Las más fundamentales libertades se le ve violan constantemente a todos los puertorriqueños. Incluso los que se prestan para violar los derechos nuestros, y perseguir al MPI, sufren –sin saberlo- la violación de sus derechos.
Todo el andamiaje del gobierno federal en Puerto Rico se funda en un acto de fuerza. No importa cómo se le disfrace, el hecho escueto es que el gobierno de una nación que no es la nuestra nos impone sus leyes y reglamentos, tanto en la rama legislativa como ejecutiva y judicial.
La utilización de la tierra puertorriqueña, sin limitación alguna, para fines belicistas por las fuerzas armadas de Estados Unidos y la imposición a los puertorriqueños del servicio militar obligatorio son medidas que revelan un despotismo político inigualable por ningún otro imperio de nuestra época.
No es solamente el principio de participación del pueblo en el proceso gubernativo el que se viola con la imposición de un gobierno extranjero sobre otro. El asunto envuelto tiene mayor significación.
Se trata de la violación de uno de los más esenciales derechos del hombre: el derecho a tener patria. La patria no es un capricho, ni una invención ni un fantaseo. En ella se apoya el hombre para proyectarse hacia el universo. Es, como señalaba Hostos, un punto de partida, del hombre. Hay dos instituciones sociales sin las cuales el hombre no puede desarrollarse plenamente: la familia y la patria. Ambas son esenciales para el cabal desarrollo de la personalidad humana.
La falsificación de la patria produce un achatamiento espiritual indescriptible. Todo el cúmulo de valores y querencias humanas que sintetiza la nacionalidad se trasmite de generación en generación como preciado legado que nos ofrece definición propia, seguridad y redondez espiritual. Esa unidad lingüística, histórica y geográfica que forma la patria es un derecho consustancial a la vida misma que el hombre ha amasado mediante largo forcejeo a través de los siglos.
El coloniaje le ha arrebatado ese derecho inalienable a gran parte del pueblo puertorriqueño. La mixtificación de nuestra historia, la imposición de un idioma extraño que comparta con el vernáculo la función de comunicación social y la creciente confusión a que se somete a nuestros niños y jóvenes, al enseñarles la falsa noción de que tienen dos patrias, dos idiomas, dos banderas, y dos lealtades nacionales, todo ello ha insensibilizado una de las más altas dimensiones humanas en buena parte de nuestro pueblo. Les ha convertido en seres híbridos, marginales, incapaces por tanto de alcanzar el ideal Hostosiano de “hombre completo”. Nada más criminal que impedir al hombre alcanzar esa meta de perfección.
Nosotros, los independentistas, hemos salvado ese derecho. A nosotros no se nos ha podido violar esa libertad esencial de tener una sola patria, un solo idioma, una sola lealtad nacional. Salvarnos de esa deformación espiritual que se ha querido imponer a la puertorriqueñidad toda nos ha costado trabajo, lucha incesante, “valor y sacrificio”.
Se nos ha perseguido, se nos persigue y se nos seguirá persiguiendo por haber tenido la osadía de salvaguardar, no solamente para nosotros, sino para todos los puertorriqueños, ese derecho fundamental a tener patria.
No nos quejamos. Sabemos muy bien que las libertades no se obtienen gratuitamente. Vivimos muy orgullosos de ser custodios del naufragio histórico que es la patria puertorriqueña. Si estuviera a nuestro alcance volver a trazar el curso de nuestras vidas, no vacilaríamos en escoger de nuevo el camino fatigoso de esta lucha, no sólo por razones generosas, sino incluso por razones egoístas. En la disyuntiva de disfrutar todos los demás derechos civiles a condición de resignarnos a perder el derecho a tener patria o mantener éste al precio de que se nos violen constantemente los demás derechos, preferimos lo último, porque en el nivel de sensibilidad que sólo alcanzan los que tienen patria, no se concibe la vida sin la patria. Por eso seguimos la pauta Albizuista, “para quitarnos la patria, primero tienen que quitarnos la vida”.
Fragmento de la columna, Claridad, mayo de 1966