porque éramos implacables con quienes no cumplían con los parámetros que nos habían impuesto nuestros mayores y ser despiadados, crueles e insensibles era algo que se alentaba y fomentaba. En fin, nos criaban para ser gorilitas.

Crecí en los ochenta, la época cumbre de la masculinidad tóxica y soy el menor de cuatro hermanos, todos varones. Mi papá fue un gran tipo y un gran padre pero primero que todo era una criatura de su tiempo, es decir, macho, machista y macharrán. Nunca vi un gesto romántico de su parte hacia mi mamá pero esperaba y exigía que le sirvieran, porque en su cabeza él era el hombre de la casa, la cabeza del hogar. Siendo así, no es extraño pensar que en los primeros años de mi vida creyera que la acción de marginalizar a otros seres humanos por su comportamiento, manerismos o manera de hablar era un derecho que teníamos los demás. En el 1982 pasó algo que sembró la semilla para ir despojándome de las conductas aprendidas e ir creando mis propios paradigmas. Mi hermano mayor murió en un accidente de carros en el 1983 pero recuerdo que unos meses antes de su súbita partida escucharlo decirle a mi mamá, “mira pa allá, el hijo de Gilberto Monroig salió maricón”. La radio había comenzado a programar Me dijeron, la canción de Glenn que más que una canción es un himno al amor, al respeto y a la tolerancia. Obviamente esa es mi interpretación de hoy pero a los once años y sin entender mucho del mundo, me sirvió para plantearme en secreto lo terriblemente equivocado que estaba mi hermano. En primer lugar, el hijo de Gilberto no era pato (a los once años no podía usar la palabra maricón y habría querido no haberla usado nunca), el hijo de Gilberto le cantaba a un amigo a quien amaba y respetaba que sí lo era y aunque en ese momento no entendí la inmensa mayoría de las cosas que Glenn plasmó en esa joya musical, con el paso de los años he usado Me dijeron I y Me dijeron II cada vez que alguien busca como desvincularse de sus prejuicios sin saber como hacerlo. Invariablemente le digo, toma, escucha esas dos canciones que son algo así como un curso de Introducción a la Lucha Contra la Homofobia, métele cabeza y después hablamos.

Los ochenta, además de los prejuicios y los estereotipos que venían reproduciéndose por siglos, nos trajo la epidemia del SIDA y se añadió otro ingrediente más a esa mezcla que ya era tan nociva. En aquellos años, recuerdo haber escuchado a un familiar muy cercano, médico de profesión, decir que el problema con el SIDA no era solo que te mataba sino que también acababa con tu reputación. El estigma era tal que durante los primeros tiempos y antes de llamarle AIDS, a esta infección le llamaban GRID, Gay Related AutoImmune Disease. Así crecí, entre ambivalencias y contradicciones. Unas veces fui solidario y otras fui un troglodita que actuaba sin respeto ni consideración. En el camino conocí personas que para poder sobrevivir no les quedó otra alternativa que convertirse en una caricatura de sí mismos, recurrir a crearse este personaje extrovertido que exageraba sus gestos y ademanes para lograr la aceptación de una sociedad que no era tal cosa, era más bien convertir en bufón, en entretenimiento, a un ser humano incomprendido, irrespetado y terrible e innecesariamente solitario.

Con los años a algunos nos llega un poco de madurez y ella, a veces, trae escrúpulos consigo. Pero aun así cuando me tocó a mí, me colgué. Cuando mi hijo mayor tenia ocho o nueve años, me hizo un comentario que en lugar de atenderlo, de escucharlo y protegerlo, lo que hice fue llamar a su mamá y endosarle a ella el manejo de la situación. Entonces en el momento en que mi hijo más necesitaba que la gente que lo quería también lo comprendiera se encontró en un mundo en el que su mamá y su esposo no lo entendían y su papá buscó desvincularse del asunto. Por casi una década ese muchacho vivió una vida que no era la suya para poder sobrevivir en un mundo que le era hostil, hasta que valientemente decidió acabar con la mentira y reclamar su espacio en la familia, en la sociedad y en el mundo proclamando su realidad. Su salida del clóset fue el acto más valiente del que he sido testigo. Primero lo hizo con su mamá y su esposo y no le fue bien. Los detalles de ese desastre no me corresponde a mí publicarlos, primero porque no estuve allí, segundo porque sería una indiscreción muy grande y tercero porque con el tiempo han ido aprendiendo, aceptando y luchando para superar su LGBTQ+fobia. Después vino donde mí y es aquí donde entra la valentía, porque aun con la reacción de su mamá, encontró el valor de venir donde mí, sin saber si mi reacción sería la misma. Por fortuna para ambos no fue así. Han pasado más de diez años pero recuerdo esa conversación como si hubiera sido ayer. Recuerdo lo que me dijo y recuerdo lo que respondí; no vivas para hacer feliz a los demás para que dentro de veinte años abras los ojos y te des cuenta de que tú no has sido feliz, ¿esta es la realidad? La asumimos con gallardía y quien no pueda bregar con esto, parafraseando al Comandante, ni lo queremos, ni lo necesitamos.

Con el tiempo mi hijo comenzó otro cambio y hoy es una mujer trans. Para eso no hizo falta conversar. Cuando me di cuenta, le pregunté si estaba transicionando y el diálogo sobre el asunto se limito a dos monosílabos:

-Sí. Dijo ella

-Ok. Respondí yo

Confieso que algunas semanas más tarde sentí la obligación de decirle un poco más que ese ok. En algún momento al azar le dije que el cuerpo era solo un envase, un carapacho y que si su existencia se limitara a ser un cerebro dentro de un frasco de vidrio, como en un episodio del Pato Lucas, yo le seguiría amando igual, que yo era el papá de su alma y que las almas no tienen ni genero ni color. Confieso también que cambiar los pronombres de masculino a femenino fue dificilísimo, no porque no reconociera el cambio, creo que ya eso lo hemos dejado establecido, sino por la costumbre. Y cada vez que la costumbre ganaba, me ganaba yo un regaño. Hoy mi hija tiene una familia que la ama, la respeta y la acepta, pero el mundo sigue siendo un lugar inhóspito para la comunidad LGBTQ+, la vida de mi hija está en riesgo solo por existir, entonces es más que importante que nuestros hijes sepan que su hogar y su familia es el santuario donde llegan a ser amados, el refugio donde toda la maldad del mundo se paraliza. Nuestres hijes merecen tener un lugar, un espacio y un tiempo donde vivir sin juicios ni prejuicios.

Contrario a cuando yo crecía, hoy hay contrapesos, el mundo sigue siendo un lugar cínico y peligroso pero también existe una comunidad vibrante, de pie reclamando espacios y derechos y otra comunidad que los apoyamos y acompañamos. De la misma manera que los derechos humanos no admiten segmentación, el amor es incondicional o no es amor.

 

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