Eli, te escribo.

Vanessa y yo siempre nos mofamos levemente de ese ejercicio de duelo tan bizarro que es hablarle directamente al difunto. En las esquelas lo hacen todo el tiempo. Antes las comentábamos bastante. Ahora, con el Feisbúk y todo eso, la gente constantemente resuelve su misterio de la vida, el amor y la muerte deseándole al falleciente “que vuele alto” y revelándole todo tipo de sentimientos e información que, por diversas circunstancias, nunca pudo decirle en vida.

Pues te informo que a ti te voy a escribir así, Elizardo. Lo siento si tú también eras de este corillito de los que pensábamos que era una modalidad extraña y hasta borderline ridícula o sinsentido. Te voy a hablar directamente. Porque no pude despedirme de ti. Me quedan entonces cosas, muchas, que decirte aunque no me quepan todas aquí.

Sí llegué a decirte lo bello y romanticón que se sentía llevarle un manuscrito al editor a su casa. Andar las calles del Viejo San Juan con el libro en mano, llamarlo por las rejas antiguas: “Eeeeeli, Maaari”. Previo a aquel día, no sé si te acordarías pero te envié un imeil. No era sobre mi libro. Quería saber si te interesaba evaluar el libro de Arturo, mi compañero, unas memorias sobre cómo se ganó la lucha contra el gasoducto. Te decía lo que pensaba del libro y por qué debías considerarlo, a lo que me contestaste: “Si a ti te gustó, perfecto. Con muchísimo gusto. Tráemelo”. Ese día, llegando a tu casa, te dije que por fin sabía lo que se sentía llevarle el manuscrito en papel, en persona, a un gran editor, en su casa, al atardecer, frente al mar, un lugar hermoso, único, estupendo. “Esto sí es ser escritora”, vacilé contigo. En el fondo, Eli, era cierto que tú eras un gran editor. Ese importante punto estaba cubierto en la especie de broma que era todo lo demás. Pero sí quise decirte que ser tu amiga y que comentaras con exceso de generosidad mis columnas y ahora también el libro de Arturo, me honraba.

Vanessa, Sofía y yo publicamos nuestros dos libros de Fuera del quicio con otras editoriales. Cuando te envié la invitación de la última presentación, me contestaste: “No voy. Me caen mal. Aunque sea literatura erótica”. Qué mucho nos reímos. Te acusé de estar mordío con la competencia, de no habernos rogado para publicarnos el libro. Y te conté de un libro erótico del siglo XVII que estaba escribiendo y que ése sí lo publicaría con Callejón, que sería escandaloso, pornográfico y raro, aseguraba en mi fantasía grandiosa. Obvio que sí te apareciste por la presentación de nuestro libro (Del desorden habitual de las cosas). Siempre ibas. No faltabas nunca a estas cosas, Eli, ni a las de tanta gente a la que siempre nos levantabas, nos exaltabas con comentarios tremendos, exageradamente generosos. Yo juraba que pertenecía a un selectísimo grupo de columnistas que leías con gozo y devoción pero ya veo que no. A todos nos tratabas así. Somos un ejército de escritores –tanto finos escritores como escritoras de oficio como yo– al que te desvivías por mantener en alto, animado, en condiciones emocionales productivas, contra todo el pronóstico que nos pudiera deparar la realidad del trabajo cultural en el País. Sé que ya lo ha dicho el mundo entero, Eli, pero eras un hombre bueno y amoroso, un tipo divertido y buen conversador, siempre siempre cariñoso y reconciliador ante todo. Es realmente raro que alguien tan culto como tú sea así. Por eso con Maritza hacías una pareja tan sensacional, porque en eso son iguales, dos gotas de agua que refrescan los efectos y malestares del País adoquín por adoquín.

Eli, ahora vas a ser como el Gabo, que cuando murió, todo el mundo tenía un cuento con él (Sofía escribió esa columna). Hubiese querido despedirme de ti. Hubiese querido decirte que te quería inmensamente, que te extrañaría, que nos dejarías un vacío muy profundo en el País pero que todo estaría bien. La muerte es lo más triste, es temible su estricta soledad pero es también muy bella cuando se vive como tú lo hiciste. Ese momento en que se va consumiendo el último ápice de energía de un cuerpo siempre me parece que es como un parto pero al revés. Bueno, tú sabes, Eli. Como en los cuentos más tremendos, como en una novela de Hemingway.

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