El Disney británico

CLARIDAD

Mi cuñado británico, tras casarse con mi hermana ha pasado décadas fuera de su país, pero nunca ha abandonado su simpatía por la monarquía tradicional, representada hasta hace unos días por la reina Isabel II. Para este hombre humilde, trabajador, los miembros de la familia real actúan como embajadores y le merecen respeto. Recuerdo que un día, en ocasión de uno de los escándalos de Carlos, entonces Príncipe de Gales, lo escuché reafirmar sus simpatías diciendo: “Prefiero que uno de ellos me represente a que sea alguien como Michael Jackson.”

Esa comparación con el cantante Michael Jackson, que entonces estaba en la cima de su carrera y recorría el planeta como “rey del pop”, dice mucho. Demuestra que, tanto para el pueblo británico como para buena parte del mundo, la monarquía se ha convertido con el paso del tiempo en una institución de farándula, algo así como un gran parque temático. Las instituciones faranduleras y los parques temáticos nos entretienen y, en ocasiones apasionan a muchísima gente, generando continuos titulares con sus escándalos amatorios, divorcios y ceremonias vistosas. En los últimos días, tras la muerte de Isabel II, ese ambiente ceremonial, con los chismes de fondo, ha estado en su máxima expresión para fascinación de los televidentes.

Además de vivir en palacios y organizar ceremonias vistosas, como decía mi cuñado también fungen como embajadores sin cartera, aunque realmente, luego de la disolución del imperio, es lo único que les queda. Desde mucho antes de que la recién fallecida reina fuera coronada en una costosa ceremonia celebrada en 1953, el poder político y militar ya estaba fuera de la monarquía, que solo mantenía una jefatura de estado puramente ceremonial. Una década antes se había producido la abdicación forzada del rey Eduardo VIII, tío de Isabel, no tanto por el escándalo de su boda con una estadounidense divorciada, sino por su abierta simpatía con los nazis, que ya se veían como un gran enemigo de Gran Bretaña. Aquella dimisión certificó una vez más que, desde hacía mucho tiempo, la monarquía ya no tenía poder real y que este residía en las otras instituciones del estado.

La monarquía había cumplido una función importante en la creación del imperio a lo largo del siglo XIX, pero cuando comenzó su caída ya era una institución sin verdadero poder político. En el largo y doloroso proceso (doloroso para los indios) que condujo a la independencia (y partición) de India en 1947, la institución monárquica no jugó ninguna función (ver Gandhi and Churchill, el gran libro de Arthur Herman), más allá de que uno de los miembros de la nobleza, Lord Mountbatten, estuvo a cargo de formalizar el traspaso de poderes en Delhi.  Fue el gobierno del primer ministro laborista Clement Atlee, electo en 1945 para sustituir a Winston Churchill, el que negoció los términos de la retirada y quien decidió enviar a Mountbatten, con el título de virrey, a formalizar la salida.  El entonces rey Jorge VI, padre de la recién fallecida Isabel, se limitó a mirar el proceso desde afuera.

La disolución del imperio, que comenzó con el triunfo de la lucha de independencia en India en 1947, se intensificó tras ese evento y veinte años después, a finales de la década del ’60, ya estaba casi completada. El impulso llegó hasta nuestro mar Caribe donde las posesiones más importantes, Jamaica y Trinidad, se unieron al torrente de naciones libres durante esa década. Tras ese proceso de disolución, la monarquía británica mantuvo en muchas de las nuevas naciones independientes la función puramente ceremonial de “jefe de estado”.

Durante el largo “reinado” de Isabel II, no solo desapareció lo que quedaba del imperio, sino que el Reino Unido también perdió el papel preeminente que ocupaba gracias a su poder militar, particularmente el de sus fuerzas navales. El evento que certificó esa caída fue la llamada “Crisis de Suez”, desatada en 1956 luego de que el presidente Gamal Abdel Nasser impusiera la soberanía de Egipto sobre el canal que atraviesa su territorio. Allí quedó demostrado que la otrora Gran Bretaña imperial de la que Churchill tanto se ufanaba, no podía aspirar a otra cosa que a ser un socio menor de Estados Unidos en el tablero mundial. Casi treinta años después, en la llamada guerra de Las Malvinas, otra primera ministra que soñaba con el imperio, Margaret Thatcher, intentó recobrar algún aire de éxito lanzando sus fuerzas contra Argentina, pero ya era tarde.

Mientras se sucedían esos y otros eventos durante los setenta años de Isabel II (la creación de la Unión Europea, la disolución de la URSS, la guerra en los Balcanes, los ataques terroristas, las guerras en Irak y Afganistán, etc.) la familia real británica entretenía a su pueblo y a muchas otras personas en el mundo con sus escándalos amatorios y divorcios. Como sucede con la gente de Hollywood, algunos de sus integrantes se convertían en querendones del público y otros en la odiada contrafigura, como Lady Di y Camila. En Estados Unidos, donde a pesar de ser una república existe un gusto particular por la realeza de otros países, esas historias alimentan las portadas de la prensa y las series televisivas.

No hay duda, como hemos visto, que la monarquía británica es de hace tiempo un parque temático de lo más entretenido, pero hay una gran diferencia con los que operan en Estados Unidos. Estos generan sus propios recursos y dejan enormes ganancias, mientras el “Disney británico” vive malgastando el dinero del pueblo. Los chismes que produce entretienen, pero cuestan demasiado.

Isabel II, gracias a su larga vejez, terminó generando simpatías entre su gente, pero no sucede lo mismo con su hijo que ya comenzó dando traspiés. Este, a quien ya se le conoce como “Carlos III”, debiera tener presente que el primero que reinó con ese nombre terminó decapitado en 1649 por orden de Oliver Cromwell, tras el primer gran levantamiento contra la monarquía británica. El fantasma sin cabeza de Carlos I ronda por el palacio donde ahora vive el III, produciendo pesadillas.

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