El que ve

 

Especial para en Rojo

El que ve no hace mero mirar. Su ver prescinde de sombras y juicios.

El que ve no busca fines, ni en tiempo ni en lugar. La llegada falsa, la que se anuncia oronda, no engaña al que ve que lo real es un eterno arribar sin orilla.

El que ve no es testigo. Lo testimonial está sobrevalorado, y el que ve lo sabe; entiende la naturaleza dispensable del resumen y de la interpretación de lo visto: su irrelevancia.

Pocos captan estas distinciones. El que ve las ha sabido desde que le nació la conciencia en los zarcillos del iris que rodea el pozo de cada ocelo hermoso.

El que ve se deja llevar y hala lo visto consigo.

Sus ojos, bellos: fanales que a la vez devoran y se ofrecen, tan cerca del extinguir.

Hay quienes se posan al lado del que ve sin entender, sin ver que ocupan espacios cerca de esta luz que distingue contornos y arropa en tela de tierna ceguera. Ahí pasan, sin ver que están cerca de esta luz, pero nunca en ella, sin notar que a su lado palpitan maravillas. Ven a alguien de ojos entornados y sonrisa abierta. Sienten algo tibio y tierno, algo como el latido breve y alegre del infante apenas dormido. Pero no caen en cuenta.

El que ve ha visto lo atroz. Lo atroz viene de ater: lo oscuro. El que ve ha visto lo que por definición es invisible. Lo atroz es, en su origen, lo que no debe ser visto.

El que ve entiende que lo visto es lo no pronunciable. Que las formas se distinguen en su renuncia, y que estas formas conforman la belleza, el terror.

El que ve lo hace de soslayo, como debe ser todo ver. El que ve siente y practica un respeto avasallador hacia lo que ve: una devoción de hambre que abarca, voraz.

Me he acercado al que ve. En el abrir de su luz me mezo. El que ve me lleva consigo.

Aquí yazgo en la renuncia al verbo, en el sumirme, entera y cubierta, sabiendo muy bien que el que ve emite su luz oscura, irrepetible.

 

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