En Reserva: Control

Especial para En Rojo

Mayo, 1987. Claros en su objetivo mas ajenos a la fracción que proseguía, la legislatura de Puerto Rico veía bien el dividir a la isla en dos experiencias distintas de habitación. La ley 21 del 20 de mayo de 1987, conocida como la Ley de Control de Acceso, inaugura una nueva era, dando a los dueños de residencias con acceso en común la potestad para cerrar y decidir quiénes tendrían paso vehicular por sus enclaves.

Sería injusto, por la naturaleza misma de los actuantes, suponer que los proponentes de la ley, ni sus endosantes, intencionaban el alcance de la brecha que abrían, ni mucho menos pensar que hubiesen podido prever cómo desde ese momento el país se dividiría, de entre todas las fracturas que ya nos segmentaban, en uno de habitaciones intra y extramuros.

La verdad es que en aquel entonces Puerto Rico era un lugar muy distinto que se movía sobre el momento de las 936 hacia lo que sería la jauja del primer rossellato. Era una era de ebria prosperidad durante la cuál el inversionismo político construiría grandes fortunas personales hechas posible gracias a la contracción de una porción sustancial de la deuda que hoy justifica la existencia de PROMESA.

La era del control de acceso, dinámica que daría nombres a Residente y Visitante, sería parte integral de la euforia de privatizaciones que tomaría al país. La posibilidad no tardó en adentrarse en el imaginario de pudientes y aspiracionistas. En todas partes, contratistas cotizaban muros, portones corredizos, accesos de tele-tecla, brazos mecánicos. Incluso en comunidades ya existentes, un par de portones o tiestos lograban apartar cuadrículas de forma rápida.

La demanda por residir en comunidades privadas propulsó el rápido desarrollo de viviendas. Desde casas terreras hasta chalets, el control de acceso vino con aplanadoras sobre mogotes y humedales. Ingenieros, arquitectos y delineantes trabajaban día y noche para cumplir con las exigencias de los desarrolladores quienes aplanaban grandes extensiones de terreno incluso antes de procurar permisos para construir.

En las entradas de futuras urbanizaciones, casetas de seguridad se erguían sin ventilación, deparando asaderos para quienes atenderían la identificación de las visitas. Puerto Rico estaba al reparto y calladamente la noción de lo privado comenzaba a igualarse a prosperidad. ¿Cómo alteraban estos cierres nuestras vidas? Tal vez más importante, ¿qué sería de las parrandas? Nadie estaba seguro y la verdad a pocos parecía importarles.

Claro, para quiénes residirían en estos espacios el cercado tenía y tiene justificación: están velando por los suyos, por su seguridad. En Paseos de Cracovia, Miradores de Pecorino, y Chalets de Sacrebleu, una módica mensualidad cubre el homeowners association que no solo contrata a la compañía de seguridad, sino que además se encarga de instalar luces y empapelar festivamente los buzones durante la Navidad. Dos pájaros de un tiro. Tiro que igual se escucha desde el resguardo de lo privado, estando separado el complejo apenas por un poco de cyclone fence y el único mogote que quedó en pie tras la construcción aledaña a la vecina Barriada Olmeda a la cual seis generaciones de bichotes han llamado hogar.

Sin decirse en voz alta se propagó la ficción de que podíamos vivir en dos países. Uno, el Puerto Rico ese terrible que da sangre que reseñar a los noticiarios y otro, pastoreado por gracia de la seguridad privada que vigila sobre los bucólicos jardines de las facilidades deportivas donde ejercitarse. Las comunidades detrás de los portones no son sin gracia pero guardan semejanza a la vida que se desenvuelve en un terrario: un cernimiento mayormente ornamental del total de condiciones ambientales de las que procede la vida que allí se recrea.

Sé que habrá quien lea esto y no le siente bien. Después de todo, lo señalado es opuesto a una serie de promesas sociales que proponen ciertos espacios y accesos como parte fundamental del discurso aspiracionista y meritocrático que domina la vasta mayoría del pensamiento sociopolítico del país. Fíjese igualmente que no propongo ni sugiero, ni mucho menos quiero convencerle de nada.

No pido el detente “de sus copas elevadas y sus brindis de chalet”, es meramente una observación, no un reclamo, ni un juicio. It is what it is.  No pretendo una lección moral. Solo digo que tener presente las diferencias favorece la completud de nuestros juicios. Que cada vez me está más claro que aunque compartimos espacios y tránsito no habitamos el mismo país.

Que quienes han vivido sin los resguardos del control de acceso se han visto vis a vis con la dejadez del gobierno y la inutilidad de las fuerzas de ley. Por ello la desconfianza, el hartazgo y la desesperanza de los que enfrentan la intemperie no es igual a la de aquellos cuidados por el costo de la suscripción vecinal, por malo o insuficiente que resulte el servicio.

Tras debates al respecto con amigos y compañeros, me pregunto sinceramente si será posible negociar convivencia entre experiencias tan dispares. ¿Cuánto moldea el pensamiento del que habita tras el control de acceso a las políticas del país? ¿Cómo sirve al país una clase política cuyas experiencias no están a par con las de la mayoría del país?

Qué nociones alimentan sus tomas de decisiones y de qué forma la búsqueda de estos estilos de vida promueve el desparrame urbano, la desconexión y el aislamiento, y la dependencia del carro y por tanto, de una visión pro automóvil. ¿Será que inevitablemente se está cuajando un enfrentamiento frontal entre clases ante la creciente disparidad entre nuestras aspiraciones y experiencias? ¿Existe en realidad un proyecto de país en común o es que meramente cada cuál está luchando por su turno al bat?

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