En una tempestad

Rafael Tufiño

Por José María Heredia

Huracán, huracán, venir te siento,

Y en tu soplo abrasado

Respiro entusiasmado

Del señor de los aires el aliento.

En las alas del viento suspendido

Vedle rodar por el espacio inmenso,

Silencioso, tremendo, irresistible

En su curso veloz. La tierra en calma

Siniestra; misteriosa,

Contempla con pavor su faz terrible.

¿Al toro no miráis? El suelo escarban,

De insoportable ardor sus pies heridos:

La frente poderosa levantando,

Y en la hinchada nariz fuego aspirando,

Llama la tempestad con sus bramidos.

¡Qué nubes! ¡qué furor! El sol temblando

Vela en triste vapor su faz gloriosa,

Y su disco nublado sólo vierte

Luz fúnebre y sombría,

Que no es noche ni día…

¡Pavoroso calor, velo de muerte!

Los pajarillos tiemblan y se esconden

Al acercarse el huracán bramando,

Y en los lejanos montes retumbando

Le oyen los bosques, y a su voz responden.

Llega ya… ¿No le veis? ¡Cuál desenvuelve

Su manto aterrador y majestuoso…!

¡Gigante de los aires, te saludo…!

En fiera confusión el viento agita

Las orlas de su parda vestidura…

¡Ved…! ¡En el horizonte

Los brazos rapidísimos enarca,

Y con ellos abarca

Cuanto alcanzó a mirar de monte a monte!

¡Oscuridad universal!… ¡Su soplo

Levanta en torbellinos

El polvo de los campos agitado…!

En las nubes retumba despeñado

El carro del Señor, y de sus ruedas

Brota el rayo veloz, se precipita,

Hiere y aterra a suelo,

Y su lívida luz inunda el cielo.

¿Qué rumor? ¿Es la lluvia…? Desatada

Cae a torrentes, oscurece el mundo,

Y todo es confusión, horror profundo.

Cielo, nubes, colinas, caro bosque,

¿Dó estáis…? Os busco en vano:

Desparecisteis… La tormenta umbría

En los aires revuelve un oceano

Que todo lo sepulta…

Al fin, mundo fatal, nos separamos:

El huracán y yo solos estamos.

¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno,

De tu solemne inspiración henchido,

Al mundo vil y miserable olvido,

Y alzo la frente, de delicia lleno!

¿Dó está el alma cobarde

Que teme tu rugir…? Yo en ti me elevo

Al trono del Señor: oigo en las nubes

El eco de su voz; siento a la tierra

Escucharle y temblar. Ferviente lloro

Desciende por mis pálidas mejillas,

Y su alta majestad trémulo adoro.

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