Especial para En Rojo
A Juan Carlos Rivera Ramos
Me refieren un libro titulado “Ortodoxia”. Lo empiezo a leer, pensando que es sobre el marxismo ortodoxo, al que me adhiero (ortodoxo en el sentido que le da Lukács: no como sinónimo de dogma, sino como énfasis en el método). Rápido me doy cuenta de que la obra en cuestión sigue otros modelos. Su ortodoxia, dice: la cristiana. Entonces me fijo en el autor: G.K. Chesterton, el escritor inglés. Tipo excéntrico, para ponerlo de manera sencilla. Sin embargo, la lectura pudiera ayudarnos a entender una tendencia que se ha ido acrecentando en Puerto Rico en las últimas décadas: la participación de los muertos en las elecciones del país.
En su clásico “Ortodoxia”, Chesterton afirma que la democracia, es decir, “la humanidad autogobernada”, es guiada por el principio de que “las cosas comunes a todos los hombres son más importantes que las cosas peculiares de cualquier hombre”. Requiere, por tanto, la mayor participación posible de la humanidad.
Así, poco a poco, Chesterton nos va llevando a la muerte. Chesterton incorpora a la teoría sobre la democracia la preocupación sobre la tradición, que define como “la democracia prolongada a través del tiempo”. Ese “a través” no solo implica futuro, sino también vida pretérita. La tradición, por tanto, debería velar que el pasado intervenga en los procesos democráticos.
Ante esto, Chesterton propone: “Tradición, significa dar votos a la más oscurecida de todas las clases: nuestros antecesores. Es la democracia de los muertos. La tradición rehúsa someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de aquellos que casualmente, andan por ahí”.
Sería, hasta cierto punto, discrimen cósmico, para Chesterton, negarles el voto a nuestros muertos. ¿Por qué la democracia objetaría la participación de personas nada más por el hecho accidentado de que ya no viven? Todo lo contrario: la democracia debería velar porque participen todos los seres, vivos y muertos. “Los antiguos griegos votaban en piedras; estos, votarán en lápidas. Todo es perfectamente oficial y correcto, puesto que muchas lápidas, como muchas papeletas de votar, están marcadas con una cruz”.
(Chesterton, por tanto, no estaría de acuerdo con Don Perpetuo, el personaje de la novela “Póstumo, el Transmigrado”, de Alejandro Tapia y Rivera: “las ideas nuevas”, dice Perpetuo, “han menester cerebros nuevos que, por no tener sobre sí la enorme piedra de las tradiciones, puedan comprenderlas llevándolas a cabo”. Tapia entendía que la tradición, así entendida, es un obstáculo al progreso. “La Eternidad”, dice Perpetuo, “no puede caber dentro del tiempo”.)
La idea de Chesterton estaba, sin embargo, limitada en su época. Después de todo, ¿cómo lograr que los muertos votaran a finales del siglo XIX? Su propuesta abarcadora, si bien ambiciosa como estrategia, tenía en aquel entonces como única táctica el asumir el conocimiento folclórico, de mitos y leyendas, como parte de una sabiduría que rebasara la vida individual del presente.
¿Cómo asegurar que nuestros muertos participen de las elecciones? Esa es la pregunta que tenían los partidos tradicionales de Puerto Rico frente a sí. Ante la realidad objetiva (biológica y social) de que todo lo que nace, muere, habrán de buscar la manera en que sus electores confiables puedan continuar apoyándolos, independientemente de la lamentable condición de no-vida. Seguramente, hicieron una encuesta para sondear los médiums en Puerto Rico, que revelase que no existen suficientes Juntas de Inscripción Ocultistas como para permitir la participación en las elecciones de cada uno de nuestros muertos por estas vías. Un proceso radical de educación en el arte de comunicarse con otros planos de existencia tampoco parece ser una opción viable, menos con los dramáticos recortes del presupuesto de la Universidad de Puerto Rico.
Si bien ha sido una práctica recurrente en las últimas décadas, el Partido Nuevo Progresista, guiado por su especialista en búsqueda de vidas (sean vidas de vivos o muertos), Edwin Mundo, ha dado un paso adelante. No debe resultar sorprendente que la persona encargada de dirigir estos esfuerzos tenga como apellido precisamente lo que busca trascender.
¿Cómo permitir que los muertos voten? La respuesta resulta tan sencilla que es difícil entender cómo no se hubiese descubierto antes: hay que, sencillamente, permitir que los muertos permanezcan en la lista de votantes elegibles después de fallecidos. ¡Ya está! Como si de un árbol cayera un sobre de voto ausente y adelantado sobre la cabeza de Edwin Mundo, un descubrimiento sobrenatural se hizo realidad.
Todavía hay ciertos misterios del proceso (¿hacia dónde llega el sobre del voto ausente? ¿se tramita como “Elector Viajero”, según las categorías actuales?) que todavía no se han revelado al público realmente existente. Suponemos que esperan afinar los detalles antes de incorporarlos a un nuevo Código Electoral. De lo que no queda duda es que se haya puesto en acción el plan: los muertos, en Puerto Rico, tienen derecho al voto.
De esta nueva posibilidad, no ya de vida-más-allá-de-la-muerte, sino de voto-más-allá-de-la-vida, hay, sin embargo, un gran vacío en normativas y reglamentos. Habiéndose concedido el derecho al voto a los muertos, ¿tendrían derecho, también, de participar como candidatos?
Se dice frecuentemente que, por los grandes procesos migratorios, hay una mayor cantidad de puertorriqueñxs fuera de Puerto Rico que dentro de Puerto Rico. Lo que no se dice tanto es que hay más puertorriqueñxs muertos que vivos. Algunos países, como México, incluyen entre sus diputados representantes de sus migraciones o diásporas. Pudiera emularse en Puerto Rico, e incluir representación de nuestros muertos. Quizás un empleado fantasma de la actual legislatura pueda ascender, de esta manera, de empleado a legislador.
Preocupan, también, detalles sobre el derecho al voto en sí. ¿Podrán votar solo en la papeleta ejecutiva y en las posiciones legislativas por acumulación, o tendrán derecho al voto regional y municipal, de acuerdo con donde quede ubicado la residencia principal de los restos? La realidad es que incluso espacios como la Organización de Naciones Unidas carecen de respuestas ante estas interrogantes.
Albizu decía que, en las elecciones, a través de las múltiples urnas (“La urna, la urna, la urna”) “los muertos enterraban a los muertos”. Los significados plurales de esta frase lapidaria se revelan con mayor claridad al ver al partido de la tradición promover el derecho de los muertos a votar.
Pero hay que ir más a fondo. ¿Qué es lo que muere y qué es lo que vive con la participación de nuestros muertos en las próximas elecciones?
Un punto de vista ciego en todos estos análisis es la gran heterogeneidad de nuestros muertos, que incluyen, sí, antiguos partidarios de las tradiciones, de las instituciones tradicionales, pero también sus grandes víctimas. De la dialéctica no se escapa nadie. Incluso Don Perpetuo, en su obstinada visión de la necesidad de la muerte, insistía en que las nuevas ideas fueran llevadas a cabo por los vivos; no que los muertos no las apoyaran.
Nuestros muertos siguen con detenimiento nuestras vidas. Walter Benjamin tenía razón cuando, en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”, reconoce que “ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer”.
Como espectadores, como participantes, nuestros muertos pudieran ser grandes aliados, si se desatara su furia contra la tradición existente. Además, si estos temen las consecuencias de la vida, quienes viven y obran mal deberían tener más presente que, cuando todo este mundo material concluya para ellos, será con los muertos que tendrán que convivir. Y los muertos no olvidan.