El mundo es redondo, decía Magui, la más sabia y certera de mis tías, Buddha escondido en una urbanización de Río Piedras, en disfraz de mater familias chofereando niños en una guagüita Chevrolet azul. Eso quiere decir que el continuo andar de nuestras vidas, volveremos a pisar viejos caminos, y a tomarnos cervezas en las mismas esquinas de antes. Y a veces, repasamos, sin darnos cuenta, los pasos de nuestros viejos, y volvemos al lugar donde nacieron, y que nunca vimos. Ese deseo de volver, sumado al deseo de descendencia, es lo que impulsa la genealogía. Antes la genealogía era ocupación de viejos, que con los años se dedicaban a codificar el árbol familiar. Por el lado de Papá, el tío Germán trazó las familias Pérez, y Mera, y mi prima María Pérez-Mera ha seguido el proyecto de recopilación con entusiasmo y alegría. Por el lado de Mamá, el primo Federico se hizo cargo de la genealogía completa de los Morales. Un hombre antes de su tiempo, preparó un sitio en la red para recabar y compartir datos muchos años antes de Feisbú, cuando el internet todavía usaba pañales. A ninguno de estos esfuerzos he contribuido yo. Me encantan las historias pero evito los registros, y prefiero, en general, no dejar otras huellas de mi paso por el mundo que estas líneas que escribo. En nuestras futuras genealogías apareceré como una rama perdida, la parienta esa que nunca se ocupó de llenar las entradas de sus descendientes.
La Ley de Memoria Democrática Española, o ley de nietos, ha impulsado un furor por las genealogías entre los dominicanos jóvenes. España trata, dicen, “de rendir tributo a quienes tuvieron que abandonar España por razones políticas, ideológicas o de creencia”. A los nietos de los que se vinieron a hacer las Américas, o salieron de refugiados de la guerra civil, o cualquier otro accidente de la vida, son declarados bienvenidos a solicitar la ciudadanía española. La caída demográfica europea anda de mano con una benigna reconstrucción de la historia, y juntos ofrecen oportunidades trasatlánticas a las antiguas colonias. Los isleños, siempre listos a embarcar, continuará n la diáspora invertida que iniciaron las mujeres pobres que se iban a ejercer algo a España en los ochenta, y que en tres años juntaban lo ganado y volvían, o cambiaban de oficio y se quedaban. Tengo muchos primos en ese afán. Yo a España nunca soñé con irme, y a estas alturas no creo que se me prenda esa vela. Tampoco soñaba con venirme al norte, pero aquí estamos, con lo que “la vida te da sorpresas”, pero esa es otra historia.
Lo que sueño siempre, noche tras noche, es con los regresos. A la casa en que crecí, a la de los abuelos, a la Nueva Orleans del tatarabuelo marino, a los valles llenos de monedas grises de mi media isla, y de vez en cuando, en volver a Mayagüez, de donde salió Abuelo Amiro, y de la cual por años solo sabía esto: que abuelo había nacido en Mayagüez. Abuelo era diferente de todo el mundo. Para comenzar, era escrupulosamente puntual en un país donde no hay hora. Salía exactamente a las ocho caminado a su oficina, vestido de saco y corbata y con sombrero de panamá, y regresaba exactamente a las doce, sin que nunca nadie lo viera apurar el paso o desviarse de ruta, excepto cuando subía a saludar a Don Rogelio Hereaux, que ya estaba muy mayor y muy enfermo. Abuelo era organizado: sentarse a su escritorio era un sueño, cada lápiz afilado perfectamente y en su sitio, y todos los implementos que debía tener un escritorio, en gavetitas y estantitos de madera que luego supe que eran producto de su propia destreza en carpintería. Tenía más libros que nadie o casi nadie en Puerto Plata, y leía en cinco o seis idiomas. Hablaba con afecto y respeto de sus amistades haitianas y de las cosas interesantes que vio y conoció en Port-au-Prince, cuando nadie en el país se atrevía a hablar a favor de los haitianos. Sabía tocar el trombón, aunque nunca lo escuché. Era ateo de toda la vida pero en sus últimos años le tuvo miedo a la muerte: fue la única imprecisión que le conocí. Le gustaba la fruta con delirio, y en su amplio patio recolectaba las mejores especies de mangos, plátanos, granados y jobos. Era capaz de comerse veinticuatro manguitos de una sentada, pero solo si estaban perfectos. Cuando venía a visitarnos se quejaba de los mangos que compraba mamá en el super y decía “mejores mangos que estos no le doy yo a mis puercos”. En vano trataba de explicarle mamá que nosotros no teníamos tres matas de mango perfectas en la casa, como él. Tenía la colección completa del Reader Digest, desde el 1903, hasta un día que los nietos nos pusimos a picotear las revistas para sacar las bonitas imágenes de los anuncios. Ni siquiera nos subió la voz cuando vio el destrozo que habíamos hecho. Su único intento de disciplinar la tanda de nietos bullangueros consistió en tronar desde el primer piso “Bajen el volumen”, cuando hacíamos ruido jugando a las escondidas, pero sólo si eran pasadas las diez y media de la noche. Era un abogado de tierras, y su honestidad era tan legendaria entre colegas como su ironía: Cuando lo nominaron para presidente de la Suprema Corte de la República Dominicana, su respuesta fue: “No sabía que la suprema corte iba a mudarse a Puerto Plata”. Conocía toda la historia de cada parcela de tierras en la costa norte de la isla, y cuando metieron preso a Papá, no se vendieron tierras por nueve meses, porque nadie se atrevía a pasar por su oficina por miedo a caer “en desgracia”. De su experiencia en la profesión solo le oí comentar lo siguiente: “No hay nada que endurezca más el corazón de un cristiano como la esperanza de una herencia.”
En noviembre pasado fui a Mayagüez, a una actividad literaria en el Taller Libertá, organizada por la Editora Educación Emergente. El pueblo es lindo como Puerto Plata, pero de un pasado más opulento. Con sus casas y sus edificios finiseculares, cada esquina da una vuelta a la rueda de florecimiento y decadencia urbana. Nos quedamos en un hotel que había sido convento de curas, y comimos desayuno en la mejor panadería del pueblo. Me encantó el tranquilo sabor a ciudad portuaria vieja, y que estuviera tan conservado que todavía puede uno imaginarse cómo habría sido en su esplendor de los años del boom del azúcar, cuando había coches de caballos, como los que había antes en Puerto Plata. Abuelo había nacido allí, hijo de Petronila Herminia de La Torre, una joven de Las Marías y de Cecilio Adolfo Pérez Torres, oriundo de Añasco. El bisabuelo Adolfo era dueño de una fabriquita de ladrillos en Mayagüez, que acabó por emigrar a la República Dominicana, primero a Santiago y luego a Puerto Plata. En la actividad en Mayagüez disfruté mucho de la hospitalidad de la gente, las preguntas de los estudiantes. Tienen un estilo formal pero amable que me hizo pensar en el viejo, y sentada dándome un palito en un bar de esquina, en un barrio en decadencia, riéndome con las muchachas, me preguntaba si alguna vez en su juventud, después de alguna otra actividad, paró el abuelo también en esa misma esquina y se bebió la misma cerveza acompañado de algunas otras muchachas, y si también se había reído en la misma noche fresca de Mayagüez.