El camino de Anthony Bourdain

Este fin de semana mientras celebrábamos entre amigos la vida del chef Anthony Bourdain (con cervezas, tequila, música y comida), y reflexionábamos sobre el suicidio y el derecho de cada cual a hacer lo que mejor le parezca con su vida —cuando se es un adulto inteligente capaz de tomar decisiones—, también hablamos sobre la lectura, sobre el acto mismo de leer. Recordamos a quien nos puso en las manos ese primer pasaje en forma de libro con el que nos embarcaríamos voluntariamente y con destino incierto, —como se lanza uno generalmente a la vida— en la empresa consagrada del lector.

Durante la conversación tomé algunas notas para garantizar que luego de la celebración, que duró dos días, no se me olvidara lo que traería hoy a cuento. Y aquí estoy leyéndolas y tomándome una cerveza fría para aderezar el pensamiento y estimular el recuerdo sobre aquello que no alcancé anotar. Pero para mi sorpresa, tan pronto me siento y adopto la postura física típica de la que escribe —no osaría llamarme escritora—, recuerdo aquello que no anoté porque sabía que ahí estaría cuando llegara el momento. La mentada “postura física típica de la que escribe” me ha costado años de torceduras de cuello y espasmos musculares. Es algo de lo que no consigo librarme por más conciencia que tenga de ello; por eso ya lo asumo como parte de un sacfrificio, como un compromiso ético medio perverso y masoca (parecido al requerido por la literatura de viaje del siglo XVIII, para la que el viajero-escritor se expone a la incomodidad y vicisitudes del camino en aras de obtener más conocimiento que placer). Me siento, ya sea en el sofá o en la silla del escritorio y enseguida parezco un garabato. En la silla trepo las piernas al escritorio y me pongo la computadora en la falda; en el sofá trepo las piernas en la mesa de centro o me pongo igual a cuando escribo desde la cama, de medio lado apoyándome sobre el codo izquierdo. Los resultados son físicamente nefastos, dolorosos, pero aún no consigo hacerlo de otro modo. Con la lectura me pasa igual. Lo recomendable es prepararse, acomodarse de forma tal que el cuerpo y la mente aguanten el empuje, las largas horas de lectura, pero para mi es insostenible la buena postura; entonces, me asumo y el viaje lo hago incómoda pero con entereza, hasta que ya no puedo más y me quito. Si estoy en la casa, el que me pasa por el lado mientras leo, escribo y hago la figura cuatro —escritor que por supuesto también lee—, en ocasiones me llama la atención o se limita a por lo menos, prenderme una luz. Y es que no se puede andar por la vida torcido y ciego. ¿O sí? Para algunos hay males que se curan leyendo, por ejemplo la ignorancia o ceguera. Pero creo que a la cura contribuye mucho la disposición del lector.

Si Bourdain hubiese sabido la cantidad de cosas, juicios, opiniones, reperpero en general que provocaría su muerte al herir o (burlar) la omnipotencia salvadora de América, no se suicidaba. A él no le costaba nada (material) mantenerse vivo, tenía las mejores condiciones (como él mismo confiesa en muchos de sus programas) para salvaguardar su vida, pero al parecer ya no le daba la gana. Soy capaz de entender eso y respetarlo, porque a pesar de lo doloroso que resulta su decisión para los que lo quisieron, uno ha aprendido a hacer concesiones. A veces leemos cosas que nos cambian la forma de ver y entender, que nos abren la mente y nos sensibilizan ante aquellas realidades que nos eran ajenas y hasta imposibles, inimaginables en nuestros pequeños mundos. Cuando eso sucede uno aprende, distingue, reconoce, compara, concede y con suerte a veces, hasta perdona lo imperdonable. Perdonémosle el suicidio a Bourdain dejando de tratarlo con condescendencia, creyendo que su vida estaba en nuestras manos, dejemos de creer que no sabía lo que hacía y que una llamada a tiempo podía devolverle las ganas de vivir, pues, como nos dijo Albert Camus en su clásico El mito de Sísifo (1942), “Matarse es, en cierto sentido y como en el melodrama, confesar. Es confesar que la vida nos supera o que no la entendemos… Es solamente confesar que no vale la pena”. Vivir, naturalmente, jamás es fácil. Seguimos haciendo los gestos que la existencia pide por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que hemos reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter ridículo de esta costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento”.

La vida y la lectura se representan casi siempre con la metáfora del camino o del viaje. Leer, así como vivir, es sacrificado, pero lo primero podría hacer el camino de lo segundo más llevadero, aportarle gracia, conocimiento, entretenimiento, etc.. En días como estos no viene mal salir a pasear con uno como Albert Camus, por ejemplo.

***La aparición casi simultánea —en 1942– de El Mito de Sísifo y El extranjero reveló al público el talento literario, la sensibilidad ética y la capacidad de reflexión teórica de Albert Camus (1913-1906), para quien narrativa, teatro, ensayo y periodismo fueron medios alternativos para indagar sobre la complejidad, la ambigüedad y la riqueza de la condición humana y para plantear y debatir los grandes problemas morales de nuestra época. La obra se compone de cuatro capítulos y un apéndice (“La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka”) que estudian, desde enfoques cercanos al existencialismo, esa “sensibilidad absurda” que parece dominar gran parte del siglo XX.

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